Queridos amigos:

Antes de comenzar, permítanme expresar mi agradecimiento al embajador Andrés L. Mateo, delegado permanente de la República Dominicana ante la UNESCO, promotor y coordinador de esta edición; a Samuel Pereyra, administrador del Banco de Reservas, por cubrir el costo de impresión de este libro en la imprenta de la UNESCO, y por su generosa introducción a esta obra; a Victoria Estévez, asistente del embajador Mateo, que ha trabajado intensamente para materializar esta edición; a Rubén Silié, viceministro, embajador e historiador, por sus gentiles palabras; y, desde luego, a Rafael Peralta Romero, por acogernos en este digno auditorio para celebrar esta ceremonia. 

Por el lado editorial, me siento obligado a reconocer a varias personas e instituciones amigas. En primer lugar, a Alejandro E. Grullón E., quien dispuso que el Grupo Popular, casa matriz del Banco Popular, financiara la traducción al francés; también, al traductor Alain Blondel, profesor de la Alianza Francesa en Bruselas, quien me fue recomendado por Marianne de Tolentino, a quien agradezco esa recomendación. Su traducción fue objeto de dos eficaces revisiones realizadas, una, por Roland Dubertrand cuando fue embajador de Francia en nuestro país, y la otra, por Claire Guillemin, directora del Centro de Estudios de la Francofonía de la Fundación Global Democracia y Desarrollo. Además de ellos, le agradezco a Delia Blanco haberme revisado y corregido par de páginas de mi pobre francés que necesitaban mejor redacción.

Dicho lo anterior, creo que puedo comenzar recordándoles que el Caribe es, a la vez, un mar y un archipiélago. El mar está contenido en una cuenca cerrada por la gran masa continental de Venezuela, Colombia y Centroamérica. La mayor parte de las islas de este archipiélago están repartidas en un gran arco que va desde la desembocadura del río Orinoco hasta la Florida. Por razones económicas de larga data, y por sus antiguas conexiones sociales, algunas regiones como el Nordeste de Brasil, Cartagena, Guyana, Surinam, Panamá, Belice, hasta Veracruz, comparten su pasado con la historia de las Antillas.

Pobladas originalmente por gentes de origen arahuaco que comenzaron a emigrar hacia las islas desde las forestas de Sur América hace más de 3,000 años, las Antillas fueron la puerta de entrada de los europeos al Nuevo Mundo. El Caribe se convirtió muy pronto en el escenario de un colosal choque biológico y cultural que llevó a la catastrófica desaparición de las poblaciones nativas y a la gradual ocupación del archipiélago por gentes de distintas zonas de Europa.

Esos europeos, a su vez, importaron millones de africanos de ambos sexos y los pusieron a trabajar como esclavos en plantaciones de caña de azúcar, tabaco, añil, algodón, café y cacao, cuyos dueños respondían a la creciente demanda de esos productos en Europa y otras partes del mundo.

A medida que fueron surgiendo nuevos mercados para los productos coloniales, asimismo fue desarrollándose un nuevo espacio económico que hoy conocemos como el Mundo Atlántico. El Caribe fue así conectándose permanentemente con Norteamérica, África y Europa como el más importante suplidor de sacarosa, una eficiente fuente de calorías que, una vez fue deleitada por las poblaciones de mundo moderno, les fue imposible interrumpir su consumo.

Tan importante llegó a ser el Caribe como suplidor de azúcar que las potencias europeas lucharon incesantemente por la posesión o dominio de esta región. Al principio lucharon contra España, pero más tarde se enfrentaron unas a las otras en guerras diseñadas para controlar el mercado azucarero, lo mismo que el mercado de esclavos que suplía mano de obra a las plantaciones.

Como en Europa prevalecía la doctrina del balance de poder, las potencias europeas también trataban de hacer valer esos mismos principios en el Caribe hasta que, finalmente, llegaron a un precario equilibrio político que terminó dando origen a un Caribe fragmentado que reflejaba la fragmentación política de Europa. Por eso tenemos hoy varias zonas culturales o distintos “Caribes”: español, francés, británico y holandés.

Con todo, por debajo de esta fragmentación política, las colonias caribeñas mantuvieron una sorprendente uniformidad económica según fueron convirtiéndose en sociedades de plantación, las cuales, a su vez, fueron construidas, mayormente, con el trabajo de esclavos africanos.

