Presento estas palabras al dossier sobre diáspora y dominicanidad en la joven revista Plenamar.do por solicitud del escritor y erudito dominicano Néstor E. Rodríguez, quien se crió en Puerto Rico, se doctoró en los Estados Unidos y ejerce su profesión en Canadá. A Néstor le vino la asignación del dossier mediante el escritor y cardiólogo Jochy Herrera, en representación del equipo editorial de Plenamar.do. Jochy se reintegró a Santo Domingo después de tres décadas de residir en la ciudad de Chicago, tras haber laborado allí intensamente igual en su profesión médica que en su vocación literaria. Estos detalles sobre la trans-territorialidad de Néstor y Jochy concretizan el tema que aquí ofrezco. Su inserción en los predios del saber en el suelo ancestral, aun habiéndose pasado la mayor parte de sus vidas en sociedades extranjeras a las que el prejuicio nacional no asigna la elevación intelectual ni el refinamiento cultural que atribuye a las europeas, sugiere un avance apreciable en las relaciones bilaterales de la intelligentsia del país de origen y su contrapartida diaspórica.    

La mencionada inserción refleja una etapa nueva en el intercambio entre la comunidad letrada local y su equivalente ultramarina. Es decir, parece que la parte de nuestra emigración dedicada a las letras y las ciencias humanas ya comienza a tenerse como interlocutora intelectual legítima en el suelo ancestral. Similar impresión suscita el lanzamiento en junio de 2019 de la Colección Diáspora Dominicana, nueva iniciativa editorial del Instituto Superior Pedro Francisco Bonó en colaboración con Ediciones MSC que tiene como meta la publicación de obras “en diversas áreas de conocimiento y perspectivas epistémicas” que “ayuden a comprender de manera crítica y más inclusiva los fenómenos socioculturales, históricos y políticos que afectan las dinámicas dominicanas”. Dicho proyecto viene al mundo comprometido con valorar a la diáspora como materia de estudio y como productora de conocimientos.

La última década ha dado visos de aceptación en la sociedad dominicana de la noción hasta hace poco radical de que “la diáspora piensa”. Contamos ya con ejemplos de proyectos iniciados por compatriotas en la academia norteamericana que han recibido el aval de entidades oficiales encargadas de diseminar saberes a nivel nacional. Es como si en el país de origen se comienza a aceptar a la diáspora como socia viable en la producción de conocimientos sobre temas dominicanos. 

Valgan algunos ejemplos, comenzando por La República Dominicana y la prensa extranjera (2013), un estudio pionero de la cobertura dada por la prensa internacional a los eventos acaecidos en el país entre el ajusticiamiento del tirano Trujillo en 1961 y el derrocamiento del presidente Bosch en 1963. Escrito por el columnista Sully Saneaux y la socióloga Ramona Hernández, directora del Instituto CUNY de Estudios Dominicanos en la Universidad Municipal de Nueva York, el trabajo fue publicado por la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña. El Instituto desde Manhattan y la Biblioteca Nacional desde Santo Domingo se unieron también en la edición de Autores dominicanos de la diáspora: apuntes bio-bibliográficos (1902-2012) (2014), una obra escrita por Sarah Aponte, la conocida bibliotecaria del Instituto, y Franklin Gutiérrez, escritor y docente adscrito al recinto universitario del CUNY. El Instituto y la Biblioteca Nacional colaboraron de nuevo en la publicación de Juan Pablo Duarte: The Humanist/ Juan Pablo Duarte: el humanista (2015), una compilación bilingüe de los escritos del Padre de la Patria dominicana editada por la poeta domínico-americana Rhina P. Espaillat y la bibliotecaria Aponte. 

La monografía Juan Rodriguez and the Beginnings of New York City (2013), preparada por Anthony Stevens-Acevedo, Tom Weterings y Leonor Álvarez Francés, se vale de fuentes primarias para contar la historia del mulato o negro quisqueyano considerado como el primer colono de herencia no indígena en haberse asentado en lo que es hoy la ciudad de New York.  Producto de una investigación conducida por el Instituto, la obra se publicó gracias al Archivo General de la Nación, institución que también acogió́ los dos tomos de Cien años de feminismos dominicanos: una colección de documentos y escrituras clave en la formación y evolución del pensamiento y el movimiento feminista en la República Dominicana, 1865-1965 (2016). Compendio de unas 1500 páginas de escritos imprescindibles para los estudios del género en el país, el proyecto fue gestado por dominicanistas adscritas a recintos universitarios de los Estados Unidos, a saber, Ginetta E.B. Candelario, Elizabeth S. Manley y April J. Mayes.

De continuar el intercambio de saberes entre aquí y allá habrá razón para contar con que los futuros recuentos panorámicos concebidos desde la academia criolla sobre identidad nacional, cultura y política reflejen mayor conciencia que sus predecesores del papel que ha desempeñado la emigración en el devenir dominicano durante más de medio siglo. Nos quejábamos tiempo atrás de que la colección de ensayos Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana: Siglos XIX y XX, editada por colegas dignos consideración, se permitiera excluir el destierro de una gruesa porción de la población nacional al armar su visión panorámica de la experiencia dominicana moderna (González, Raymundo, Michiel Baud, Pedro L. San Miguel y Roberto Cassá 1999). 

Quizás ya, a estas alturas, habrá menos ocasión de quejarse por omisiones de similar índole. De hecho, justo es reconocer que hubo siempre una porción de la clase erudita de la sociedad dominicana—en la industria del libro, las artes, la docencia, alguna prensa y la erudición más seria—que se distanció del discurso público que deshumanizaba a la emigración. Pero era una minoría. Por lo general, décadas atrás predominaba el instinto descalificador a la hora de nuestros colegas en el patio valorar los quehaceres y decires de la diáspora. De ahí mi inquietud, por ejemplo, en ocasión de una charla que le tocó dictar a la colega Ramona Hernández en la Fundación Global Democracia y Desarrollo en Santo Domingo. 

