Pongámonos brevemente de acuerdo. La COVID-19 (COronaVIrusDisease-2019) es la enfermedad pandémica causada por el novel virus SARS-CoV-2 (SevereAcuteRespiratorySyndrome-CoronaVirus-2) que en sólo un año ha infectado a un número mayor de 113 millones de personas y le ha causado la muerte a más de dos millones y medio en todo el mundo. Entre éstos últimos hay unos 30 mil trabajadores de la salud. A modo de comparación, la tuberculosis que es considerada la mayor causa de muerte por una enfermedad infecciosa mata cerca de un millón y medio de personas por año.
Como dato inaudito, alrededor de un cuarto de las víctimas de la pandemia provienen de la nación más rica y poderosa de nuestro tiempo, Estados Unidos de América (EUA). Este triste y asombroso hecho obedece en buena parte a la ausencia de una infraestructura de salud pública en ese país, así como a las medidas erráticas, el carácter mendaz, la conducta politiquera y el talante anticientífico de su pasado presidente.
El SARS-CoV-2 pertenece a la subfamilia de los Coronavirus, los cuales se encuentran en muchos animales. Siete de estos virus son capaces de infectar a los humanos. Cuatro son endémicos (circulan habitualmente) y son los responsables de hasta un tercio de los resfriados comunes. Los otros tres son virus pandémicos y han sido descubiertos en el presente siglo. El primero de estos últimos se designó con el nombre de SARS-CoV-1; fue identificado en el año 2002 como la causa de la pandemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS, por sus siglas en inglés) que empezó en la ciudad del Foshán, China. El segundo se llamó MERS-CoV; encontrado en el año 2012 y culpable del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS, por sus siglas en ingles), cuyos brotes empezaron en la Península Arábiga y aún se ven casos esporádicos. El tercero es el SARS-CoV-2 que nos ocupa (y que en lo adelante llamaremos “coronavirus”).
Un estudio de genética evolutiva llevado a cabo el año pasado concluyó que el reservorio natural del coronavirus son los murciélagos herradura. Lo que no se sabe es de qué manera este virus llegó a infectar a los humanos. Se habla de infección directa de murciélago a humano, lo cual no es usual. La mayoría de las zoonosis (enfermedades transmitidas de animales a los humanos) suelen tener lugar a través de otro animal intermediario, que en este caso podría ser el pangolín o algún felino. Sin embargo, esto no se ha demostrado.
Todo lo anterior deja en suspenso el origen de la presente pandemia que empezó en la ciudad de Wuhan, China a finales del año 2019. Se sabe que dos tercios de las personas que terminaron aquejadas por la COVID-19 en esa ciudad habían visitado un enorme mercado de mariscos, donde también se vendía una gran variedad de animales exóticos vivos y alimentos como carnes, frutas y vegetales. Ninguna de las pruebas de coronavirus realizadas en los animales fue positivas, pero sí las que se hicieron en las muestras ambientales del mercado. Por consiguiente, no se sabe a ciencia cierta si la propagación del virus en este lugar se debió a contacto de los humanos con animales infectados o, lo que sería menos probable, con productos alimenticios. Tampoco ha quedado claro si el mercado fue la fuente de contaminación inicial o sólo actuó como un amplificador de la transmisión humano a humano debido al roce con personas que habían sido infectadas en otros lugares.
Para complicar la trama, se ha especulado que el coronavirus emergió de un laboratorio, basado en el hecho de que en esta ciudad opera el Instituto de Virología de Wuhan que conduce experimentos en coronavirus. Entre las teorías conspirativas, se habla de un accidente de laboratorio o que el virus fue diseñado intencionalmente como arma biológica. Sin embargo, las huellas de los virus construidos en el laboratorio se pueden detectar por su genoma y un estudio filogenético del coronavirus demostró su origen natural.
Otra de las víctimas de esta pandemia ha sido la verdad a través de lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) llama “desinfodemia”, que consiste en una sobreabundancia de información e incluye intentos deliberados por difundir información errónea para socavar la respuesta de salud pública y promover intereses espurios de corte político, económico, racista o xenofóbico, entre otros. Un ejemplo grosero fue la circulación a principios de la pandemia de un video clip descontextualizado de una chica asiática disponiéndose a ingerir lo que parecía ser una sopa de murciélago. Todavía hoy existen muchas personas convencidas que ese fue el origen de la pandemia a pesar de que la revista Foreign Policy informó poco tiempo después que se trataba de Wang Mengyun, anfitriona de un programa culinario de televisión y que no estaba en la China sino en Palau, una isla del Pacífico. Pero este tipo de absurdos no es nuevo ya que durante la pandemia de influenza de 1918 (cuando pudieron haber muerto entre 20 a 50 millones de personas), se decía que el germen causante (para entonces desconocido) había sido insertado en las aspirinas que vendía la compañía alemana Bayer para infectar al resto de la humanidad.
