Sobre la denominada educación a distancia hay un consenso: difícilmente supere la transferibilidad del conocimiento cara a cara. La educación sentimental –estadio existencial definitorio y nebuloso– es otra cosa: precisa de ambas órbitas, pues lo emotivo excede las razones y porque lo sensorial resulta ser el órgano llamado “todo el cuerpo”; así que oídos, ojos, tacto, boca, olfato, piel (y pensamiento, fantasía, subconsciente, imaginario: vuelo) son instrumentos, dispositivos, vías de acceso al otro para definir el ser y sembrarse en el estar. Por las ondas hertzianas, por vía de lecturas, en relatoría oral o por streaming: cada cosa añade capas a nuestra armadura con que enfrentar el mundo íntimo.
La educación literaria implica todo lo anterior, pero suma en su conjunto la dimensión, más elástica, del tiempo. Así, el escritor-lector puede fundirse hoy con la mutable poesía-ensayo de la canadiense Anne Carson para mañana recaer en el pasaje homérico en el que Odiseo Laertíada mató los Pretendientes –menos al aedo Fermio–, después de haber estado ayer inmerso en las sentinas de Charles Baudelaire y pescando al individuo con Franklin Mieses Burgos. Al lector-escritor le es lícito pasar de la poesía electro-elástica de Neronessa al silencio dicente de Antonio Méndez Rubio a la voz de trueno de Hamlet en Shakespeare, enrostrándole a la Reina su ceguera:
Con la vista sin tacto, con el tacto
sin vista, con oír sin tacto o vista,
con el aislado olfato, o una parte
imperfecta tan sólo de un sentido,
no hubierais así errado.
Toda la arenga anterior para decir que así se fue formando mi yo lector, mis borraduras de poeta. Hacia mediados de los 80 –previo a mi primera partida “para siempre” a Nueva York ya tenía referencias de un poeta español (no canario, pues España para mí no era todavía el molde plural de las Españas) llamado Andrés Sánchez Robayna. La curiosidad bisoña que nos calaba en el Taller Literario César Vallejo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo quedaba satisfecha con el agua a mano de una fuente infinita: Octavio Paz, que nos llevó hasta él. Ambos se habían conocido – y mantuvieron un vínculo entrañable todo el tiempo– tan pronto como en 1974, Paz con los 60 años que yo tengo ahora y Andrés con 22, la edad con la casi partí al exilio.
Sánchez Robayna publicó siendo adolescente, pero el primer libro suyo que vi fue Clima (1978) y el primero que incorporé a mis anaqueles, mucho después, sería La roca (1981), ambos impresos por la inolvidable editorial catalana Llibres del Mall.
Sustituyendo la educación literaria de librerías y bibliotecas dominicanas y la sagrada palabra de Paz, en Nueva York di con otras estupendas librerías (Macondo, Lectorum, French & Spanish Books, el laberíntico almacén de don Eliseo Torres en el sur del Bronx) y el magisterio bibliográfico de los poetas Alexis Gómez Rosa y José Kozer. Fue una vuelta a insistir en la presencia letrada de Andrés Sánchez Robayna, cuyos poemarios por Llibres del Mall (Clima, Tinta, La roca, Poemas 1970-1985) fluían por la ciudad junto con los de Kozer (La garza sin sombras), Eduardo Milán (Nervadura), Roberto Echavarren (Animalaccio) y Julián Ríos (nada menos que la primera edición de Larva: Babel De Una Noche De San Juan).
Faltaba más, no obstante: Sánchez Robayna nos transmitía la impronta de su poética por interpósitos autores. Descubrí a Wallace Stevens en sus versiones de aquel librito verde que editó Plaza y Janés dentro de sus selecciones de poesía universal (1980). Y voces varias, disímiles y múltiples: Salvador Espriu, Joan Brossa, Haroldo de Campos, y otras plumas perdurables. Llegaba también Syntaxis, la revista de literatura, arte y crítica que él fundó y dirigió durante diez extensos años (1983-1993) y 31 números. Y asimismo, los ramalazos de su discipulado, disuelto en publicaciones como el pliego de literatura Paradiso y más adelante algún que otro boletín y libros colectivos del Taller de Traducción Literaria (TTL), constituido por él en la Universidad de la Laguna en 1995. Se puede asegurar que era, apacible e involuntariamente, uno de los maestros puntuales de mi formación intelectual. Mentor remoto, hasta que tuve la oportunidad de conocerlo.
Corría el 2017 cuando ocurrió el revival del Festival Internacional de Poesía de Santo Domingo –que no se convocaba desde el 2011– conmigo como director. Montamos un evento histórico que contó con prominentes hacedores: el argentino Daniel Freidemberg, los colombianos Raúl Henao y Gabriel Jaime Caro, el costarricense Osvaldo Sauma, el ecuatoriano César Eduardo Carrión, el salvadoreño Jorge Galán, el estadounidense Forrest Gander (quien dos años después obtendría el Pulitzer), el uruguayo Víctor Sosa, la española (canaria) Sonia Betancort y las sentidas ausencias de la chilena Verónica Zondek (por su salud), la mexicana Myriam Moscona (por el terrible terremoto de 2017) y la puertorriqueña Mara Pastor (por la devastación del huracán María).
