La idea de este análisis es identificar cuáles valores anticanónicos están presentes en la literatura que escriben las mujeres. En mi caso, me correspondió analizar la literatura de la generación de escritoras nacidas entre los ochenta y noventa. Voy a confesar que me salí un tanto de esta categorización estrictamente cronológica para proponer otro muy parecido, pero haciendo unas tres excepciones en lo que concierne a la edad. Apelo a la indulgencia y generosidad de los lectores, para que comprendan mis razones.
Recuerdo como si fuera ayer, bueno casi como si fuera ayer pues no tengo tan buena memoria, la polémica que se suscitó cuando a Bob Dylan se le otorgó el año el Premio Nobel de Literatura, sí de literatura. La inclusión de este artista de las palabras más no así de las letras, dejó perplejo a más de uno. Saltaron inmediatamente a la opinión pública los clásicos dos bandos a los que se resume toda discusión posmoderna: los que están a favor y los que están en contra. Los de a favor, resumían su planteamiento en que sus canciones eran poesía, una poesía que llegó al oído de millones de personas en todo el mundo. Y por su lado, los de en contra, argüían que no era un escritor con publicaciones de libros con intención literaria. En otras palabras, Bob Dylan estaba fuera del canon.
Esta entrega dio pie a que se removiera la ancestral discusión sobre el canon literario. Muy oportuna en estos tiempos donde es necesario repensarlo todo. Aunque los conceptos de canon, género literario son aspectos sobre los que se ha construido la idea de la literatura en todas las épocas, fue Harold Bloom en 1995 con su polémica publicación El canon occidental, quien dio al término la connotación de que esa decisión sobre lo que debía y era necesario leer, respondía en gran medida a una decisión de personas, así normales, comunes y corrientes como nosotras, que por su incidencia institucional eran y son los que determinan el canon. Dice Bloom: “El canon, definible como la voluntad de seleccionar en un corpus limitado a los mejores escritores y de relegar a los autores incompetentes” responde, como sostiene Bloom a un criterio restrictivo, un repertorio limitado y abarcable, ya que el que lee debe elegir, puesto que literalmente “no hay tiempo suficiente para leerlo todo, aunque uno no hiciera otra cosa”. (Bloom, 1995, P.25)
Esta cuestión deja en el tintero muchas preguntas sin respuestas ¿No estaría el canon mediado por la pedestre e inconsistente inclinación humana de validar o privilegiar aquello que más le gusta? ¿No estaría el canon adaptado, y respondiendo a los intereses al estatus quo? Por más vueltas que le demos la contundencia de una respuesta afirmativa es casi inevitable.
En su discurso de recepción del premio Dylan inició su disertación así: “Cuando recibí el premio Nobel a la Literatura, tuve que preguntarme: ¿Cómo mis canciones están relacionadas con la Literatura?” si no nos dejamos arrastrar por prejuicios y cánones le responderíamos, sin mucho artificio: porque tus canciones logran captar vívidamente la esencia del alma humana. Pero el canon está ahí, convive con nosotros y nosotras como si fuera nuestra sombra.
El caso de la literatura escrita por mujeres ha tenido que configurarse sobre la ruptura constante de cánones que van desde la antiquísima premisa de si una mujer es capaz de escribir, hasta si el género en el que más encajan sus propuestas estéticas es el lírico. Gracias a Dios o a los dioses, ya Virginia Woolf, Doris Lessing, Aida Cartagena, Hilma Contreras y un largo etcétera han desencajado, aunque no abolido, muchos prejuicios.
Quiero que reflexionemos en torno a dos fenómenos literarios que tienen que ver directamente con la ruptura de los valores canónicos de la literatura escrita por mujeres. Mujeres que escriben microrrelatos. Para ello voy a tomar una muestra de trece autoras, diez jóvenes y tres no tan jóvenes, como indiqué en el primer párrafo. Estas autoras están incluidas en una antología que publiqué hace unos años de nombre Mujer en pocas palabras que reúne una muestra de microrrelatos escritos por trece mujeres dominicanas en los últimos veinte años. La selección ha tenido como único requisito que fueran escritos por mujeres. No es una antología. Ni un compendio. Es simplemente una muestra obtenida de mi gusto como lectora, sin otra pretensión que mostrar cómo este género moderno se mantiene presente en las autoras dominicanas. Es importante saber que en este compendio no están incluidas todas las escritoras dominicanas que han puesto su manantial creativo al servicio del microrrelato. Este, si se quiere, al no cumplir con la formalidad ni el rigor de una antología, es un botón de muestra.
Se dice que escribir historias, cuando las palabras son limitadas por el genio y no por la forma, requiere, más allá del gusto, de una razón intrínseca que mueva al escritor. Unos autores afirman que trabajan esta modalidad por estar provistos de alta capacidad de síntesis; otros, sin embargo, asumen esta forma expresiva como un simple reto. No es de extrañar que novelistas, cuentistas y poetas no se hayan resistido a incursionar en este breve modo de contar.
