En voz alta sobre Santo Domingo
¿Qué hacer cuando una ciudad muere lentamente como mueren las hojas de los calendarios que ya dejaron de ser útiles? ¿Qué hacer cuando se esfuman las imágenes de lugares que ya no están, cuando se ponen grises y los envuelve ese barniz de decadencia? ¿Qué hacer desde la plataforma o desde el campo de batalla, desde la opinión, la transferencia de ideas, la indiferencia o la participación?
La amplitud territorial en el tejido urbano de Santo Domingo ha establecido una dinámica de novedades y abandonos que preocupan a los administradores de la ciudad; mientras surgen nuevos centros económicos en distintas áreas (en la centralidad y en la periferia), con oportunidad de intercambio comercial directo en un radio relativamente corto, allí donde se concentran los servicios de ocio, de abastecimiento e institucional, también abundan zonas que se observan deprimidas con un acelerado deterioro que impide detenerlo a corto plazo.
Entornos que hasta hace unos años lucían activos y en pleno apogeo hoy se muestran desactivados, cuya valoración en el mercado de los bienes raíces se acerca a lo mínimo, rozando, incluso, a la depauperación. Y no estamos hablando de los enclaves marginales tradicionales donde la pobreza se asentó para participar de la dinámica urbana. Hablamos de algunos sectores de la ciudad formal que hoy muestran ya visibles señales de agotamiento y desvalorización, con bajas inversiones y un uso de suelo indefinido.
Como se señala ampliamente que la ciudad es un “ente vivo”, que se transforma en el tiempo, se puede entender que esas transformaciones deberían dirigirse hacia la construcción de una nueva idea de ciudad. Ente vivo, se dice, para adaptarla a los nuevos usuarios y a las nuevas inquietudes. Como esa afirmación resulta idónea desde un análisis superficial, es importante reconocer que lo vivo está vivo cuando está sano, y que estar sano no es un privilegio sino una ley de supervivencia frente al deterioro acumulado en horas, en días o en años. Sin embargo, aceptar ese criterio sin incluir en el análisis otros indicadores que determinen las acciones a tomar para rescatar la ciudad conlleva a justificar pérdidas de los ambientes tradicionales y sus valores patrimoniales.
La sanidad es una condición que está acompañada de la observación y el control, de la intervención diaria y de la acción. Aplicado este concepto al llamado “ente vivo” que es la ciudad, lo que vemos con frecuencia y que alarma a los inversionistas, urbanistas, académicos, políticos y a la comunidad en particular, es la acumulación de inacciones para preservar la salubridad de un entorno en particular.
Los ciudadanos están acostumbrados a comentar la pérdida de calidad de ciertos lugares en que se manifiesta la herrumbre física y ambiental y son testigos de episodios tristes de la historia urbana del presente. Esta manera colectiva de actuar debería transformarse en observatorios previos. Sería interesante que la academia, los foros profesionales y las administraciones del territorio urbano dediquen tiempo (tiempo concentrado) a una visión prospectiva de la ciudad, no solo con planificaciones y estrategias de grandes alcances que requieren largos plazos, recursos y decisiones macro-políticas, sino –y además- como detectores de señales de deterioro que tendrán inevitablemente un resultado desastroso para nuestros entornos significativos. Tal como hacemos los seres humanos que con cierta periodicidad acudimos al médico cuando estamos “sanos” para “revisar” nuestros valores y ver “cómo anda todo”, de igual forma ese ente vivo que es la ciudad exige que los responsables de su salubridad den un paso adelante para evitar masivos deterioros en su sistema vital.
Santo Domingo muestra deterioros progresivos en diferentes aspectos que van desde el abandono de lugares cargados de significados hasta conductas de usuarios que modifican el equilibrio ambiental de los asentamientos. Dos casos sirven de ejemplo: el primero es la constante agresión que sufren zonas de la ciudad que mantienen una definición en su uso de suelo y en las características socioeconómicas de sus residentes y usuarios permanentes, las cuales han sido invadidas por uso indebido del espacio público con la instalación de negocios informales e insalubres. La ubicación de una cocina al aire libre, de ventas de comestibles y frutas, de reparaciones de vehículos y otros usos ajenos al sector, es una muestra del inicio de una nueva etapa de desvalorización ambiental que culminará, entre otras cosas, con una depreciación económica de todo el sector.
El otro ejemplo puede resultar positivo, en principio: se trata de las intervenciones para rescatar lugares de la ciudad que presentan un profundo deterioro físico y ambiental. Sin embargo, ¿cómo es posible que estos lugares significativos hayan acumulado tanto descuido y deterioro a lo largo de los años y ni los ciudadanos ni los administradores de la ciudad iniciaran acciones preventivas para evitar una destrucción tan marcada? ¿cuánto dinero hay que invertir para volver a darle un aspecto digno a estos lugares cuando, de haberse contado con mantenimiento constante la ciudad no hubiera perdido su uso y no habría que hacer esfuerzos extraordinarios para su rescate? Estos dos ejemplos pueden explicar que un observatorio urbano debe identificar cambios negativos muy puntuales que terminarán a mediano y largo plazo con desvalorizaciones del territorio, disminución de la calidad de vida y efectos negativos en seguridad y en la imagen urbana.
Espacio público e integración social
Uno de los objetivos en el territorio urbano es su democratización, es decir, el uso colectivo y continuo de todos sus espacios y por todos sus ciudadanos. Pero establecer espacios públicos no puede surgir de la idea de diseñarlos sino de identificar las necesidades de cada sector para proponer, en consecuencia, un espacio para la interacción social. Es decir, un espacio público será utilizado en toda su capacidad si establece en su conceptualización los elementos congregantes de la comunidad.
