Hay un cuadro de infancia de Kafka y rara vez “la pobre corta infancia” exhibirá una imagen más conmovedora. Tiene su origen en uno de esos talleres del siglo XIX que, con sus colgaduras, cortinajes y palmeras, sus gobelinos y caballetes, hacen pensar en algo intermedio entre una sala real y una cámara de torturas. Con su estrecho y a la vez humillante traje infantil cubierto de artículos de pasamanería, se sitúa el chico de unos seis años en medio de una especie de paisaje constituido por un jardín invernal. Palmas absortas se insinúan en el fondo. Como si fuera posible, para hacer aún más tórridos y pegajosos a esos trópicos almohadonados, volcado hacia su izquierda, el modelo porta un desmesurado sombrero a la usanza española. Ojos inconmensurablemente tristes dominan el paisaje predeterminado, y a la escucha, la concha de una gran oreja.

El íntimo “deseo de convertirse en un indio”, pudo haber traspasado esa gran pena: “si fuese un indio, siempre alerta sobre el corcel galopante, suspendido de lado y estremecido por la cercana tierra trepidante, largadas las espuelas porque ya no había espuelas, abandonadas las riendas que tampoco existían; la tierra ante sí vista como una pradera segada y ya no hay ni cuello ni cabeza de caballo.” Este deseo contiene muchas cosas. Su satisfacción pone precio a su secreto y se encuentra en América. El nombre del héroe nos indica ya la singular particularidad de “América”. Mientras que en las otras novelas el autor sólo se refería a una apenas murmurada inicial, aquí el autor experimenta su renacimiento en la nueva tierra con un nombre completo. Y lo experimenta en el teatro natural de Oklahoma. “En una esquina callejera, Karl vio un afiche con la siguiente leyenda: ¡Hoy, en la pista de carreras de Clayton se admite personal para el teatro de Oklahoma, de las seis de la mañana hasta medianoche! ¡El gran teatro de Oklahoma os llama! ¡Sólo hoy! ¡Única ocasión! ¡El que deje pasar esta oportunidad la pierde para siempre! ¡El que piensa en su futuro merece estar con nosotros! ¡Todos serán bienvenidos! ¡El que quiera ser un artista que se presente! ¡Somos el teatro que a todos necesita! ¡Cada uno en su lugar! ¡Felicitamos ya a aquellos que se hayan decidido por nosotros! ¡Pero daos prisa para ser admitidos antes de medianoche! ¡A las doce todo se cierra y ya nada se reabrirá! ¡Maldito el que no nos crea! ¡Vamos! ¡A Clayton!” El lector de este anuncio es Karl Rossman, la tercera y más afortunada encarnación de K., el héroe de las novelas de Kafka. La felicidad le espera en el teatro natural de Oklahoma, una verdadera pista de carreras, como el estrecho tapiz de su habitación en que la “desventura” otrora se abatiera sobre su persona y sobre el cual a ella se abandonara como en “una pista de carreras”. Esta imagen es familiar para Kafka desde la escritura de sus observaciones “sobre la reflexión de los jinetes caballeros”, desde que hizo que “el nuevo abogado” escalara los peldaños del tribunal “con altas zancadas y sonoro paso sobre el mármol”, y que lanzara a sus “niños en la carretera” al campo con grandes brincos y brazos en cruz. Por lo tanto también a Karl Rossman puede ocurrirle que “distraído en su sopor” se dedique a efectuar “grandes saltos, consumidores de tiempo e inútiles”. Por ello, sólo podrá alcanzar la meta de sus deseos sobre una pista de carreras.

