Decir que Frankétienne es un escritor sería inexacto. Incluso sería erróneo afirmar que es un gran escritor. Frankétienne es una institución. Ha alimentado y formado y amparado e interpelado a numerosas generaciones de autores haitianos. Durante tanto tiempo, realmente, que pareciera haber estado allí siempre, interminable presencia fértil –no en vano lo han llegado a llamar “Padre de las Letras Haitianas” en alguna ocasión–. Poeta, narrador, dramaturgo, artista visual, músico, Frankétienne es un volcán que padece de insomnio, que sólo conoce los derrames de la lava, las lenguas de fuego que hablan sin parar, que iluminan y queman. Durante toda su carrera ha sostenido una fe terca y feroz en el acto creador, en el arte como método para penetrar el envés de la realidad aparente. El arte como llave, el arte como clave para descifrar el mundo, para hacer del misterio revelación sin disiparlo ni amansarlo. Como él mismo dirá en Caofonía: “¡Cuántas veces no hemos intentado pulverizar las mentiras para encontrar la incandescencia del sueño!”

La realidad que nos circunda, en la cual participamos y en cuyo entramado nos hallamos entretejidos, es sólo una epidermis engañosa. Bajo ella hay otra realidad, nos dice invariablemente Frankétienne, esa que encandila con la contundencia irrebatible de los descubrimientos oníricos. Para acceder a ella está la obra de arte, sea de la naturaleza que sea: poética, narrativa, musical, visual. Pero no domestica esa realidad más honda a la que lleva; antes bien, acrecienta su capacidad de ofrecer arcanos. De nuevo afirma en Caofonía: “Tengo la certeza de que nada es más propicio que la opacidad poética para expresar la trascendencia de los grandes misterios de este mundo”. La opacidad poética, patrimonio y carne misma de cualquier obra bien hecha, no aclara ni define: multiplica secretos.

Caofonía es un libro que se desborda. La forma epistolar –muy real, pues posee un destinatario: el poeta y editor Rodney Saint-Éloi– le proporciona un punto de partida, pero no lo determina ni contiene. Es una carta, sin duda, pero también es un largo poema en prosa, un manifiesto y, en última instancia, una poética. Su habla es torrencial, avasalla al lector, lo sumerge y arrastra en una corriente imaginaria que se siente por momentos inagotable. La voz nunca se detiene a tomar aliento: está escrito en una larga, cálida exhalación.

Ahí estriba su lucidez. Desde ese lugar que no se somete a los parámetros enunciativos comunes, el prolongado decir de Caofonía llama al lector y a su realidad inmediata para denunciar a los “fabricantes de catástrofes y los gobernadores de la muerte”, para impugnar la supuesta validez de un mundo depredador, donde la rapiña es la forma favorita de la ley, y tomar partido, en cambio, por ese mundo alterno, constituido por el misterio que sólo el arte comunica y, al hacerlo, disemina. Por ello insiste: “La voz rota del oráculo dirá el mito de lo provisorio y validará un alba virgen donde se apagarán las fallas con tartamudeos de pesadilla. El texto surgirá de lo opaco y la palabra poética sin bozal traducirá las claridades inesperadas”.

El enigma que Frankétienne cultiva se hace carne “como una caofonía, un ladrido de sol ardiente”, un golpe de luz demoledora. Se hace carne en este texto donde casi podemos escucharlo pronunciar cada palabra con timbre profundo: proveniente de su boca caofónica, sagaz e implacable.

(De Caofonía, Frankétienne, Libros de la Resistencia, Madrid, 2021, traducción de Adalber Salas Hernández, prefacio de Rodney Saint-Éloi)

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Adalber Salas Hernández (Caracas, Venezuela, 1987). Poeta ensayista, traductor. Autor entre otros de Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-Textos, 2015), La ciencia de las despedidas (Pre-Textos, 2018), Nuevas cartas náuticas (Pre-Textos, 2022) y Las fuerzas débiles (Vaso Roto, 2024; escrito junto con Elisa Díaz Castelo).