De lo que no cabe duda es que, como todas las pandemias, la COVID-19 no es un acontecimiento al azar. Estos fenómenos aquejan a las sociedades a través de las relaciones de los humanos con el ambiente, otras especies y entre ellos mismos. Hoy en día, la deforestación, la agricultura irresponsable, la urbanización desenfrenada y el crecimiento demográfico alteran la relación entre los humanos y los animales. Está comprobado que cuando el ecosistema del hábitat natural de los animales salvajes se ve alterado por dichas actividades humanas, aquellos suelen excretar en mayor cantidad los virus y otros microbios que portan, lo cual facilita el salto de los mismos a los humanos. Esto nos lleva a concluir que esta pandemia podría ser sólo un síntoma de la crisis ecológica que se nos viene encima.
Las pandemias han jugado un papel importante en la conformación socio-política, económica, cultural, religiosa y científica de la sociedad. El punto de referencia histórico es la peste bubónica que azotó la humanidad en tres ciclos recurrentes desde el siglo VI al XX y que tuvo una profunda influencia en el arte. Así vemos como el desenlace trágico de Romeo y Julieta de Shakespeare se debió a la imposibilidad de Friar John entregarle la carta de Julieta a Romeo, quien estaba exiliado en Mantua, ciudad en estado de emergencia debido a un brote de peste. Al inicio de El Decamerón, Boccaccio retrata vívidamente la epidemia que diezmó a Florencia en año 1348. En Diario del Año de la Peste Daniel Defoe narra en detalle la gran peste de Londres de 1665. Este último fue un libro de culto de García Márquez y posiblemente le sirvió para armar el pasaje de la peste del insomnio en Cien Años de Soledad. Más adelante, el escritor colombiano adaptó aquella obra para hacer el guión del film El Año de la Peste dirigido por Felipe Cazals. En la película El Séptimo Sello, Ingmar Bergman pensando en la peste bubónica como el prototipo de calamidad humana, la utiliza como metáfora de una guerra nuclear.
Tal y como ocurre hoy, estas sociedades no estaban preparadas para afrontar la marea de enfermedad y muerte que acarreaba la peste bubónica. En consecuencia, muchas de las víctimas no recibían atención médica y un sinnúmero de personas huía de las ciudades afectadas, dejando a sus familiares enfermos solos de cara a la agonía y la muerte. El personal médico corría riesgos desproporcionados con respecto al resto de la población y muchos de ellos morían. Con el tiempo, la humanidad respondió con avances científicos y métodos de salud pública que ayudaron a aplacar, pero no a evitar estas calamidades.
Medidas fundamentales como evitar multitudes, mantener distancia física, permanecer al aire libre lo más posible, utilizar mascarillas y lavarse las manos son muy importantes para mitigar los embates de la pandemia. Sin embargo, no son suficientes para acabar con ella y no suelen cumplirse de forma constante y disciplinada, dejando brechas por donde puede colarse el virus. Por otra parte, las medidas terapéuticas son limitadas y estamos distantes de tener una cura contra el coronavirus. Es por eso que la forma más eficiente de frenar la presente pandemia es desarrollar inmunidad comunitaria o de rebaño a través de vacunas eficaces administradas a la mayor cantidad de personas (sin distinción de clase, raza o nacionalidad) y lo antes posible.
Cuando una persona adquiere una enfermedad infecciosa y sobrevive, su cuerpo desarrolla defensas contra el germen que causa el padecimiento de forma que si vuelve a ser infectado por el mismo microbio es probable que no sufra el achaque o si lo padece suele ser leve. Entonces se dice que el sujeto está inmune. Lo ingenioso de las vacunas es que reproducen este mismo proceso en el individuo vacunado, pero ahorrándole el sufrimiento del mal. Si una infección es introducida en una comunidad donde existe un alto nivel de vacunación contra la misma, como las personas vacunadas están inmune, el virus que causa la infección no puede propagarse y aún las pocas personas que no hayan sido vacunadas estarán indirectamente protegidas. Esto es lo que se llama inmunidad de rebaño, que también puede lograrse con la infección natural, pero para ello se necesitaría que enfermaran y murieran millones de personas.