Esta pista es a la vez un teatro, lo que plantea un enigma. Pero el enigmático lugar y la figura totalmente libre de enigmas, transparente y nítida de Karl Rossman están unidos. Karl Rossman es transparente, nítido y prácticamente sin carácter sólo en el sentido en que Franz Rosenzweig habla de la interioridad del hombre en China como siendo “prácticamente sin carácter” en su “Estrella de la Redención”. “El concepto del sabio, clásicamente… encarnado por Confucio, se deshace de toda particularidad de carácter; es el hombre verdaderamente sin carácter, lo que viene a ser el hombre medio… Cuando el chino resalta la pureza del sentimiento se trata de algo completamente diferente del carácter.” Sea cual fuere la forma de comunicarlo conceptualmente –quizá esta pureza del sentimiento es un finísimo platillo de balanza del comportamiento compuesto por gestos y ademanes– el teatro natural de Oklahoma evoca al teatro chino, que es un teatro de gestos. Una de las funciones significativas de este teatro de la naturaleza es la resolución de ocurrencias en gestos. Se puede efectivamente continuar y decir que toda una serie de pequeños estudios y cuentos de Kafka cobran luz plena al concebirlos asimismo como actos del teatro natural de Oklahoma. Sólo entonces se reconocerá con toda seguridad que la totalidad de la obra de Kafka instituye un código de gestos sin que éstos tengan de antemano para el autor un significado simbólico determinado. Más bien cobran significados diversos según variados contextos y ordenamientos experimentales. El teatro es el lugar dado para tales ordenamientos experimentales. En un comentario inédito a “El fratricidio”, Werner Kraft reconoció con mucha agudeza la cualidad escénica de la acción de este relato. “La pieza puede comenzar, y es efectivamente anunciada por un toque de timbre. El toque ocurre con la mayor naturalidad al coincidir con Weise que deja a continuación su casa en la que tiene su oficina. Pero este timbrazo, y así se especifica expresamente, es ‘demasiado fuerte como para corresponder a un timbre de puerta’. Resuena el campanazo ‘en toda la ciudad y se eleva al cielo’”. Así como el toque de campana que se eleva al cielo es demasiado sonoro como para ser un mero timbre de entrada, también los gestos de las figuras kafkianas son demasiado contundentes para el entorno habitual, por lo que irrumpen en una dimensión más espaciosa. Cuanto más se incrementa la maestría de Kafka, tanto más renuncia a adaptar estos ademanes a situaciones habituales, a explicarlos. En la Metamorfosis leemos que “sentarse al pupitre y desde lo alto hablar con el empleado que debe arrimarse a su lado por la sordera del jefe, también es una actitud extraña”. El Proceso superaba ya ampliamente tales consideraciones. En el penúltimo capítulo, K. se detiene “en los bancos delanteros, pero para el religioso esa distancia era aún excesiva; alargó el brazo para indicar con el índice marcadamente doblado hacia abajo, un sitio inmediatamente adyacente al púlpito. K. volvió a moverse. Desde ese lugar tenía que inclinarse profundamente hacia atrás para poder aún atisbar al religioso”.

Cuando Max Brod dice: “inabarcable era el mundo de los hechos a los que él atribuía importancia”, el gesto era para Kafka sin duda lo más inabarcable. Cada uno de ellos significaba de por sí un telón, o más aún, un drama. El teatro del mundo es el escenario sobre el que se interpreta ese drama y cuyo telón de foro está representado por el cielo. Pero normalmente este cielo no es más que fondo. Para examinarlo en su propia ley habría que colgar el fondo pintado de la escena, encuadrado, en una galería. Al igual que El Greco, Kafka desgarra el cielo que está detrás de cada ademán, pero también como para El Greco que fue el santo patrón de los expresionistas, lo más decisivo, el foco de la acción, sigue siendo el ademán. Inclinados de espanto andan los que oyeron el aldabonazo en la puerta de la corte. Así representaría un actor chino el espanto pero nadie se asustaría. En otra parte, el mismo K. hace teatro. Casi sin saberlo, cogió “lentamente… sin mirar, uno de los papeles del despacho… haciendo girar cuidadosamente los ojos hacia arriba, lo colocó sobre la mano extendida, lo elevó poco a poco mientras él mismo se incorporaba para subir a encontrarse con los señores. Mientras actuaba de esta forma no pensaba en nada determinado. Estaba dominado por el sentimiento de que debía comportarse así, si quería completar la gran petición suplicatoria que lo absolvería definitivamente.” La combinación de extremo, enigma y llaneza relacionan este gesto con lo animal. Podemos leer un largo fragmento de alguna de las historias de animales de Kafka, sin apercibirnos para nada de que no se trata de seres humanos. Y al llegar al nombre de la criatura –un mono, perro o topo– apartamos espantados la mirada y nos damos cuenta de lo alejados que ya estamos del continente humano. Kafka siempre lo está; retira los soportes tradicionales del ademán para quedarse con un objeto de reflexión interminable.

