Desde el poema hacia el Poema en la Nave Sorda de René

¿Han visto a René Rodríguez Soriano? ¿Lo conocen? ¿Lo han contemplado oscilar de un paso al siguiente, y viceversa, con  un andar siempre tan pausado, como si le diera trabajo mover su alta humanidad de carne y hueso en cada movimiento con el que se desplaza? Con la pobre raigambre de quien es demasiado alto para ser contenido por un espacio demasiado pequeño, con esa estatura que avanza ascendente hacia el pico más frío de los altozanos de Constanza. 

Quizá no les parezca nada vinculante esta pregunta, cuando hemos venido aquí a conocer su nuevo libro, Nave Sorda. 

Pero sin embargo, a mí, que me ha tocado ya varias veces, todas entrañables, hacer para él y junto a él lo que hoy aquí nos convoca, sí que me lo parece. Tal vez porque la vieja niña que soy, conoce demasiado bien, no sólo a este niño que nació viejo, sino también (y tal vez más) su literatura toda. Entonces, el símil entre la alta corporeidad de René y el desborde de su obra, de su sólida obra, chorreante en torno a las aristas de una insularidad literaria endémica, pandémica, que padecemos en el marco referencial coetáneo, simultáneo, dominicanos y dominicanas de varias generaciones dedicadas al oficio de escribir, es una idea que quiero dejar sostenida aquí, al iniciar estas breves notas, para retomarla y aterrizarla al final de ellas. Mientras vamos navegando en su nave sorda, barco grande (como él mismo) que anda (guárdenme un minutico esa idea).

Recuerdo que cuando me tocó presentar hace un par de años su bellísimo libro “Solo de flauta”, intenté descortazariar a René desde todas sus intertextualidades. Sin embargo, es precisamente con una metáfora urdida desde Rayuela, con lo que rotulo este texto destetado a destiempo, en un intento por demostrar que yo nunca le creí el cuento con el que (cuando, antes y  después de cantar sus canciones hechas de abecedarios de colores rosa y gris metal, y de una Muestra Gratis del René publicista, que no el mismo pero idéntico a aquél cuyas raíces sin comienzo y sin final había descubierto Enriquillo Sánchez una década atrás de la mía) se empeñó en querer hacernos creer que antes que poeta, teníamos que considerarlo cuentista. Y no se lo creí, porque lo conozco bien y desde siempre, y porque fue desde el poema mismo, ese que nunca lo ha abandonado, desde donde planifiqué una vez junto con él un atentado al gobierno de Katmandú, manejando bicicletas tan aladas como aviones pirueteando sobre las montañas heladas, para girar delirantes hasta el mareo, aferrados a las aspas de un abanico tan blanco como el arroz con leche que cocinaba a las seis de la tarde, ni un minuto más, ni uno menos, la vecina de su escarpada casa materna. Tan blanco como este texto:

“Apago el abanico en mis recuerdos, Ausencia; refocila la lluvia sorda en el traspatio y en estas manos despistadas, amargo este sabor, un poco olvido; apuro de este día, al margen de sus goznes, este sabor sin riendas del veneno, esparciendo su vida entre lo muerto”.

Entonces, como decía, me veo obligada a regresar a Cortázar, para atravesar igual que Talita aquél puente que construía Horacio Oliveira desde él hacia él mismo; para llegar a Traveler, conectando toda la obra de René Rodríguez Soriano desde un mismo cordón umbilical que viene y va desde y hacia el poema en la ambición baudeleriana de hacer poesía sea en prosa o en verso. Y René Rodríguez Soriano, siempre ha sido poeta. Poeta novelando en versos afilados, contando historias breves de una memoria que es él y lo trasciende, haciendo libros tal y como quiso Novalis (como quien hace música), dando respuestas malintencionadas a entrevistas conspicuas, en campañas publicitariamente ausentes, y en la forma en cómo se desplaza, lenta y pausadamente, desde su alta corporeidad hacia el texto. Hacia todo texto. A cualquier texto. Barco grande, ande o no ande.

Toda la obra de René, toda, puede ser vista a través de algunas imágenes de aquél inefable texto de Gastón Bachellard, Instante Poético e Instante Metafísico:

La poesía es una metafísica instantánea. En un breve poema tiene que dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y objetos, todo a la vez. Si ella sigue simplemente el tiempo de la vida es menos que la vida; sólo puede ser más que la vida inmovilizando la vida (…). Es entonces el principio de una simultaneidad esencial en que el ser más disperso, más desunido, conquista su unidad. 

(…) Ante todo, golpeando sobre las palabras huecas, hace callar la prosa o los trinos que dejarían en el espíritu del lector una continuidad de pensamiento o, de murmullo. Luego, después de las sonoridades vacías, produce su instante. Para, construir un instante complejo, para insertar en ese instante simultaneidades numerosas, el poeta destruye la continuidad simple del tiempo encadenado. 