El concepto de vacunación comenzó a fraguarse en Grecia. La inmunización rudimentaria contra la viruela o variolización empezó en China alrededor del año 1000. Pero no fue hasta el siglo XVIII cuando el médico inglés Edward Jenner aplicó el método científico a esta práctica y demostró su eficacia y reproductibilidad. Observó que las ordeñadoras de vacas que habían padecido viruela bovina (una forma leve de viruela) no se infectaban con viruela humana. Esto lo llevó a preparar una solución con pústulas de una de esas ordeñadoras (que él llamó vacuna, palabra derivada del latín vaccinus que significa de vaca) y se la inyectó al hijo de su jardinero. Más tarde expuso al niño a la viruela humana y éste no se enfermó, como tampoco lo hicieron quince voluntarios que la recibieron dos años después. Desde entonces, se han desarrollado vacunas para múltiples enfermedades que han ido perfeccionándose con el tiempo y que son consideradas las herramientas más efectivas para prevenir infecciones.
A día de hoy, existen más de 60 candidatos para vacunas contra la COVID-19 que están en la fase de estudios clínicos en humanos. La OMS ha dicho que aceptará cualquier vacuna que tenga una eficacia de 50% o más comprobada en experimentos científicos. Para el desarrollo de las vacunas que llevan la delantera en la carrera de producción se han empleado cuatro métodos o plataformas.
El método clásico es el de las vacunas de virus completo, donde se emplea todo el coronavirus, pero al cual se ha inactivado y destruido su material genético, dejando sus proteínas estructurales intactas para que funcionen como antígeno (o sustancia que da lugar a reacciones de defensa). Cuando esta vacuna es inyectada, como el virus está muerto no puede infectar a las células del vacunado, pero el sistema inmunológico del mismo cree que se trata de un virus vivo y se desencadena la respuesta inmune que protegerá al individuo en posibles encuentros futuros con el virus real. Este tipo de vacunas está representado por las vacunas chinas Sinopharm que tiene una eficacia de 79% y Sinovac cuya eficacia probable es de 50%. Ambas tienen un precio por dosis de $US 30.
En el segundo método o vacunas de subunidad proteica recombinada no se emplea el virus completo como antígeno sino solamente la proteína de espícula (spike protein), que es la proteína del coronavirus más inmunogénica (con mayor capacidad de activar el sistema inmunológico de la persona vacunada), ya que durante la infección natural es la que facilita la entrada del virus a la célula respiratoria del enfermo. Bajo el microscopio electrónico, estas proteínas sobresalen en la superficie del virus, dando la apariencia de un halo o corona. De ahí el nombre de coronavirus.
Para hacer este tipo de vacunas se toma el ácido desoxirribonucleico (ADN) que contiene el código genético de la proteína de espícula y se le inserta a otro microorganismo que en el caso de la vacuna estadounidense Novavax se trata del baculovirus que infecta a las polillas, las cuales al reproducirse simultáneamente sintetizan las proteínas de espícula. Las proteínas así cosechadas se purifican; se les agrega un adyuvante de saponina para hacerlas más inmunogénicas y se encapsulan en nano-partículas de glicoproteína para protegerlas. Una vez inyectada, esta vacuna tampoco infecta a las células del vacunado, pero estimula una respuesta inmune. La vacuna Novavax tiene una eficacia de 89% y un precio por dosis de $US 16.
Los otros dos métodos de producción de vacunas son más novedosos y se conocen como vacunas de nueva generación o genéticas. Contrario a las vacunas anteriores, donde se inyectaba directamente el antígeno (ya sea el coronavirus completo o la proteína de espícula), aquí se inyecta el material genético del virus que lleva las instrucciones de la producción de esas proteínas de espícula a la célula muscular del vacunado para que sea esta la que produzca las nuevas proteínas de espícula que van a iniciar una respuesta inmune en el vacunado muy parecida a la que ocurre durante la infección natural. Estas son las vacunas más fáciles de producir y por eso llevan la delantera en la carrera de vacunas contra la COVID-19.
Las vacunas de ácido ribonucleico mensajero (mARN) están representadas por la vacuna germano-estadounidense producida por Pfizer-BionNTech que hasta ahora tiene la mejor eficacia de todas las vacunas (95%) y un precio de $US 20 por dosis, y la estadounidense desarrollada por la compañía farmacéutica Moderna y el Instituto Nacional de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) con una eficacia de 94% y un precio por dosis de $US 37.