Curiosamente, la reflexión es igualmente interminable cuando procede de las historias conceptuales de Kafka. Basta pensar en la parábola “De la Ley”. El lector que se encuentra con ella en “El médico rural”, se habrá probablemente percatado del carácter nebuloso que reside en su interioridad. ¿Hubiera provocado Kafka esa interminable serie de consideraciones surgidas de la alegoría, también al emprender su interpretación? En El Proceso esto ocurre a través del religioso, y en un lugar tan notable que podría suponerse que la totalidad de la novela no es más que el despliegue de la parábola. Pero la palabra “desplegar” tiene un doble sentido. El capullo se despliega en flor, así como el barco de papel, cuyo armado enseñamos a los niños, se despliega hasta volver a ser una hoja lisa. Este segundo sentido de “despliegue” es apto para las parábolas, consideradas desde el punto de vista de la satisfacción del lector que las alisa para que puedan posarse sobre la mano desplegada. Pero las parábolas de Kafka se despliegan de acuerdo al primer sentido: como el capullo se transforma en flor. Por ello el resultado se asemeja a la creación poética. Sin embargo, sus piezas no encajan plenamente en las formas occidentales de la prosa, ocupando en términos de doctrina un lugar similar al de la Hagadá respecto a la Halajá. No son alegorías, pero tampoco textos independientes, autocontenidos. Están concebidos para ser citados, para ser contados a modo de aclaración. ¿Pero poseemos acaso esa doctrina, o mejor dicho, esa enseñanza que acompaña a las alegorías de Kafka y que se ilustra en los gestos de K. y en los ademanes de sus animales? No la tenemos. A lo sumo podemos decir que esto o aquello la insinúan. Quizá para Kafka lo que se conserva son sus reliquias. Nosotros podríamos decir que sus figuras son sus precursoras. Sea como fuere, se trata de la organización de la vida y del trabajo en la comunidad humana. Esta cuestión lo ocupó en creciente medida, mientras se le iba haciendo a la vez menos inteligible. En ocasión de la célebre conversación de Erfurt entre Napoleón y Goethe, aquél sustituyó el hado por la política. Cambiando de palabra, Kafka hubiera podido definir la organización como destino. Eso se lo planteó no sólo en relación a las hinchadas jerarquías de funcionarios de El Proceso y de El Castillo, sino de forma más palpable en las complicadas e inabarcables empresas de construcción, cuyo digno modelo trató en La construcción de la Muralla China.

“Esta muralla fue concebida como protección para siglos; por lo que el trabajo ineludiblemente requirió la más cuidadosa construcción, la utilización de sabiduría arquitectónica de todos los pueblos y tiempos conocidos y un permanente sentido de la responsabilidad de cada constructor. Para los trabajos menores se podía contratar inexperimentados jornaleros del pueblo; hombres, mujeres y niños que se ofrecen a cambio de una buena paga. Sin embargo, para dirigir a cuatro jornaleros era ya necesario contar con hombres instruidos en las técnicas de la construcción… Nosotros –y hablo en nombre de muchos– llegamos a tener conciencia de nuestra propia valía al descifrar trabajosamente las consignas de la dirección máxima, y entonces descubrimos que de nada hubiera servido nuestra instrucción profesional y nuestro entendimiento para cumplir con el pequeño puesto que ocupábamos en el gran todo, sin esa dirección.” Dicha organización se asemeja, al hado. Metschnikoff, que delinea un esquema de tal organización en su famoso libro La civilización y sus grandes ríos históricos, lo hace empleando unos giros que podrían coincidir con Kafka. Escribe que “los canales del Yangste-Kiang y las represas del Hoang-Ho son a todas luces resultado de un trabajo colectivo ingeniosamente organizado… de generaciones… La menor inatención en el cavado de una fosa o en el soporte de una presa, el más ínfimo descuido o reflejo egoísta por parte de un individuo o grupo de personas en la conservación del tesoro acuático comunitario, se convierte, dadas las extraordinarias condiciones, en fuente de males y tragedias sociales de vastas y lejanas consecuencias. La amenaza mortal que planea sobre los que se sustentan de los ríos exige, por lo tanto, una solidaridad estrecha y duradera incluso entre aquellas masas de pobladores que habitualmente son extrañas e inclusive enemigas entre sí; condena al hombre ordinario a trabajos cuya utilidad común sólo se manifiesta al cabo de un tiempo, en tanto el plan le resulta a menudo totalmente incomprensible.”