En todo verdadero poema pueden hallarse, pues, los elementos de un tiempo detenido (…).

Al aceptar las consecuencias del instante poético, la prosodia logra llegar a la prosa, al pensamiento explicado, a los amores experimentados, a la vida social, a la vida corriente, la vida que se desliza lineal, continua. Pero todas las reglas prosódicas no son más que medios, viejos medios. El fin es la verticalidad, la profundidad o la altura; es el instante estabilizado en que las simultaneidades, al ordenarse, demuestran que el instante poético tiene una perspectiva metafísica”.

Y tal vez entonces debería yo callarme aquí, porque, esencialmente, para entender la unidad de una sola obra como continuum, de esta que hablamos esta noche, de una obra que transita su puente cosmogónico, hecho de palabras, de amor a la lengua, de jugar limpiamente con vocablos que se repiten para diferenciarse, que fundan una evocación de lo que el escritor, el poeta de Nave Sorda y de Su Nombre Julia quiere decir y dice, desde el silencio que funda en su sordera (esa sordera gesticulante, hablante, lírica, rigurosa, escritural y existencialmente plantada) bastaría ese compactadamente grande exergo del texto de Bachelard. O quizá ampliar lo que se quiere decir con el martes de una de sus naves sordas cualquiera:

“Oyendo tu canción, filtran mis sueños penas y estrabismos. Esta distancia atroz, da de beber del agua que no cesa, enrojeciendo el ojo tieso, dedo y horas en salmuera, tú girando en mi alfabeto en bandas. Asomos y promesas, urdiendo en lontananza. ¿Qué ha sido de tus aspas, sus giros deslenguados, barriéndome la angustia? ¿Qué ha sido de mis manos, desgonzadas y ciegas? Di que has vuelto, llena la estancia sorda con tonos encendidos; di que estás y que eres capitán, capitana (ya sé que hacer con esta boca cada noche, frente al mapa de tus carnes)”.

Pero no. No es suficiente. Porque en un escritor que ha recorrido por más de cuarenta años todos los géneros, nunca un solo poema podrá ser suficiente. Y porque el poeta no se ha detenido solamente en el aliento sordo de su poiesis. René nombra mundos, sus mundos, memorias vivísimas en cada uno de los textos que recorren ese cordón que va del ombligo a la placenta en su obra toda. De una bibliografía que existe para ser leída en su contínuum. Y hay de todo aquí, como en las boticas de Constanza y de Houston.  

Nave Sorda es un abrazo breve entre el andar pausado (aquí retomo el principio, recuerdan que pregunté si lo habían visto caminando, al escritor) y la danza. Vemos, sentimos, leemos, vemos, en este texto, como si fuéramos atravesando el puente de Talita que tanto amó él ha amado, toda la obra de René Rodriguez Soriano en este solo libro que hoy nos convoca.

Veo este libro como un solo poema, trabajado con amor a la lengua, a su lengua, hecho de palabras a  veces invisibles, tanto sordas como mudas, como ciegas. 

Limpio, como quien retiene en los pulmones una exhalación lírica, un poema casi perfecto, es este libro de mi hermano René. Y entiendo que el mismo nos propone más que nunca leer su obra como un todo. Transitarla de aquí para allá y de allá para acá.  Y debería terminar aquí. Pero no quiero sin antes dejar mi propio, personal manifiesto, ante la propuesta de una lectura de puente. 

Yo planteo que René Rodríguez Soriano es el autor más sólido y más solo de una generación que ni siquiera existe a en la literatura dominicana. Un fundamental Des-generado (como él a sí mismo se proclama). El autor emblemático de un tránsito que con rigor, él y casi nadie más ha trasegado en nuestro país. Pienso que es necesario aproximarnos a la unidad de su obra plasmada en Nave Sorda, también a partir de las palabras de Marcio Veloz Maggiolo al referirse a nuestro escritor abordando su narrativa más breve:  

“René tiene el don de manejar la poesía que deshiela el misterio. No es necesario que el cuento sea un dechado de ejercicios técnicos, su pluma nos lleva por el remolino  de la fantasía que puede ser una teoría del recuerdo”. 

Podrán llegar a esta nave sin sordera, atravesando el puente del capítulo 41 de Rayuela:

-Tengo miedo -dijo Talita-. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro. 
-¿Qué? -dijo Oliveira ofendido-. ¿Pero vos no te das cuenta que es un tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de pino. Pasate tranquila al mío, nomás. 
-¿Vos qué decís, Manú?-preguntó Talita, dándose vuelta. 


Traveler, que iba a contestar, miró el punto donde se tocaban los dos tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos, tomar un ligero impulso y entrar en la zona del tablón de Oliveira. 

Por supuesto el puente resistíó, porque estaba muy bien hecho. 

3 de marzo del 2016, Santo Domingo

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Martha Rivera-Garrido es poeta, narradora y ensayista.