A cien años del manifiesto surrealista
Reflexionar y escribir sobre el surrealismo, a cien años de la publicación, en 1924, del primer manifiesto surrealista, fundado por André Breton, no es un ejercicio vano. Al contrario: es un acto de justicia intelectual y de reivindicación viva de un movimiento literario y artístico, que no fue solo estético sino una actitud ante la vida –más allá de ser una mera escuela o corriente literaria y artística, surgida de las entrañas del dadaísmo. Y que encarnó –y captó– el espíritu de su época: representó el malestar de la cultura europea de entreguerras. Es impensable referirse al surrealismo al margen de la figura estelar y tutelar de Breton, pues fue su artífice, promotor, imán, y guardián de su pasión y su lenguaje de expresión. Su búsqueda fue a la vez un hallazgo en la exploración de regiones desconocidas, mágicas y vírgenes del reino del inconsciente. Si bien Sigmund Freud se sumergió en el inconsciente, buscando explicar científicamente, desde una perspectiva psicoanalítica el territorio y el imperio del sueño, Breton lo hace por la vía del arte y la poesía, para abrirles las puertas de la imaginación y la fantasía a poetas, pintores, fotógrafos, dramaturgos, dibujantes y cineastas. Es decir, Breton y los surrealistas bucearon en el mundo del sueño y la ensoñación para buscar y hallar la sustancia, la esencia y la semilla de la creación artística. Al explorar en el ámbito del sueño creador, pretendieron descubrir la magia y la fantasía de ese otro mundo, paralelo y abismal, misterioso y surreal, del inconsciente. El surrealismo fue una revolución, y, como tal, representó un cataclismo en la sensibilidad y un terremoto en la creatividad de los artistas y los poetas, durante los años veinte, treinta y cuarenta, su época de esplendor. Es decir, fue una rebelión similar a la que hizo el romanticismo durante el siglo XIX, desde el punto de vista de la libertad expresiva y creativa, al poner en crisis el mundo de la escritura poética, la sensibilidad y la pintura. El erotismo, el sexo, el amor, la muerte y el sueño adquirieron una aterradora fuerza imaginativa: se convirtieron en el centro de gravedad de sus obras. Breton, como teórico del surrealismo, no fue un filósofo ni un teólogo sino un pensador y un enorme poeta. Asimismo, fue un teórico del arte y la poesía que quiso –o soñó– hacer de ambas una religión sin dios y convertirse en un profeta en vida. Pero su autoritarismo, al pretender fundar un laboratorio de ideas estéticas compartidas por todos y una ideología artística –y erigirse en Sumo Pontífice del grupo–, lo convirtió en un tirano, cuyos adláteres se le rebelaron y casi lo dejaron solo, hasta su muerte, acaecida en 1966, cuando el surrealismo había llegado a su crepúsculo. Su oposición a las religiones y a las creencias, al pecado y la culpa, en el fondo, era una expresión de fe. En esencia, Breton fue un materialista que creía más bien en el espíritu, en lo espiritual, no en lo religioso. Es decir, su actitud fue religiosa, en el sentido espiritual de la palabra. Los surrealistas reivindicaron la inspiración romántica y colocaron el “azar objetivo” por encima del cálculo, y esto fue acaso su craso error, pues, en la creación artística y poética ha de haber siempre un equilibrio entre ambas vertientes o métodos de creación. Se opusieron al cristianismo al ver en esta religión sus intrínsecas contradicciones, con sus rituales y noción del pecado, el perdón y la culpabilidad, como buenos discípulos del protestantismo calvinista.
El surrealismo impuso un método de escritura poética y creación pictórica que consiste en la escritura y el trazo gráfico y pictórico automáticos. Se trata, al decir de Breton, de un “automatismo psíquico” de creación sin la intervención o interferencia de la razón o el pensamiento y sin ninguna atadura moral, ética, religiosa, política o ideológica. En palabras de André Breton, el surrealismo es: “un puro automatismo psíquico por el cual se intenta expresar, verbalmente o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón al margen de toda preocupación estética o moral”. El surrealista, al escribir, dibujar o pintar, hace a la vez la crítica y la autocrítica al mundo social y al yo creador: pone en tela de juicio y en crisis la noción de autor y la idea de originalidad. O, más bien, coloca en entredicho la concepción clásica y tradicional de la creación como acto o conciencia creadora, al fundar una nueva visión de la metáfora visual y poética. Breton creía, como poeta, que la poesía es una sustancia o energía psíquica de tipo mágico, capaz no solo de cambiar el lenguaje sino también de transformar la realidad. Para él, poesía y magia eran intercambiables: veía el lenguaje poético como una fuerza autónoma magnética (o “campos magnéticos”) y como una pasión erótica.