Corriendo el tiempo, una clase de “gentes de color libres” fue surgiendo en casi todas las colonias como resultado de la mezcla de las poblaciones blancas y negras, y también, surgieron las primeras poblaciones campesinas en las Antillas Mayores (Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico). Estos campesinados, primero blancos y luego de raza mezclada, que no eran ni esclavos ni proletarios, le otorgaron una fisonomía social distinta a las Antillas españolas frente a las colonias de plantación británicas, francesas y holandesas.

Al producirse la emancipación de los esclavos en esas colonias en la primera mitad del siglo XIX, el éxodo de los libertos de las plantaciones forzó a los plantadores a reemplazarlos con trabajadores de otras nacionalidades, y así llegaron al Caribe decenas de miles de asiáticos, amerindios y habitantes del norte de Europa que contribuyeron demográficamente a transformar las Antillas en un amplio espacio multicultural enriquecido por los descendientes de chinos, indostanos, africanos, europeos y arahuacos que llegaron a las Antillas tanto voluntariamente como por la fuerza.

A pesar de la diversidad social de la región, las Antillas mantuvieron su uniformidad económica virtualmente intacta entre los siglos XVIII y XX, pues el sistema de plantaciones no solamente continuó incólume, sino que evolucionó hacia un sistema organizacional más complejo y poderoso causado por la implantación de las grandes centrales azucareras en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.

Este nuevo desarrollo fue seguido por la irrupción de los Estados Unidos dentro de la arena política caribeña. Como resultado, muchas grandes corporaciones norteamericanas terminaron desplazando a los inversionistas y colonos europeos en las Antillas españolas, convirtiendo a los Estados Unidos en un formidable competidor de los intereses franceses y británicos en el mercado azucarero.

Esta narrativa sintetiza en esencia el contenido de este libro cuyo foco principal es la evolución económica y social de las Antillas como una entidad regional orgánica integrada funcionalmente a la economía atlántica.

Este enfoque, creo yo, resulta útil para corregir la percepción común (que se deriva de la enorme montaña de libros y artículos académicos que se publican sobre el Caribe) de que la región tiene una estructura económica fragmentada.

En mi opinión, y creo que este libro lo demuestra, esa percepción es válida solamente para el Caribe contemporáneo, pero para entender su historia de los siglos XVII, XVIII, XIX y principios del XX resulta engañosa porque, cuando se observan de cerca las continuidades estructurales del sistema de plantaciones y su inexorable dispersión en todas las Antillas, entonces el Caribe se ve y se entiende como un gran corazón económico que funcionó durante esos siglos bombeando continuamente azúcar y otros productos tropicales al mercado mundial y recibiendo, a cambio, manufacturas y capitales por vía del Atlántico, mientras consumía, al mismo tiempo, millones de vidas extraídas forzadamente de África y otras partes del mundo.

Y es que, a pesar de las aparentes disparidades entre las colonias causadas por las diferencias políticas impuestas por sus metrópolis respectivas, durante varios siglos las Antillas se especializaban en producir los mismos productos para el mercado mundial. 

La plantación caribeña fue una institución económica tan dominante que terminó creando un mundo uniforme alrededor de los ingenios azucareros y de los esclavos que trabajaban en ellos. Al observar las maneras en que los plantadores y comerciantes se organizaban para competir, tanto entre ellos como en el mercado mundial, se llega a la inevitable conclusión de que existían más similitudes económicas que diferencias entre las colonias caribeñas.

Por todas las razones expuestas anteriormente, este libro se concentra en estudiar las continuidades económicas estructurales de las sociedades caribeñas desde esa amplia perspectiva del lento cambio estructural.

La narración termina en 1930, un año que marcó una profunda ruptura en la historia de la región, pues comenzando en ese año, y bajo el impacto duradero de la Gran Depresión, el sistema de plantaciones entró en una larga crisis, y un nuevo Caribe comenzó a surgir.

Tal vez algún día yo escriba la historia de ese “segundo” Caribe posterior a la Gran Depresión. El “primero”, que es el objeto de esta obra, ha sido tema de varios estudios excelentes que resultan todavía muy útiles. 

Aun cuando esos estudios continúan siendo muy válidos hoy, me sentí impulsado a escribir esta nueva historia porque entendía que todavía hacía falta una narración global y comprehensiva que integrara la historia económica, social y demográfica de las Antillas en un solo relato que considerara al Caribe como un todo, como una región económicamente unificada, y no como un área compuesta por partes inconexas desconectadas de todas las demás.

