Acaso ningún otro pintor dominicano conoció mejor los halagos de sus contemporáneos y la veneración de la más inmediata posteridad que Iván Tovar (1942-2020). Tovar, en efecto, tuvo el don maravilloso de estimular la fábula, aun sin proponérselo. Fino espíritu, regia y discreta presencia, generoso carácter y talentoso discurrir, serían sus virtudes más sobresalientes. Como artista poseyó, sin lugar a dudas, una prodigiosa imaginación, una admirable capacidad de trabajo y una disciplina interior tan vigorosa como estricta.
La pintura de Tovar no es una obra llamada a cautivar ni por las seducciones epidérmicas de sus tintas, ni por la belleza de sus imágenes más bien recias. La suya es una pintura que se impone por la excelencia de su factura, por su incontestable calidad plástica y por su reciedumbre. Y una obra que, aparte del aval que certifica su trayectoria nacional e internacionalmente durante casi medio siglo, expresa también a su manera, una reflexión en torno al acto erótico.
En la experiencia visual de Iván Tovar lo erótico es la proximidad absoluta del objeto visto, el hundimiento de la mirada en el cuerpo deseado y huidizo: hipervisión en primer plano, dimensión sin retroceso, voluptuosidad total de la mirada con lo que se ve.
La visión fisiológica y la función normal del ojo carecen de importancia; lo decisivo es la mirada dirigida hacia el interior y, por lo tanto, la imaginación. En este sentido, el ojo puede personificarse y comportarse como un fenómeno de pesadilla. En Tovar el acto de ver está sometido a nuevas condiciones y, en consecuencia, la producción del artista surrealista obedece a la voz interior, a la visión, a la alucinación, al sueño.
Nosotros, especialmente los occidentales, devoramos la cara como los sexos, en su desnudez psicológica, en su afectación de verdad y deseo. Desprovistas de máscaras, de signos, de ceremonial, resplandecen en efecto con la sensualidad de su demanda. Y nosotros nos sometemos a la solicitación de esta verdad inencontrable, perdemos todas nuestras energías en el desciframiento en vacío.
El rostro despojado de sus apariencias no es más que un sexo, el cuerpo ortopédicamente despojado de sus apariencias está desnudo (aunque la desnudez pueda revestir el cuerpo y protegerlo de la obscenidad). Basta ver las obras “Justine I” y “Justine II”, entre otras.
En las obras visuales de Tovar es imposible despojar totalmente un cuerpo o un rostro de sus apariencias para entregarlo a la pura concupiscencia de la mirada, despojarlo de su aura para entregarlo a la pura concupiscencia del deseo, despojarlo de su simbolismo oculto para entregarlo a un desciframiento de lo erótico, de lo voluptuoso, de lo turbiamente sensual. Tal vez, por otra parte, esto nos atraiga de antemano: un universo perfectamente extático y voluptuoso de objetos puros, transparentes entre sí, y que se estrellarán entre sí como núcleos imantados de colores azules, ocres y blancos.
Tovar juguetea con las alteridades, sorprende, choca, desconcierta. Sutil y sigiloso, toma como objetivos las emociones y sensaciones intuidas y camufladas. Pero sobre todo juega con los sueños, los deseos, los anhelos; con los comportamientos que habitualmente transcurren insospechados, de los que nunca o casi nunca somos conscientes y que precisamente por ello ejercen gran influencia sobre nuestro comportamiento. Lo demoníacamente onírico en Tovar supone para el inconsciente algo similar a lo que constituye el arte establecido y “normal” para el comportamiento consciente, la comprensión y la adaptación a la realidad.
Para este artista el hecho visual es una actividad mental y una habilidad psíquica, así como una característica y un efecto al mismo tiempo. La fantasía se mueve al margen de las actividades mentales corrientes, como puede ser la percepción consciente, el pensamiento “convergente” y lógico, la deducción a partir de sistemas preestablecidos y ordenados o el comportamiento racional. De ahí que uno de los rasgos distintivos de esta obra sea la percepción múltiple, las interpretaciones oníricas y el pensamiento “divergente”.
