Vitico tenía un tiempo participando en reuniones, convocando reuniones, hablando de reuniones. Juntando a mansos con cimarrones en el mundo del arte y la cultura, argumentando (con ese estilo “tamo hablando-tamo en eto” que lo caracterizó siempre) todo lo que armaba en su política y soñadora cabeza, que terminaría siendo el  proyecto cultural “para cuando ganara las elecciones el PLD”. Era el año 1996… y el PLD ganó, con Leonel Fernández a la cabeza.

Cuando lo nombraron presidente del Consejo Presidencial de Cultura, institución que se pensó como antesala para la Secretaría de Estado, ahora Ministerio, de Cultura, Víctor Victor ya tenía pensado tanto su equipo como su proyecto. No bien se había instalado en su despacho cuando me llamó; quería que yo formara parte del Consejo Editorial de la Revista Umbral, que dirigió esa belleza de ser humano que fue don Juan Ducoudray. Una de las experiencias más lindas de mi carrera.

Lo malo vendría después, cuando me pidió que fuera su asistente y acepté acompañarlo en lo que más que nada fue sufrimiento, porque la lucha que había que coger para desarrollar cualquier cosita, cualquier proyecto, era cotidiana y constante. Todos los sueños de Víctor, en los que cabían los artesanos, los escritores, los músicos, los antropólogos, los documentalistas, etc., solamente era posible desarrollarlos con dinero, y el Consejo nunca tuvo un presupuesto que valiera la pena o la vergüenza. Se pasaría cuatro años sin tenerlo. La cultura no le importaba mucho a nadie en ese tiempo.

Para entonces, el que antes era mi amigo se había convertido en mi jefe, y la verdad es que aprendí mucho de esa relación con él los años que duró. Discutíamos, nos reíamos, nos peleábamos, nos sentábamos a planificar tantas cosas para cuando aparecieran los famosos cuartos. A su sugerencia, para una Feria del Libro escribí y dirigí el documental “Artistas de Abril”, sobre la participación de los artistas en la Revolución Constitucionalista del 65, y Vitico amó aquél proceso en el que prácticamente no intervino más que como espectador; me llamaba para que le contara detalles cuando yo estaba grabando a Silvano Lora, a Picky Lora, a Armando Almánzar, etc. Me dijo en el momento en que íbamos a editar: “Eso é suyo; dele para allá”, y eso hice. Lo presentamos en pantalla gigante en la feria y salimos llorando los dos, abrazados de Picky. Lástima que nunca pudiéramos pagarle a la compañía que lo editó, y no sé ni a dónde fue a parar el documental, ahora que la mayoría de los entrevistados en él están muertos.

Cuando todo se fue complicando y derrumbando a su alrededor, me dijo un día: “De aquí hay que irse”, y poco después lo hizo. Yo me fui detrás de él. Por eso cuando Leonel twitió sus condolencias por la muerte de Vitico y se le cruzaron los cables (decía que había sido su primer ministro de cultura), no pude dejar de sonreír en medio del llanto,  pensando en la ironía de ese tweet, que tuvo que haberle dado muchísima risa a Vitico, si desde el mundo donde anda bachateando ahora pudo leerlo.

Como amigo, todo el que lo fue de él sabe que si llegaba a tu vida ahí se instalaba para siempre. Traía, para que no pasaran desapercibidas, esa ironía lúcida y esa maña del eterno izquierdista; y también esa característica indiscutible que lo acompañó hasta el final: su atemporalidad. Vitico era un ser atemporal, absolutamente. No tenía edad y se murió sin ella. Pasaba de ser papá y maestro de quiénes éramos más jóvenes que él, a ser el pana full que tendrías y que no dudaría en meterte la mano o en darte un consejo. Con su colita sempiterna, casi sin cabellos desde hace muchos años,  y con sus zapatos sin medias (yo siempre le guardaba unas en la gaveta de su escritorio, para cuando iba al Palacio Nacional, que era la única manera en que se las ponía allá por los finales de los años 90s).

El año pasado nos despedimos para estas mismas fechas, en la Feria del Libro de Madrid. Para mí es terrible intentar comprender por qué ese mismo día, sería la última vez que yo vería con vida a Jenny Polanco, a René Rodríguez Soriano y a Víctor, todos arrebatados de nuestras vidas por la pandemia. A Jenny la abracé, con René me tomé unas fotos… pero con Vitico conversé mucho rato, sentados los dos en una de las escasas y disputadas mesitas que habían puesto afuera del pabellón dominicano.

“Vitico cuídame un ratico la cartera”, le pedí en un momento; me contestó “Juye que tengo que echar una miadita”. Nos reímos, como siempre. Pero hubo un segundo, de esos que parecen eternizarse en el silencio, antes de que me dijera algo que aparentemente tenía guardado desde el principio de nuestra conversación: “Yo sé que tú estás sufriendo; esos ojos tuyos Martha, nunca he visto unos ojos tan llorados. Tú crees que uno no se da cuenta, pero se nota que estás arrastrando por todo El Retiro ese duelo por Harry. Eres brava.”  Mi marido había muerto hacía menos de tres meses. 

Lo abracé muy fuerte y él le quitó seriedad al instante anterior, haciendo un chiste sobre Harry. Al otro día me fui a Málaga, a Torremolinos, y después a Nueva York, y no regresaría a Santo Domingo hasta casi iniciadas las cuarentenas del 2020.  

El chiste todavía me hace sonreír, cuando me llega con todos los tonos de su voz, directo al lugar donde me duele su muerte en el pecho. “Ese mario tuyo era guapo; ooooye, aguantar la carpeta tuya no es cualquiera; te lo digo yo que fui tu jefe”.  Yo quería irme ya al hotel y traté de hacer un chiste también, recordándole aquella frase que me dijo cuando salimos del Consejo: “De aquí hay que irse…” Me respondió con lo último que escucharía decir a Vitico en esta vida: “De mejores escuelas nos botaron a ti y a mí Martha… tú lo sabes”. Sonreí, pero no le contesté. Pena que la frase se quedó en el aire. Seguí caminando y ahora quisiera decirle que lo sé. Que sí, que lo sé. Quisiera poder decirle que es ahora cuando entiendo…

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Martha Rivera-Garrido es poeta, narradora y ensayista.