Ninguna otra institución jugó un papel como la plantación para integrar el Caribe en la economía mundial. El azúcar no fue el único producto de las plantaciones, pero sí fue el más importante y el que mantuvo a las Antillas en la mirada y el puño de las potencias metropolitanas. La plantación, junto con el sistema esclavista, dominó la historia del Caribe por más de 400 años.

Permítanme repetirlo: el establecimiento de la plantación azucarera hizo que el Caribe funcionara económicamente como una unidad orgánica, aun cuando políticamente las colonias se comportaran como dependencias de las potencias metropolitanas. Esta dependencia, unida a los sucesos locales particulares, finalmente (a partir de la Gran Depresión) desembocó en la diferenciación social, política y cultural que todavía es visible hoy en día en las Antillas, llamadas también “the West Indies”, las Indias Occidentales.

Por ello hay que reconocer que dentro del marco unificador de las plantaciones surgieron distintas sociedades criollas que con el tiempo se convirtieron en nuevas naciones. Es también dentro de ese contexto histórico que la actual fragmentación del Caribe puede ser mejor entendida.

La formación de ese Caribe fragmentado fue un proceso bastante largo, pero para 1930 ya existían signos claros de la reciente particularización y pluralización de las sociedades caribeñas. Debido a ciertas consideraciones metodológicas quise terminar esta obra en 1930. Lo hice obedeciendo a razones de mucho peso.

En primer lugar, a principios de 1930 toda la región fue afectada por la Gran Depresión, que impactó todo el mundo capitalista y creó graves dificultades a la mayoría de las economías coloniales y neocoloniales. A partir de ese momento, el Caribe empezó a dejar de ser lo que era antes, ya lo hemos dicho.

Cada colonia y cada república se vio obligada a realizar profundos ajustes que terminaron transformando la región. Muchos factores externos contribuyeron posteriormente a esa transformación, tales como el impacto de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, y las respuestas europeas a las demandas de descolonización en África y Asia. La influencia de los Estados Unidos en las Antillas se acrecentó mucho después de la Segunda Guerra mundial haciéndose patente, a partir de entonces, una marcada norteamericanización de la región que ha afectado también a las antiguas colonias francesas, británicas holandesas y danesas.

Entre 1930 y 1960 muchas plantaciones azucareras entraron en una crisis sostenida de la cual nunca se recuperaron. La industria azucarera en Puerto Rico y en algunas Antillas inglesas cayó en el abandono como resultado de esta crisis. En Jamaica, Haití y la República Dominicana el sistema de plantaciones se debilitó sustancialmente. Solamente Cuba mantuvo su dependencia de las plantaciones azucareras en la segunda mitad del siglo XX, tanto bajo el régimen capitalista como bajo el socialismo.

En su apogeo, el sistema de plantaciones fue uno de los componentes principales de lo que hoy se conoce como sistema económico mundial. Desde una perspectiva mundial, el desarrollo del capitalismo no podría entenderse completamente sin el sistema de la plantación azucarera, así como tampoco podría explicarse totalmente la independencia de los Estados Unidos, a finales del siglo XVIII, sin el papel que jugaron las plantaciones azucareras caribeñas, según queda explicado en este libro.

Ahora bien, después de noventa años de evolución y cambios, el Caribe ya no depende tanto de las plantaciones como antes y más bien funciona hoy como un complejo archipiélago de nacionalidades y culturas con economías diversificadas conectadas estrechamente a las potencias industriales del norte del Atlántico. La globalización ha integrado al Caribe aún más al mercado mundial, pero debemos recordar que fue precisamente en el Caribe donde se inició el presente proceso de globalización hace más de quinientos años. 

Fue a partir de la llegada de Colón al Caribe cuando los europeos comenzaron a darse cuenta de la unidad planetaria y a actuar en consecuencia. Esta es otra de las razones de por qué la historia del Caribe es relevante para comprender hoy el mundo moderno. Hasta que la humanidad puso un hombre en la luna, ningún otro descubrimiento tuvo consecuencias tan importantes y duraderas como la invasión europea del Caribe y la conversión de esta región en uno de los pivotes de la economía planetaria. Hacer que esta historia sea evidente ha sido el principal propósito de este libro.

Muchas gracias.

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Frank Moya Pons es historiador y educador. Ha realizado una intensa labor como columnista y articulista de los principales periódicos y revistas nacionales.