En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift relató hace casi trescientos años lo que ocurre en un imaginario país insular llamado Liliput, habitado por individuos de estatura diminuta. Estos toman prisionero a Gulliver, un aventurero que se embarca a explorar nuevos mundos, hasta que el navío naufraga y, dormido, va a caer prisionero de los liliputienses. Nada menos es lo que suele ocurrir de vez en cuando en otro país insular del lejano mar mediterráneo de América llamado Mar Caribe, cuando gente de mirada universal, muchas veces ya dormida en el descanso eterno, cae en manos de seres afectados por esa triste condición que llaman enanismo intelectual.
La sátira viene a cuento por cosas que suelen verse “en los espejos furiosos y mendaces del Caribe”, como describió Enriquillo Sánchez en Musiquito Anales de un déspota y un bolerista. Este texto se basa, y dialoga con citas, de esa novela del celebrado escritor dominicano, recientemente víctima de una de esas prácticas de seres liliputienses que, por infortunio, suelen ocupar altos cargos públicos.
Los liliputienses nativos bien pueden ser destinados a esa “insana residencia de faunos y de sátiros antillanos” que Enriquillo Sánchez situó entre “las maravillas del Museo Privado de la Pagoda”, “la residencia estival de EI Poblador”, sobrenombre del “déspota lascivo” que fue Porfirio Funess, Jefe desvirgador en la innominada isla bajo su control, localizada en “el bravo Caribe de los gallos de hombre y de las nalgas encantadas”. Como lo sugiere su apellido, Funess era personaje funesto, aunque en eso no pueda emparentarse con aquel otro de quien parece provenir ese nombre: de “Funes El Memorioso”, de Borges; pueden asociarse, eso sí, por el mundo abarrotado en que ambos habitan, y por su vínculo con el olvido, pues, como el de Borges: “Funess sabía olvidar. Conocía al dedillo, desde la infancia, las técnicas del olvido, para él más importantes y más valiosas aún que las técnicas corrosivas de la memoria. Había descubierto que los hombres eran poderosos no por lo que recordaban sino por lo que olvidaban”.
Para los siniestros propósitos de Funess, ese fue un gran “descubrimiento”, porque le permitía justificar, enviando mucha gente a dormir el sueño perpetuo, “aquel terror farandulero que fue el terror sempiterno de la república mientras la república fue pasto de la tiranía.” En la sociedad contemporánea, son muchas las formas de procurar el olvido, borrando gente y borrando nombres. Acudiendo a ese “terror farandulero”, el Funes de Enriquillo Sánchez se sumergía en “la perenne prángana y la incesante algarabía del Caribe”, y entonces: “Aquellos mares hechizados, briosos y bravíos se convirtieron en mares’ de música”, tanto de la música que, a buen mérito, grabaron sellos disqueros bartolianos y no bartolianos, como de aquella que traía “la guitarra sangrienta, la serenata trágica, los boleros de la desgracia”.
Un solo hecho con simbolismo de alto significado, puede llevar a un hombre a morir como Pedro Altolaguirre: “frito en sus propios orines y en sus cacas ofensivas”, tal cual ocurrió durante ciertos “lustros de gloria y candela”, durante los cuales se exacerbó el culto a la personalidad, a cargo de “los más eximios declamadores… escuchados con unción en los azorados hogares de la patria, con mensajes comerciales que nadie se negaba a pagar.”
No obstante lo aciago de aquella vida, en nuestro mar mediterráneo, “trópico de taínos y lucumíes”, siguió “la prima noche con su alboroto de cigarras y de flautas”, y mientras “los dragones de Palacio interpretaban una marcha marcial”, y algunos recitaban “los versos de las Elegías de varones ilustres de Indias” (Juan de Castellanos), el infeliz Musiquito seguía tocando “una criolla dulce y lenta”. Y así, entre avatares y vicisitudes, hemos podido llegar al presente, soportando seres liliputienses de los cuales el Caribe no ha podido librarse. Esta especie incluye obtusos que creen salvar su honra actuando como tumba polvos intelectuales. Ni Juan Bosch, ni Enriquillo Sánchez, merecen ser sus víctimas. Ninguno necesita que sus nombres estén en el frontispicio de un auditorio para ser grandes, como lo fueron y lo seguirán siendo a través de la huella imborrable de sus obras. Si se ha de honrar uno, ¿por qué a costa de otro? Lo merecido, merecido es. ¿A qué venir con una vara a medir los metros de uno para disminuir los del otro? Eso es oficio de mezquinos y cretinos: de liliputienses perdidos en la aldea global.
Durante los dos últimos años de su vida, acompañamos a Enriquillo Sánchez, prácticamente a diario, en su balcón, en razón de un proyecto que nos unió procurando alzar los fragmentos de la patria dominicana, Yoni Cruz y quien suscribe. Muchos proyectos, elaborados conceptualmente en las largas horas de intercambio, quedaron truncos; algunos apenas en borradores, como Iluminación e Iluminismo. Esa intensa vivencia nos permitió acercarnos y aquilatar mejor la dimensión creativa e intelectual de un poeta y prosista agudo y profundo, penetrante y sofisticado, que desde su asiento insular se elevó hasta alcanzar una envidiable mirada universal. ¿Qué mejor legado?
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Darío Tejeda es escritor y politólogo.