El sociólogo Carlos Dore Cabral, quien hacía de anfitrión, anunció que iba a prescindir de la hoja de vida de la charlista por considerar, en virtud de su amistad con ella, que sería más genuino presentarla “de corazón”. Era el 2004 y Ramona ya me había reemplazado con gran éxito a la cabeza del Instituto y había publicado obras valiosas. Temí que presentar cardíacamente a una colega que traía, como yo, la marca de Caín propia de su condición de dominicanyork no convenía, puesto que corría el riesgo de que el público no la escuchara con la atención que su trabajo merecía. Pensé que un breve resumen de las credenciales de la charlista evitaría que primara el prejuicio descalificador en la audiencia. Pero terminé callando mi inquietud y la charla procedió sin contratiempos ni sinsabores.

El asunto de las credenciales me había ocupado a propósito de El retorno de las yolas (1999), mi primer libro publicado en la tierra natal. Mis artículos para la revista Rumbo a mediados de los noventa habían causado alguna urticaria a ciertos sectores de la intelligentsia nacional, la cual había sido el blanco de mi pluma. El libro se disponía a trillar un campo minado y posiblemente caería en manos de gente predispuesta en su contra. Por eso acepté el consejo de incluir en el tomo una ficha bio-bibliográfica sustanciosa con tal de establecer de antemano que no valdría descartarme como un come-légamo cualquiera. El prólogo de Frank Moya Pons pareció intuir la necesidad de la estrategia, pues se gastó un párrafo en señalar mi “nota biobibliográfica” como evidencia “de que estamos en presencia de un académico cabal”. 

La larga ficha quedó fuera de la edición de El retorno de las yolas (Editorial Universitaria Bonó 2019) recién publicada. Alardear credenciales tenía la razón defensiva de neutralizarles a mis homólogos en el país la posibilidad de descalificarme a priori. No obstante su olor a paranoia, mi temor no carecía de base. Por ejemplo, una figura tan renombrada en las letras nacionales como Enriquillo Sánchez (1947-2004) no tuvo miramientos en ubicarme por debajo de él. Declaró su renuencia a ponderar mis objeciones a ciertos juicios suyos dándome el rango de “mosca” y atribuyéndose el de “águila”. Hacerle caso a mis palabras, pues, subvertiría la norma de la paridad anunciada en el adagio, “águila no caza moscas” (El Siglo 25 octubre 1995). Cuando aquellos artículos de Rumbo producían respuestas de personas aludidas o nombradas en ellos, yo les rebatía solo si tergiversaban mis planteamientos. Si se limitaban a castigarme con el denuesto ad hominem, tragaba en seco y seguía mi paso, pues me urgía más aclarar la validez de mi riña que defender mi nombre o reclamar alcurnia. No quería que la ofensa me distrajera de la intervención crítica que había asumido. 

No llegué a compartir con Enriquillo mi opinión sobre el vaivén de los rangos, sea de criatura alada o animal pedestre, dados los imprevistos que pueden llevar al águila excelsa a reptar como una culebra y hacerse motivo de lástima hasta para las moscas. Sería a raíz de la puesta en circulación de La ideología rota (2002) de Odalís Pérez que, creo que en compañía de Blas R. Jiménez, caímos en casa del profesor Luis Lizardo Lazocé y la Dra. Idalia Guzmán. Allí le llegó al móvil de uno de los contertulios una llamada de Enriquillo, en cuya casa parte del grupo se reuniría momentos después. Enterado de mi presencia allí, Enriquillo pidió hablar conmigo. Charlamos amenamente un par de minutos y lamenté no poder aceptar su invitación a unirme al grupo que lo visitaría. Fue la primera vez que hablamos y supuse que vendrían otras. No sucedió. Mis breves visitas al país se hicieron infrecuentes y Enriquillo, penosamente, nos dejó a destiempo.

La estrategia de alardear credenciales funcionó, aunque enfadara al galardonado prosista Manuel Núñez, aguerrido miembro de la Unión Nacionalista. En la segunda edición de El ocaso de la nación dominicana (2001), Núñez destaca la longitud de mi nota bio-bibliográfica en son de mofa, tildándome de “doctísimo” entre comillas. Sarcástico, me echa en cara que yo no dejara sin incluir “ni siquiera un papelito” y me impugna por “ese despliegue de pedantería” (550). Atribuyo su rabia a que esa lista de “logros” describía a un dominicanyork, un miembro de esa gente que él denomina “reatas de ‘cadenuses’”, culpándola de amenazar la pureza de la nación tan gravemente como la presencia haitiana (547). Un dominicanyork a quien Moya Pons apreciaba por su erudición resultaba insoportable. 

Hoy la difamación de la diáspora no goza del auge que tuvo tres décadas atrás cuando Núñez logró admisión en las huestes del trujillismo cultural. Aunque todavía queden zonas de sospechas, sobre todo en los sectores oficiales que no digieren nuestro apego a una praxis de ciudadanía crítica, cabe celebrar la mejoría en las relaciones intelectuales entre la diáspora y la tierra de origen, asunto que el liderazgo de Jochy en Plenamar.do y su reclutamiento de Néstor para armar este dossier ilustran evocadoramente.

Silvio Torres-Saillant es profesor y decano de humanidades en la facultad de artes y ciencias de Syracuse University en New York. Es autor de múltiples ensayos, editor asociado de la revista Latino Studies y profesor visitante de Amherst College, Harvard University y la Universidad Nacional de Colombia. 

Fotografía: Arturo Richardson.