Más allá de cualquier simplista definición del acto de pintar –depositar, en un orden específico pigmentos coloridos sobre la superficie del lienzo– hay en esta forma artística una propuesta donde el creador ha escogido a plena conciencia una imagen, un objeto, o tema particular a fin de ser plasmado en la tela con un propósito. Lo ha hecho empleando estilo y metodología propios con los que pretenderá reproducir la realidad, lo visto y vivido; podría además recrearle, o incluso, crearle en su totalidad gracias a la imaginación.
Dicho esto, entonces, se reconocen dos órdenes esenciales en la pintura artística: el de los lenguajes de la representación y el de los lenguajes de la abstracción. Norbert Bilbeny lo explica en el ensayo Tocar el mundo estableciendo que al primero pertenecen todos los signos ideográficos de lo natural, incluyendo los objetos. En la abstracción, por su parte, el arte hace un giro reflexivo hacia sí mismo donde forma desplaza contenido convirtiéndose en objetivo de la obra; en ella el signo se hace muestra y no la representación sostenedora de la esencia del arte figurativo.
En el transcurso de su prolija vida, Ramón Oviedo (Barahona, 1924-2015) empleó magistralmente ambos lenguajes pariendo lienzos en los que la preocupación por lo nacional, la sensibilidad social, y la amenaza medioambiental caminaron a la par de sus inquietudes ontológicas y metafísicas. Genialmente, logró hacer de sus obras incomparables ejemplos de la mejor forma de abstracción figurativa, y, posteriormente de abstracción pura; en ellas el signo provocará el libre pensar del observador mientras, a la vez, será instrumento para el propio autor insertar sus yoes mirándose a sí mismo y a los demás.
Hasta el 21 de abril de los corrientes, el Centro Cultural de España en Santo Domingo acogerá la exposición Yo, Ramón Oviedo como parte de las celebraciones del centenario del nacimiento de nuestro pintor nacional, iniciativa lograda gracias al apoyo de la fundación homónima presidida por Omar Molina Oviedo, artista plástico y nieto del Maestro, el coleccionista y mecenas de la obra ovidiana Antonio Ocaña, y el también coleccionista Kelvin Naar. Dentro de la sólida y cuidadosa curaduría de esta muestra a cargo de Michelle Cruz, destacan múltiples trabajos pertinentes en el contexto de los comentarios vertidos en párrafos anteriores, entre ellos Autorretrato VII, Retrato a lo Dorian Gray, Génesis, y Especie inverosímil.
El periódico impreso como fuente de información y como espacio noticioso simboliza el acontecer de cada cosa y cada asunto relevante a nuestra civilización lectora, el devenir de Homo sapiens, en suma. Objeto que nos representa, el diario permite insertarnos en sus páginas haciéndonos fieles lectores-protagonistas testigos de nuestra época. Es lo que a nuestro ver Oviedo sugiere en Autorretrato VII al plasmar, en trazos sencillos, su propia faz que cavila mirándonos de frente. Lo ha hecho sobre la superficie de una hoja-bitácora que podría ser, simultáneamente, espejo de nuestras desesperanzas y ansiedades, así como estertor de las incontables luchas vividas en la sacudida República Dominicana de cualquier tiempo. No importará, en todo caso, lo que esta página muestre; Oviedo la ha invertido haciendo inteligible su contenido. Porque es al sujeto a quien en verdad le interesa resaltar.
Recuérdese que desde siempre el autorretrato adquirió un papel protagónico en la exaltación del artista más allá de su individualidad; es decir, este dejará de lado su imagen de artesano a fin de reivindicarse representándose a sí mismo. Otorgando alma a la figura humana y con ello, alcanzando posición cimera en el contexto histórico. Así, la creatividad del arte figurativo depositada en el autorretrato se transforma en reflejo filosófico, en arquetipo del Hombre que hecho autor busca expresar en el lienzo el Ser y sus aspiraciones. En sujeto observado que revela rasgos, gestos, y estados anímicos conformadores de su Yo inserto en la madeja del ejercicio existencial que le tocó vivir, tal cual aconteció con Ramón Oviedo.
Autor de decenas de autorretratos a través de su dilatada carrera, el barahonero hurgó en el rostro enfrentándole, confrontándole sin perfiles ni ocultaciones al tiempo que pretendía abrazar una identidad transformada en cada etapa de su inagotable creatividad. En Autorretrato a lo Dorian Gray, extraordinaria acrílica en tela propiedad de la colección Naar, somos testigos de una efigie de aspecto difuso, de rasgos desgastados a decir del gris azulado que domina en el lienzo. En obvia referencia a la inexorabilidad del tiempo, esta cara deformada ha perdido el contorno de un ojo y aparenta estar desprovista de manos; no será esta quizás, la única tragedia del pintor. Lo será también la voz ida, el verbo ausente que jamás escucharemos a decir de la boca irreversiblemente derretida por el pincel de este maduro e imperturbable Oviedo setentón.
En Génesis, por otra parte, asistimos a una sobria escena de francos rasgos picassianos donde los acontecimientos primigenios narrados en el Antiguo Testamento (la Creación, el Pecado original, y el primer fratricidio) aparecen trasmutados en un mundo cruel habitado por hombres, mujeres y seres asexuados. Víctimas y ejecutores de sus propias maldades y observados bajo la atenta mirada del Creador, estas almas aparentan pulular entre la avaricia tipificada en el fajo de billetes que sostiene la figura inferior izquierda, y la daga agresora que yace próximo al cuerpo de un hombre desvanecido.
Poder y odio, es, al fin y al cabo, la batalla aquí simbolizada; un poder destructivo que milenios después de aquella narración bíblica traspasó civilizaciones enteras, desgarró huestes de creyentes y asesinó millones en guerras que aún no culminan. Oviedo es aquí pues, el visionario, el crítico sabio que nos provoca y avergüenza; el artista que no puede callar ante la ignominia; el hombre sensible que alerta contra aquellos, que como hoy, ignoran con sus cómplices silencios la mentira de las guerras posmodernas.
Especie inverosímil, por último, es quizás el más enigmático de los trabajos expuestos en el acogedor espacio del Centro Cultural de España; convencionalmente hablando, este no es un retrato como tal; es un canvas en el cual el observador deberá escudriñar con atención los límites de su propuesta gráfica. No para comprender la naturaleza del bestiario y los humanoides que aparecen en él (in)comunicados unos a otros, sino sobre todo para identificar la cara del Oviedo partícipe testigo de su entorno y de todo lo que en él acontece más allá de su propia visión existencial.
Como vemos, no hay en las obras aquí comentadas signos de rigor académico o imposición creativa alguna, es todo libertad y asociación; expresionismo y abstracción que hacen de las líneas y la geometría justa pareja del color y los contrastes que dotarán a las imágenes de una exuberante fortaleza expresiva. Luciría que aquel pedido de Javier Aiguabella instando a procurar el que Oviedo fuese un objeto de deseo para museólogos, historiadores, críticos, coleccionistas y galeristas, tanto en este, como en aquel lado del Atlántico y más allá, comienza a ser realidad. Eso, no quepa duda, se lo agradecemos a Antonio Ocaña y a Omar Molina Oviedo verdaderos apasionados de la obra de un incuestionable genio.
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Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo. Autor de Fiat Lux. Sobre los universos del color (Huerga y Fierro, Madrid 2023).