La poesía y el arte se vuelven comunión entre la naturaleza y el hombre, la palabra y el pensamiento, el espacio visual y el tiempo poético. El surrealismo nace en una coyuntura histórica favorable y en medio del caldo de cultivo de las corrientes filosóficas existencialistas y de auge del nihilismo, cuando el hombre europeo quedó perplejo, desolado, pesimista y angustiado tras la Primera Guerra Mundial.
Vemos los poemas del surrealismo matizados de esteticismo y preciosismo, pero también del esplendor y el brillo de la ensoñación y las fantasías oníricas. Al bucear y navegar en el sueño, los surrealistas hallaron lo desconocido a la mirada y a los ojos: encontraron la realidad del inframundo y del submundo, así como del mundo cósmico, onírico y galáctico. Para Breton, la poesía no es invención sino creación de súper realidades suprasensibles a través de la palabra y de la escritura automática, de las metáforas más violentas y originales. El surrealismo debió traducirse del francés como superrealismo, pues querían significar o sugerir que sus creaciones estaban situadas más allá de la realidad sensible, y no por debajo. Los surrealistas buscaban afanosamente revelar y dinamitar la realidad material: develar lo oculto, ocultar lo evidente, despertar las imágenes, desenterrar lo soñado, encender las palabras. Es decir, buscar la otredad y alcanzar el envés de lo real. Para los surrealistas, por consiguiente, la poesía es una experiencia más de inocencia primordial que de experiencia sensorial, como en los niños, los locos y los enamorados, pues encarnan lo maravilloso, lo mágico y lo fantástico. Recrean y resucitan un mundo insólito, en el que se confunden la realidad y el sueño, la fantasía y la razón, la luz y la sombra, la pasión y el intelecto. Se alimentan y se nutren de los signos en movimiento y de las imágenes en rotación perpetua que, a su vez, se despliegan y dispersan en una espiral de significados abiertos. Los sentidos de las cosas se vuelven sinsentidos y estos, a un tiempo, se transforman en aquellos. O sea, en sentidos contradictorios y fluctuantes, y de fuerzas centrífugas y centrípetas.
Para Breton y los surrealistas, entre arte y vida hay un vínculo entrañable, el cual intentaron borrar con la voluntad y el deseo. El surrealismo, en efecto, fue una estética, un método de creación y una teoría del arte y la poesía, pero, al tratar de volverse ideología, fracasó, entró en crisis, ya que se volvió un dogma, lo cual fue su tumba. Los hallazgos, revelaciones y descubrimientos alcanzados por los artistas y poetas surrealistas, al situarse en la misma corriente subterránea y en el mismo torrente sanguíneo de la creación y la imaginación, quedaron y quedarán como “la otra voz” del poeta y el trazo primordial del pintor. A mi juicio, lo logrado por los surrealistas constituye el nervio, el sustrato y la esencia de la poesía y la obra de arte, en la órbita del espacio o la coordenada del tiempo, alcanzando niveles imaginarios que pusieron en vilo, al límite, la creatividad y la invención de poetas y artistas. Asimismo, lograron estremecer y dinamitar, como nunca antes, la potencia creadora del ingenio y el talento creador del hombre.
El surrealismo se sitúa en el principio y el fin, al negar la tradición y preservar su esencia primordial: niega y afirma, cierra y abre un compás; disuelve la representación artística y funda el juego creativo, lo lúdico que imanta los “campos magnéticos” de las palabras y los signos, las imágenes y los símbolos. Siempre hay un juego sin salida, un círculo abierto, una espiral de sentidos. Breton exploró no el pasado histórico, sino el futuro, donde anidan lo desconocido, lo inesperado y el misterio. De ahí que sintió fascinación por el porvenir como buen utopista y creador de fantasías, ilusiones, mitos y sueños. Le seducían lo invisible y el territorio de la imaginación. Para el autor de Nadja, el mito de la revolución y la utopía comunista fueron ideas que lo sedujeron y atrajeron –y de ahí el componente político del surrealismo. Odió la razón científica a expensas de amar el arte y la poesía, porque pertenecen al reino de la fantasía, el sueño, el humor y la magia. No era irracionalista ni materialista sino un idealista situado en las corrientes espirituales de una religión sin dios: sin santos, sin sacerdotes y sin iglesias. Se abrazó a la política antes que a la religión, y creyó más en la religión del arte y la poesía, que en la religión de la ciencia. Le atraían a un tiempo el amor y el erotismo, pero no en la acepción profana de Sade sino como visión sagrada de la sexualidad. “Breton se propuso reintroducir el amor en el erotismo o, más exactamente, consagrar al erotismo por el amor”, dijo Octavio Paz. Breton concibió así el amor como un ente magnético y dinamo de mediación entre el hombre y la naturaleza, la tierra y el cielo, como el fuego que mantiene la llama que le inyecta sentido a la vida: lo disipa y batalla contra la muerte. Breton y los poetas surrealistas le cantaron al cuerpo de la mujer, al ser femenino, como altar y tumba del deseo erótico. Todos vivieron al borde del abismo entre el sueño y la vigilia, y al filo de la navaja, dentro de la vida y la muerte, el suicidio y la locura, con quienes coquetearon. Y todos, como buenos cultores de la estética surrealista, escribieron contra el tiempo: negaron la temporalidad, trabajaron a contratiempo, sin tiempo y sin espacio, es decir, desde una experiencia creadora, entre el sueño y el pensamiento.