El festín poético siguiente –considerado como uno de los más significativos encuentros literarios en la nación– atrajo a los poetas Homero Aridjis (México), Luis Alberto Crespo (Venezuela), Jesús Losada (España), Valerio Magrelli (Italia), Myriam Moscona (México), Laura Repovš (Eslovenia), Mercedes Roffé (Argentina), Gahston Saint-Fleur (Haití) y Andrés Sánchez Robayna (Canarias, España), aparte de la Agente Literario de Curtis Brown Literary Agency de Londres Irene Magrelli (Italia). La condensación del número de invitados amplificaría exponencialmente sus aportes. Y, por primera vez, alcanzamos un número casi equilibrado entre poetas hombres y mujeres.
El V Festival Internacional de Poesía de Santo Domingo se llevó a cabo del 19 al 25 noviembre de 2018 y, aparte de en la ciudad sede, se realizó en el sur (Azua de Compostela y Peravia), el este (San Pedro de Macorís) y la zona norcentral (Santiago de los Caballeros). Los exponentes empezaron a llegar desde el sábado 17, cuando arribaron desde Europa, coincidiendo en el mismo vuelo en escala desde Madrid, Valerio Magrelli, Irene Magrelli, Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna.
El domingo 19 acudí a saludar a los recién llegados. Había conocido a Saint-Fleur de toda la vida, a Moscona en un viaje anterior suyo a Santo Domingo y a Aridjis en 1990 en Nueva York, ciudad donde establecí amistad con Roffé desde los años 80. Losada vivía entonces en el país. A Sánchez Robayna y a Magrelli sólo los había leído, con creciente admiración. Conste aquella tarde dominical como la primera vez que conversé con Andrés Sánchez Robayna, motivo de estas notas.
En la mañana del lunes 19 nos encontramos en la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña para una exposición bibliográfica de Tomás Hernández Franco, a quien se dedicaba el FIP. Y a las 7 de la noche, cerveza y vino en mano, compartimos charla libre con jóvenes poetas dominicanos. Temprano el martes 20 acudimos a una transmisión en vivo por televisión nacional, y en la noche se inauguró el evento. Sin esperarlo, en solo un día percibí la lucidez expositiva y bagaje crítico de Sánchez Robayna y su poesía introspectiva, evocadora, precisa, existencial. No era ya mi propia voz desmenuzando internamente la cadencia de sus textos al leerlo, sino la voz cristalizada del maestro frente a mí, leyéndose. Un transcurso temporal alucinante.
Recitales, conferencias, entrevistas se sucedieron por bibliotecas, universidades, centros culturales, colegios y escuelas. El jueves nos desplazamos al sur, el viernes al este y el sábado a la zona norcentral. Vale recordar, empero, que las actividades oficiales nunca agotan las agendas. Sobremesas, almuerzos, brindis, paseos, diálogos espontáneos, que se registran solamente en la esfera emocional, le dan sentido al todo. Yo hubiera deseado ceder mis compromisos de gerente cultural, y sumergirme más en la espontaneidad que anula lo solemne y acentúa el ámbito amical.
¿Qué imágenes me quedan inscritas de aquellos 7 días con Andrés Sánchez Robayna? Antes de conocerlo, y pese al curso fluvial de sus poemas, me figuraba complejo su carácter, desorientado acaso por los títulos de algunas de sus colecciones: La roca, Sobre una piedra extrema, Palmas sobre la losa fría. Pero ni roca ni piedra ni gelidez de losa. Nada más alejado de aquella cálida personalidad, de su accesibilidad, su gentileza. Podías registrar lo isleño en su expresividad, con tinte de toque clásico, parsimonioso, aunque distante de la explosividad caribe. Y, al mismo tiempo, lo sentías cercano porque la idiosincrasia dominicana admite un estimable porcentaje de genética canaria desde 1684. Un invisible enlace insular nos hermanaba.
¿Qué preservo de sus hábitos? Hombre de olas y arrecifes, Sánchez Robayna ingería sobre todo pescado y frutos del mar, en número frugal, regados con agua y raras veces vino. Acomodado en la terraza de su hotel o frente a alguna mesa de cafetería en la zona colonial, disfrutaba de un salmón al grill o una lubina a la brasa con legumbres y vegetales, mientras hablaba de poesía canaria, de José Ángel Valente, de Yves Bonnefoy y casi nunca de sí mismo. Recuero que en un barcito de playa techado con palma cana en Azua almorzó pescado criollo, prescindió de un chivo al coco y probó casabe indígena. En San Pedro se interesó bastante por el performance del Teatro Cocolo Danzante, popularmente “Guloyas o Buloyas”, proclamado por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad en 2005. Fue el único de los poetas en acudir, con Laura Repovš, a una visita guiada por el interior de la Catedral de Santo Domingo, Primada de América.
El domingo 25, Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, acudió a una conferencia sobre poetas decimonónicas excluidas del Canon. Y luego dijimos adiós, y cruzó la masa líquida del Atlántico desde mi isla hasta la suya. Quién diría que, pasados apenas 7 años, Andrés Sánchez Robayna partiría para siempre. Queda la memoria de su decir pausado y el cúmulo de su sabiduría, que transmitía sin esfuerzo. Queda la intensidad con que desarrolló su obra creativa, influencia y magisterio. Queda su vida letrada, esa que tantas veces parecería ser la verdadera vida de los hombres.
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León Félix Batista (Santo Domingo, República Dominicana, 1964), es poeta, ensayista y
traductor. Ha publicado 25 libros en 10 países distintos, y ha sido traducido parcialmente a cuatro idiomas.