Kafka quería contarse entre los hombres ordinarios. A cada paso, las fronteras de la comprensión irrumpían ante él. Y no dudaba en imponerlas a los demás. En ocasiones parece estar próximo a pronunciar, junto al Gran Inquisidor de Dostoyevski: “Por lo tanto, estamos enfrentados a un misterio que no podemos aprehender. Por ser un enigma tendríamos el derecho de predicar y enseñar a los hombres que aquello a lo cual deben someterse no es ni la libertad, ni el amor, sino el secreto y el misterio sin reflexión y aun en contra de la propia conciencia.” Kafka no eludió siempre las tentaciones del misticismo. Tenemos una entrada de su diario relativa a su encuentro con Rudolf Steiner que, por lo menos en la forma en que fue publicada, no incluye la posición de Kafka. ¿Se abstuvo de hacerlo, acaso? Dada su actitud respecto a sus propios textos, eso no parecería imposible. Kafka disponía de una extraordinaria capacidad para proveerse de alegorías. Sin embargo, no se afana jamás con lo interpretable, por el contrario, tomó todas las precauciones imaginables en contra de la clarificación de sus textos. Hay que ir avanzando a tientas en su interior con circunspección, cautela y desconfianza. Es preciso tener muy en cuenta la propia forma de leer de Kafka, tal como trasluce de la explicación de la ya mencionada parábola. Y, por supuesto, debemos recordar su testamento. La prescripción por la cual se ordenaba la destrucción de su legado resulta, en vista de las circunstancias inmediatas, tan injustificable y, a la vez, tan digna de cuidadosa ponderación, como lo son las respuestas del guardián de las puertas de la Ley. Kafka, cada día de su vida enfrentado a formas de comportamiento indescifrables y a confusos comunicados y notificaciones, tal vez quiso, al morir, retribuir a su entorno con la misma moneda.

El mundo de Kafka es un teatro del mundo. El ser humano se encuentra de salida en él sobre la escena. Y así lo confirma la prueba de admisión en el ejemplo: para todos hay lugar en el teatro natural de Oklahoma. Los criterios según los cuales se realiza la admisión son inaccesibles. La vocación histriónica que debería primar, parece no jugar papel alguno. Esto podría expresarse de otra manera: a los aspirantes no se les exige ninguna otra cosa más que de actuarse. Que en última instancia puedan ser efectivamente lo que declaran, es algo que escapa a la dimensión de lo posible. Por medio de sus roles, las personas buscan un asilo en el teatro natural que se asemeja a la búsqueda de autor de los seis personajes pirandellianos. En ambos casos este sitio es el último refugio; lo que no quita que pueda ser el de la redención. La redención no es un premio a la existencia sino el último recurso de un ser humano para el que, en las palabras de Kafka, “la propia frente … hace que el camino” se le extravíe. Y la ley de este teatro está en la recóndita frase contenida en El informe para una Academia: “… imitaba porque buscaba una salida, no existía otra razón”. En vísperas del fin de su proceso, en K. parece iluminarse una noción de estas cosas. Repentinamente se vuelve hacia los dos hombres con sombrero de chistera que lo vienen a recoger y les pregunta: “¿En qué teatro actuáis? ‘¿Teatro?’, pregunta uno de ellos al otro con un rictus espasmódico de la boca, como requiriendo consejo. El otro adopta una actitud parecida a la de un mudo en lucha con un organismo monstruoso.” No contestaron a la pregunta, no obstante, todo indica que ésta llegó a afectarles.

