La partida de Jorge Pineda, artista contemporáneo dominicano, nos envuelve de una profunda melancolía, que sentimos desde que le conocimos entre los años 80 y 90. Lo primero: su inolvidable sonrisa, abierta, franca, generosa; y su disposición intelectual en abrir las puertas de su taller, recibirnos y comentarnos sus dibujos, sus ideas, sus esbozos y sus proyectos. Nos impresionó siempre su capacidad de trabajo y su entrega, con la conciencia de ser un artista singular propio, pero, además, de saber alistarse con colegas amigos para generar dinámicas de grupos que aportaran a la posmodernidad dominicana el sello conceptual más preciso y estudiado en las envolturas de las tendencias del arte universal, y siempre con ese ojo de conciencia y sentimiento por el factor societal y humano de su tierra, que adoraba: República Dominicana.
Lo visitamos varias veces en su residencia de Bella Vista, y siempre hablábamos del dibujo, del trazo, por esa finura, esa limpieza que le caracterizaba cuando cumplía con sus imaginarios sobre papel. Más tarde, viajó a Europa y desde Alemania visitó París. Tuvimos el honor de recibirlo en nuestra residencia y pasar momentos exquisitos plenos de cuentos, de risas, de situaciones sobre la forma manera de ser de los dominicanos.
Pineda tenía la capacidad extraordinaria de captar los gestos, las palabras, los movimientos. Y es que era un artista completo cuando sus imaginarios evolucionaban sobre papel. No podemos olvidar que era un artista con gusto, gracia y duende para el arte dramático, para el teatro, que ejerció por muchos años. Y, claro, manifestaba un amor extraordinario por el objeto popular dominicano. No nos podemos olvidar de sus muñecas de trapo, así como tampoco de la fuerza de sus trazos cuando, con el negro del carbón o del grafito, exponía en las paredes las situaciones dramáticas de la infancia amenazada. Pero también del medio ambiente. Porque Jorge Pineda era dramático, Jorge Pineda tenía una conciencia aguda, un ojo preciso para hacer de la obra conciencia colectiva.
Trabajador infatigable, consideraba su arte como trabajo y oficio. Se pasaba horas y horas leyendo, buscando, investigando, hasta lograr de la literatura –pues era un gran lector– la misma imagen de la frase en el trazo. Conjugaba perfectamente los mundos del cuento y del sueño. Le encantaba asomarse a la condición infantil: nadie podrá olvidar las cajitas de limpiabotas que presentes siempre en sus obras.
Su carrera se desarrolló por el esfuerzo propio de buscar en el mundo la conexión visual y plástica con su dominicanidad y, gracias a su decisión, determinación y empeño, su obra tuvo un alcance mundial. Expuso en los mejores y más aclamados museos contemporáneos de Estados Unidos y de España; fue solicitado por galerías en Francia, en Italia, en Alemania, en Dinamarca y siempre fue señalado como uno de los artistas posmodernos y conceptuales de República Dominicana. En todo espacio donde expuso su obra brilló, por su duende, por su gracia, por su educación, por la cultura imprescindible de su condición de artista y también por su determinación: sabía lo que quería, compartía ideas y proyectos, siempre bajo la exigencia de la claridad y del objetivo.
En su generación y con sus colegas marcó un espacio muy importante, en el cual supo convivir con un grupo que dejó las huellas de la ruptura con una tradición, para entonces entrar en el mundo global y dialogar con las propuestas del mundo. En República Dominicana llevó su obra con el respeto de su factura y con el respeto de su firma, sin dejarse envolver por los mecanismos mercantilistas y los apuros que suelen imponer los marchantes al artista. Siempre defensor del valor de la obra antes que intransigente en el precio: era un artista que valoraba su obra y, a partir de esa valoración, el precio caía como consecuencia, pero nunca su obra empezaba por una cotización.
Jorge Pineda supo compenetrar el medio dominicano garantizándose el respeto sin caer en los mecanismos mercantilistas, movilizando su obra en las reglas de la valoración. Los coleccionistas supieron ver en este artista su excepcional integridad y su factura única. Hoy día, su obra ha penetrado el coleccionismo más profesional del país, y pertenece a la historia de la posmodernidad dominicana y de la vanguardia dominicana, porque él personificó una vanguardia propia de la dominicanidad.
Ahora Pineda partió. Sabemos que está en la gloria, y que nos deja un patrimonio visual y humano único e irremplazable. Nos quedamos para siempre con su espíritu alegre y juguetón, con su risa, con su intransigencia y con su generosidad, pero, sobre todo, me quedo con nuestros paseos parisinos en pleno frío por las avenidas y los bulevares, y con aquel recuerdo de una noche en uno de los cafés de La movida parisina, “Le Baron Rouge”.
Sabemos que estará alto, muy alto y en la gloria. Y toda la generación del 80-90 guardará de él ese patrimonio visual del atrevimiento, de la condena societal frente a la violencia contra la niñez, contra la mujer, la violencia de género; su compromiso con el cambio climático, con el medio ambiente, su capacidad de escenificar en sus instalaciones y en todas sus performance la conciencia humana, porque él sabía que el arte es la expresión profunda de esa conciencia.
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Delia Blanco es crítica de arte, miembro de Aica Internacional.
Las obras que ilustran este artículo son autoría de Jorge Pineda.