Breton y los surrealistas recuperan la idea –en desuso– de inspiración romántica, al reivindicar el carácter psíquico, involuntario e inconsciente, de la creación. El poeta y el artista crean, así, bajo el dictado del inconsciente. En efecto, lo poético y lo artístico se revelan –y rebelan– más allá de la voluntad de sus creadores, en un acto de pensar no dirigido. Así pues, entre el sujeto y el objeto, el fenómeno poético se transfigura en revelación del mundo inconsciente, del reino de lo onírico. Con el surrealismo, el ready made (objeto encontrado) y el objeto artístico, que habían nacido del dadaísmo, adquieren estatuto y connotación más definida y lúdica.
El surrealista, en el fondo, crea mediante una operación reflexiva, pero diferente a la meditación; más bien, deviene en un rapto del azar, en una experiencia onírica semejante a la oración, al escribir o pintar con los ojos cerrados, en un estado de vigilia inconsciente o de ensoñación consciente. Es un acto o gesto anterior a toda tentativa de meditación trascendental –como la de los budistas o taoístas–, es decir, es un estado creador pre-reflexivo –y aun haciendo uso de sustancias alucinógenas. Ello así, pues la experiencia poética no es una experiencia filosófica sino psíquica, según el dictado surrealista. Breton y sus epígonos, en cierto modo, hicieron de la inspiración romántica decimonónica una visión del mundo, de la poesía y el arte. También, hicieron la analogía revolución y poesía, arte y vida, creación y libertad. El surrealismo se transformó, por ende, en una doctrina estética de la creación, y, por tanto, se volvió ruptura en la tradición del pensamiento estético: se convirtió así en una sociedad secreta de creadores que buscaba propósitos comunes, en su tentativa por hallar una identidad a la variedad de intereses como movimiento poético y revolucionario del lenguaje. El surrealismo hizo la certera analogía a la que Octavio Paz llamó la “estrella de tres puntas”, que son la poesía, la libertad y el amor, caminos o vías para salir del yo hacia la otredad. Así, la poesía se vuelve un acto de libertad y de amor; la libertad, un acto de amor, y poético, y el amor, un acto poético y libertario. En efecto, fueron los ejes sobre los cuales giró la subversión surrealista, o sea, una subversión moral, política y filosófica. En otras palabras, una correspondencia, y la visión de la poesía como experiencia sagrada de los sentidos: metáfora y metonimia, analogía y alegoría. El surrealismo, como se sabe, puso en vilo la noción de realidad a través del “azar objetivo”, punto de mediación entre el deseo y la necesidad. Así, el concepto de azar estará presente de modo intrínseco en el plano de la “escritura automática” y en la creación de un consustancial sistema de metáforas. Lo físico y lo metafísico, lo real y lo onírico, lo maravilloso y lo fantástico entran en comunión y se unen en una experiencia surreal, que genera un sistema metafórico, tanto visual como poético.
El surrealismo fundó, con su poder de cambio y transformación, un espíritu epocal, y fue más que una idea. Y, pese a que aportó un método creativo, tampoco fue un esquema o receta; fue, más bien, un estilo que sacudió a los viejos estilos para transformarse no solo en una búsqueda exterior, técnica o formal, sino en una búsqueda interior. Y he ahí su carácter revolucionario y transformador, y la rebelión que representó en el orden de la imaginación creadora. La poesía surrealista se volvió, entonces, negación de la historia porque se instaló en el presente, se volvió instante: la experiencia onírica parió poemas, cuadros y relatos. El empleo del azar lúdico y creativo como procedimientos de arte combinatorio fueron mecanismos expresivos de la “escritura automática”, que le dieron estatuto estético y carta de identidad al surrealismo.
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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.