Todos los que de ahora en adelante pertenecen al teatro natural son agasajados; para ello se ha dispuesto un largo banco cubierto por un paño blanco. “Todos estaban contentos y excitados”. Los extras traen ángeles para el festejo. Cubiertos de ondeantes atavíos, están posados sobre altos pedestales con una escalera en su interior. Son aprestos de una verbena rural, o quizá una fiesta infantil en la que el chico del que habláramos al comienzo, acicalado y ahogado por moños y cordones, hubiera perdido su mirada triste. Incluso los ángeles podrían ser verdaderos de no tener unas alas atadas al cuerpo. Tienen precursores en la misma obra de Kafka. Uno de ellos es el empresario que se arrima a la red de salvataje en la que ha caído el trapecista en su “primer desgracia”, para acariciarlo, acercando su cara tanto a la de él, “que las lágrimas del artista llegan a empapar su propio rostro”. Otro, un ángel guardián o guardaespaldas se le aparece en El fractricidio al asesino Schmar, y éste, “la boca apretada contra el hombro del guardián” se deja conducir, ligero, por él. En las ceremonias rurales de Oklahoma resuena la última novela de Kafka. Soma Morgenstem afirmó que “como sucede con todos los grandes fundadores de religiones, un aire pueblerino domina la atmósfera kafkiana.” Este punto puede evocar especialmente la religiosidad de un Lao-Tsé, al dedicarle Kafka en “el próximo pueblo” la más completa descripción: “los países vecinos estarían a una distancia visible,/ Se oirían los llamados contrastados de gallos y perros:/ Aun así, las gentes deberían alcanzar la muerte a la edad más alta,/ Sin haberlos hecho viajar de un lado a otro.” Igual que Lao-Tsé, Kafka también fue un parabolista, pero no fue un fundador de religiones.

Consideremos el pueblo plantado al pie del Monte del Castillo desde el cual se nos informa tan extraña e imprevisiblemente sobre la presunta contratación de K. en calidad de agrimensor. En el epílogo a esta novela, Brod sugirió que Kafka tenía en mente una población precisa, Zürau en las montañas del Erz, al referirse al pueblo en las laderas del Monte del Castillo. Sin embargo, en él puede reconocerse aún otro. Se trata de ese pueblo de la leyenda talmúdica, traído a colación por un rabino como respuesta a la pregunta de por qué el judío organiza una cena festiva el viernes de noche, es decir, una vez entrado el Shabat. La leyenda cuenta de una princesa que en el destierro, lejos de sus compatriotas, languidece en un pueblo cuyo idioma no comprende. Un día le llega una carta; su prometido no la ha olvidado, la ha ubicado y ya está en camino para venir a buscarla. El prometido es el Mesías, dice el rabino, la princesa es el alma, y el pueblo en que está desterrada es el cuerpo. Y para expresar su alegría al cuerpo, del que no conoce la lengua, no tiene más recurso que organizar una comida. Este pueblo talmúdico nos transporta al centro del mundo kafkiano. Tal como K. habita en el pueblo del Monte del Castillo, habita hoy el hombre contemporáneo en su propio cuerpo; se le escurre y le es hostil. Puede llegar a ocurrir que al despertarse una mañana se haya metamorfoseado en un bicho. Lo ajeno, la propia otredad, se ha convertido en amo. El aire de este pueblo sopla en la obra de Kafka y por ello evitó la tentación de convertirse en fundador de una religión. A este pueblo pertenece también la pocilga de donde provienen los caballos para el médico rural, el sofocante cuarto trasero en donde Klamm, un puro en la boca, está sentado frente a una jarra de cerveza, y asimismo la puerta de palacio, que, al golpearla, trae aparejada la ruina. El aire de este pueblo no está limpio de todo aquello que no terminó de cuajar, o bien está descomponiéndose, y mezclados se echan a perder. Este es el aire que Kafka debió respirar en su día. El no produjo “Mantas” ni fundó religiones. ¿Cómo pudo soportarlo?

(1934, traducción de Roberto Blatt; Taurus Ed., Madrid 1991)

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Walter Benjamin, filósofo, crítico literario, traductor y ensayista alemán de origen judío. Nació en Berlín en 1892 y falleció en 1940. Como crítico literario produjo ensayos sobre Goethe, Franz Kafka, Karl Kraus, la teoría de la traducción, las historias de Nikolái Leskov, la obra de Marcel Proust y la poesía de Charles Baudelaire.