Se podría decir que la obra de Tovar se caracteriza por situarse entre dos polos, el del surrealismo y el de la abstracción. Sus primeros dibujos reflejan una simplicidad y un rigor que colocan en el centro el tratamiento de la forma, en tanto que los títulos de sus trabajos, de carácter caprichoso y poético, continúan la tradición del abstraccionismo y del surrealismo. Asimismo, su manera de trabajar, no convencional, con amplios espacios para el azar y la intuición, y sus procesos creativos, constantemente renovados y desarrollados a partir de la situación, correspondían en buena medida a las concepciones surrealistas vinculadas al erotismo, al deseo y a la muerte.
Iván Tovar es el artista dominicano que más sostenidamente ha aludido al erotismo, sobrepasando incluso a Suro. José Pierre habla de su andar inspirado en la sensualidad erótica, pero vuelta en cierto modo conquistadora e invadiendo el mundo de las garras, de los tentáculos y de las rocas de su lubricidad. En este sentido se habla del “mecanismo erótico” de este pintor; de “máquinas ídolos” no célibes, demasiado voluptuosas, “máquinas deseantes”, inventadas de acuerdo a Phillipe Audoin; estructuras donde las múltiples asociaciones del inconsciente se dan de manera increíble. Huevo, ala, raíz, venas, objetos espaciales, fundidos en impensables continuidades. Todo es posible en estas máquinas donde el “deseo es el motor impulsor con todas sus connotaciones de sexualidad, vida, muerte”, dice Jeannette Miller.
La poética de Tovar que mejor lo caracteriza es una pintura conceptual que varía modularmente dentro de una autoexigencia rigurosa y muy batalladora. Adentrado en un “abstraccionismo plurimórfico de enraizamiento tropicalista”, según Danilo de los Santos, asume su lenguaje claramente dos posiciones, aparte de una serie de trabajos sueltos que confirman su obra global. Una posición es la de su pintura caracterizada por lo lineal y planimétrico, de la que el cuadro “Antillas”, presentado en la Bienal de París de 1962, es un buen ejemplo. Con dominio bien logrado en cuanto al esquematismo lineal y coloración pura, equilibra los planos de figuras y fondos para dar con suma sencillez una visión del mundo de los trópicos.
Para 1965, según el citado crítico dominicano, la pintura planimétrica de Iván Tovar deriva en la tridimensionalidad, en una penetración espacial que busca el volumen desde la superficie. El lineamiento persiste, a lo largo de todas sus obras, pero se hace volátil y fluido, otorgándole a su poética más reciente un toque mágico de gran revelación. Estas obras con la que asume su segunda posición –dibujos en su gran mayoría– son significativas para la ubicación pictórica que alcanza plenamente en París.
Otro aspecto de sus obras de inspiración surrealista fue el interés mostrado por la metamorfosis del cuerpo femenino, que dio lugar a obras que recordaban las formas blandas, con posibilidades aparentemente limitadas de cambio, desarrolladas por Picasso o Miró a principios de la década de 1930. Un ejemplo característico es el lienzo “El uno en el otro”, de 1976, que recoge las formas sensuales de un torso femenino, que dio lugar a obras visuales que recordaban las formas sensuales de una figura femenina en un tronco con cabeza y con muñones redondeados. Las figuras, que presentan un desarrollo aparentemente análogo al natural, pueden contemplarse como concreciones de orden orgánico y corporal.
Concebidas sin superficies sobre la cual alzarse, las obras de Iván Tovar pueden ser vistas desde diferentes perspectivas, para alcanzar, finalmente, un estado novísimo de percepción visual.
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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017). Su más reciente libro es el poemario Si parece irreal es coincidencia (2024).