Las mujeres también se han motivado a decir mucho con poco. La escritora dominicana Marivell Contreras, bajo el sello editorial Letra Negra, de Guatemala, publicó su libro de narrativa súper breve “La Flotadora”. En la historia de la literatura de autores como Antón Chejov, Jorge Luis Borges, Manuel del Cabral y otros tantos, antes de que estallara el boom del microrrelato, encontramos narraciones que perfectamente se inscriben en esta tendencia. Con las escritoras, sin embargo, no sucede lo mismo. No tenemos a una Sor Juana Inés de la Cruz, Virginia Woolf o Aída Cartagena Portalatín que, escudriñando su producción artística, nos sorprendan con varios microrrelatos, al menos desde el punto de vista moderno. Por esta razón es importante señalar el fenómeno de la minificción femenina como una novedad literaria. Cuando escritoras como Emelda Ramos publican, aunque no sea un libro completo de historias cortas, algún texto que se inscribe en esta tendencia, hay que señalarlo como una publicación con un valor agregado, pues además del punto de innovación, se les reconoce la ruptura del mito de que las mujeres, cuando de decir se trata, prefieren la abundancia a la síntesis.
Dentro de las plumas más jóvenes tenemos a Lady Laura Liriano, otra que se ha dejado seducir por la magia de contar historias con las palabras contadas. Aunque no tiene libros propiamente, ha sido publicada en “Al este del arcoíris, antología de microrrelatistas latinos”, editado en Estados Unidos, y “Homenaje a Edgar Allan Poe”, editado en España.
Algunas empezaron su carrera literaria cultivando este género: son los casos de las microrrelatistas Xenia Ragassamy y Deisy Toussaint; esta última escribe minificción para la revista de ciencia ficción “Miniatura”. Sheilly Núñez es otra escritora que se ha dejado contagiar por el arte de las historias breves; aunque su primer libro, “Los elementos”, fue de cuentos largos, ha permitido que la brevedad la cautive en relatos como el titulado “Después del final feliz”.
Entre las otras mujeres que han seguido el camino de la narrativa cortísima, y que aparecen en esta muestra, se encuentran Daniela Cruz Gil, Mary Paniagua, Lusmerlin Lantigua, Aracelis Mireles, Raisa Pimentel Mendoza, Elayne Abreu, Lauristely Peña Solano y Yaina Melissa Rodríguez. En mi caso, el arte de la narración en pequeño también me ha cautivado.
¿Cuáles valores anticanónicos incluyen estas narradoras? Veámoslo en detalle y usaremos el orden del índice del libro para enlistar los valores de cada una:
En Marivell Contreras, se inserta el valor de que la mujer busca en el vuelo de su imaginación la libertad y en el logro de esta meta, la fórmula para ser feliz. En Daniela Cruz, la mujer como dueña de la ciudad. En Lady Laura, se revelan las prisiones de subordinación del sujeto femenino a la imagen. En Xenia Rangassamy, la visión de un sincretismo religioso al servicio del arte. En Mary Paniagua, la incursión de la mujer en la villanía literaria. En Lusmerlin Lantigua, el insilio como modo de protesta al imperio del deber. En Aracelis Mireles, propone una proclama por derecho de no hacer. En Raisa Pimentel, la focalización de una mujer sumisa como verduga inconsciente de su marido. En Daisy Toussaint, imprime es su historia las negociaciones con las fuerzas de la oscuridad. En Elayne Abreu, la desmitificación del deseo carnal femenino y la ironización de las normas que lo enjuician. En Lauristely Peña, incluye la representación de la negritud como reflejo del racismo. En Yaina Rodríguez, se deconstruye y reconstruye el imaginario infantil del famoso cuento caperucita roja con una importante dosis de humor. Y en Sheily Núñez, se materializa un posfinal que contradice el famoso felices para siempre.
Con esta ola de micronarradoras, dentro de las cuales me gustaría hacer una nueva edición que incluya a otras grandes narradoras nuestras como es el caso de Ángela Hernández, se rompe uno de los mitos más difundidos en la historia: que las mujeres, cuando se trata de palabras, las prefieren al por mayor y no al detalle. Parecería que estas escritoras optimizaron su hemisferio cerebral para contar grandes historias sin la necesidad de utilizar innumerables páginas.
Hay quienes piensan que el microrrelato es una moda; que luego que pase la fiebre dejará de causar revuelo; que su proliferación es causada por el síntoma de agitación extrema que arropa a la sociedad moderna. En realidad, es riesgoso vaticinar el futuro de un canal conductor de las emociones humanas. No hay que ver en el formato el éxito o fracaso de un escritor o escritora; lo que sí hay que valorar es que la minificción parece que ha encontrado el lado de gracia, tanto a los lectores como a los autores y autoras. La consigna ha de enfilarse a la promoción de los textos de calidad. La extensión mide únicamente eso: el tamaño, la proporción. La calidad la determina, además del dominio de la técnica y del gusto de quien lee, la dimensión humana que pueda encerrar un escrito.
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Ibeth Guzmán, Cruce de Guayacanes, Valverde Mao, 1983. Narradora, ensayista, poeta, crítica literaria y catedrática universitaria. Autora de Tierra de cocodrilos (2012), Yerba mala (2015), Tiempo de pecar (2017).