Cuando se trata de pensar la dominicanidad, llegan a mi mente más interrogaciones que certezas. ¿Qué es la dominicanidad? ¿Dónde se originó? ¿Cómo aprehenderla? ¿Es la dominicanidad un listado de costumbres compartidas, de sacrificios patrióticos, una bandera, un escudo, un himno, un grupo de circunstancias históricas, una forma de hablar y de ser que nos definen? ¿Se transmite la dominicanidad? ¿Es una bacteria que se nos inyecta, algo a lo que no podemos renunciar como si formara parte de nuestro ADN? ¿Un sentimiento de pertenencia, de arraigo, que nos brota de forma automática? ¿Se muere la dominicanidad, se disuelve cuando no se le alimenta? ¿Es una aporía, algo difícil de interpretar que sin embargo una vez que se inocula en nuestra psique, nada ni nadie puede destruir? ¿Somos encarnaciones errantes de la dominicanidad, y como tales, la llevamos a cuesta a todas partes? ¿Estamos condenados a ella?
Cuando le pregunto a mis amistades dominicanas residentes dentro o fuera del país, la primera reacción es un silencio, una incertidumbre, un vacío que denota una perplejidad; luego, una risa o sonrisa, y enseguida, viene la sorna, la chercha, las elucubraciones: “La dominicanidad… ¿con qué se come eso?”; “la dominicanidad es un buen plato de sancocho de siete carnes con una tajada de aguacate”; “la dominicanidad es una categoría creada e impuesta por las clases dominantes para constituir a un grupo de sujetos”; “la dominicanidad se siente, no se piensa”; y así por el estilo.
Pienso en la dominicanidad y me veo caminando por una calle céntrica de Belgrado, donde en una acera cualquiera, un par de bailarines checos, pegados vientre con vientre, mueven las caderas al ritmo de una bachata de Romeo Santos, mejor de lo que jamás podré hacerlo yo. Me veo en Beijing, sin mapa ni la menor idea de dónde me encuentro, perdida por horas entre la multitud, y ya en el colmo de la desesperación alzo la mirada al cielo plomizo y constipado de nubes y smog e imploro a la Virgen de la Altagracia que me ayude a encontrar el sitio adonde voy; pienso en la dominicanidad y me veo caminando por Washington Heights como cualquier turista, y de repente me sale al paso una barbería, que por supuesto lleva por nombre “La Dominicana”, donde un afroamericano que no habla español ni nunca ha visitado la República Dominicana, envuelto en nuestra bandera, es recortado por un barbero oriundo del Cibao.
Pienso en la dominicanidad y pienso en la infancia (tal vez esa sea una de mis “dominicanidades” favoritas, la de los recuerdos de infancia); y se me atraviesa el recuerdo del tío que en los años 70 llegaba desde el Bronx a Santo Domingo cada diciembre, trayendo consigo la ilusión de que algún día podría regresar a su campo natal y comprarse una casita donde criaría gallinas y se olvidaría del julepe, la bulla, los trenes y los rascacielos, algo que más de 30 años después, a mediados del nuevo milenio, cuando por fin pudo ser, ya era demasiado tarde, el país era otro.
Quizá la dominicanidad sea solo eso, una vieja memoria que no cesa de expandirse, perderse y reencontrarse.
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Aurora Arias, poeta, narradora y ensayista. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas incluyendo el poemario Emoticons.