No se trata, en lo absoluto, de hablar de espacio público y no ser público, de no participar de la hibridación social y de no entender la convivencia más allá de los límites de la ciudad-privada, aquella que confundimos cuando disponemos de espacios colectivos limitados a solo los que puedan pagar por su acceso o que posean determinados patrones sociales.
Entender el espacio público desde una visión de ocio y esparcimiento es como hablar de alimentación y no de nutrición, colocarse en la radicalización del uso-explotación del lugar y no en el significante que encierra su propia existencia. Para entender lo que se acaba de expresar, los espacios públicos no son áreas de sobra ni vacíos para provocar actividades, sino que son, en esencia, la manifestación en el territorio de un ejercicio democrático en que la individualidad se expresa y construye la colectividad. Son lugares en los cuales el yo colectivo se manifiesta en la unificación de voluntades similares y exige derechos que caminan, con fuerza, hacia la consolidación de una identidad. Va más allá de una plaza o un bulevar. Incluye, entre otras cosas, las aceras, la relación lote privado con lo público, la vocación de interacción que deben generar los edificios para ampliar el espacio psicológico público, el diseño de espacios comunes que garanticen mayor seguridad a los usuarios, la homogeneización de elementos simbólicos e identitarios de toda la urbe o del sector, entre otros aspectos.
En la breve y acelerada historia de la democracia dominicana aún falta el establecimiento del derecho a la individualidad más allá del ideal insustancial del ser dominicano. Incluso, en las treinta y nueve modificaciones que ha tenido la Constitución de la República Dominicana hasta el presente, aún persiste la idea de la nación por encima del concepto del dominicano visto desde su propia individualidad. Una individualidad donde las leyes tenderían a promover y defender a la unidad que representa el dominicano y no como se ha definido hasta ahora: un territorio donde está incluida la totalidad de los nacidos dentro de sus límites al cual el individuo tiene el derecho a formar parte. Es decir, que un individuo dominicano no es la República Dominicana encarnada en él y, por tanto, todo el sistema estaría dirigido a garantizarle su integridad y bienestar sino todo lo contrario, que existe una nación llamada República Dominicana en el que sus nacionales la conforman y forman parte de sus estructuras pre-establecidas. De ahí emana la raíz de la distorsión de derecho individual y democratización del espacio público.
Visto esto, la ciudad manifiesta esa desigualdad en sus estructuras urbanas, donde existen los elementos físicos que pueden interpretarse como de dominio público pero en la realidad son ambientes en donde la separación social se pone de manifiesto, donde lo público es sinónimo de deterioro, de indiferencia, de inexistencia para dar paso a lugares que actúan como reflejo de lo público cuando en realidad son territorios privados o privativos. Y llega la pregunta ¿ha sido así siempre? Y la respuesta es, que en el fondo sí lo ha sido, pero en la medida en que el tiempo avanza las inequidades y separaciones se amplían generando una ciudad menos democrática y participativa. Resulta paradójico que mientras en nuestro discurso hablamos de democracia en nuestra convivencia se manifiesta una distancia enorme que se refleja en el territorio urbano. Por eso, muchos esfuerzos de rescate de espacios públicos se abandonan carece de significados democratizadores. Incluso, el concepto de “pueblo” para el uso de los espacios públicos puede entenderse peyorativamente.
Hay que tener cuidado con importar la visión de espacio público que se genera en centros de pensamiento donde ya el derecho a la individualidad y la hibridación social se ha logrado mediante una larga lucha de sus sociedades. Es imprescindible hacer el ejercicio local desde adentro hacia fuera, con una carga de informaciones y conocimientos que deben ser interpretadas para la búsqueda de soluciones. En ese sentido, las complejidades que encierra un espacio público y su entorno requieren de la participación de otras especialidades que contribuyan a que los arquitectos y urbanistas actúen con pasos más firmes. La estética o la función, por sí mismas, son insuficientes. Los modelos exitosos en otras latitudes son motivadores y necesarios; pero lo son, precisamente, porque se generaron desde una visión integradora que accionó desde sus propias particularidades.
Una acción para rescatar y revitalizar un espacio público debe contener la síntesis de una identidad colectiva que genere el sentido de pertenencia y la vocación para su conservación. Este espacio público reinterpretado debe provocar baja entropía, es decir, que su preservación demande los menores esfuerzos posibles para garantizar su longevidad. ¿Cuántas veces no hemos sido testigos de intervenciones realizadas en espacios públicos que al cabo de poco tiempo se deterioran de forma extraordinaria? Esto solo se evitaría cuando se fusionen tres elementos fundamentales en el espacio público: el sentido de uso, el sentido de identidad y el sentido de integración social. Lo demás se limita a gozo estético y perecedero.
José Enrique Delmonte es arquitecto y poeta.
Herminio Alberti León, fotógrafo artístico merecedor de reconocimientos nacionales e internacionales.
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Referencias
Ramírez Kuri, P.(Coord.) (2003), Espacio público y reconstrucción de ciudadanía. FLACSO, México
Cevedio, M. (2003), Arquitectura y género. Espacio público/ Espacio privado. Icaria Editorial, Barcelona
Bolos, S. (Coord.) (2003), Participación y espacio público. Universidad Ciudad de México, México
Borja, J. (2003), El espacio público: ciudad y ciudadanía. Electa España, Barcelona
Sassen, S. (2018), Cities in a World Economy. 5th Edition. University of Columbia, New York