Estas vacunas son enteramente sintéticas, empleando la secuencia del genoma del coronavirus que fue dado a la luz por los científicos chinos hace más de un año. Esto permite un diseño fácil y una producción rápida. Su gran desventaja es requerir muy bajas temperaturas para almacenamiento y transporte, lo cual hace su uso relativamente impráctico en países tercermundistas.
La vacuna de mARN está compuesta por el mRNA que codifica la proteína de espícula, éste está encapsulado en una nano-partícula de grasa protectora que le permite penetrar en la célula muscular del vacunado luego de la inyección. Una vez en el citoplasma de la esta célula, el mRNA es liberado y el código de producción de las proteínas de espícula es leído por la maquinaria celular constituida de ribosomas que dan lugar a la producción de nuevas proteínas de espícula idénticas a las del coronavirus. Estas son llevadas a la superficie de la célula muscular, donde son detectadas por el sistema inmunológico del vacunado y estimulan una respuesta inmune robusta. Como el mRNA contenido en esta vacuna se queda en el citoplasma y no penetra al núcleo de la célula del vacunado, que es donde se encuentra el genoma humano, éste no puede ser alterado por la vacuna.
Las otras vacunas genéticas son las vacunas de vectores virales. En este caso, se introduce el ADN que contiene el código genético de la proteína de espícula en el genoma de otro virus que ha sido atenuado o debilitado (llamado virus vector) y al cual se le ha despojado de los genes responsables de su replicación, por lo que es incapaz de enfermar al vacunado. Una vez inyectado, el virus vector penetra en la célula muscular del individuo y lleva el ADN de la proteína de espícula que contiene al núcleo de la célula del vacunado. Allí, el ADN es transcripto en mARN que luego es enviado al citoplasma de la célula con las instrucciones a los ribosomas para que se produzcan nuevas proteínas de espícula, las cuales serán llevadas a la superficie de la célula muscular del vacunado, desde donde estimularán la respuesta inmune. En este caso, el material genético que aporta el virus vector tampoco puede integrarse al genoma del sujeto.
Estas últimas son las vacunas más populares entre los productores. Aquí se encuentran, en orden de eficacia: la vacuna rusa Sputnik V con una eficacia de 91% y precio por dosis de $US 10; la anglo-sueca producida por la Universidad de Oxford y la compañía farmacéutica AstraZeneca con una eficacia de 62-90% contra la infección y 100% contra la enfermedad severa, siendo la más barata de todas con un precio por dosis de $US 4; la vacuna belga-estadounidense desarrollada por Janssen y Johnson & Johnson con una eficacia de 57-72% contra la infección y 85% contra la enfermedad severa requiriendo sólo una dosis con un precio de $US 10; y la vacuna china CanSino que tiene una eficacia de 65% y también sólo requiere una dosis.
Los estudios clínicos de la mayoría de estas vacunas están proyectados para tener una duración de dos años. Hasta ahora, sólo se han publicado resultados preliminares en las revistas científicas, los cuales indican que las que llevan la delantera son eficaces previniendo la infección sintomática y la enfermedad severa causadas por el coronavirus. Sin embargo, hay que esperar resultados a más largo plazo para determinar si alguna de estas vacunas pueden causar efectos adversos serios con el paso del tiempo; cual es la duración de la protección que confiere la vacuna; cual es la correlación de protección (la prueba a usarse para determinar si una vacuna ha sido efectiva); si la vacuna previene la infección asintomática; cual es la eficacia en los niños, las mujeres embarazadas o lactantes y los pacientes inmuno-comprometidos; y si en la medida que el virus pasa de un paciente a otro y sufre mutaciones (cambios en la secuencia de su genoma) se hace resistente a las vacunas. Nada de esto está bien definido aún.
Las nuevas plataformas de vacunas y la colaboración de muchos países que aportaron dinero público y privado además de voluntarios para los estudios clínicos han permitido que en menos de un año de ser declarada la pandemia contemos con vacunas de una eficacia preliminar sorprendente. Hasta ahora, el proceso de investigación y desarrollo de una vacuna solía durar diez a quince años. Pero si bien estas vacunas contra la COVID-19 se desarrollaron mucho más rápido de lo usual, las compañías farmacéuticas han asegurado que durante los experimentos se llevaron a cabo todas las fases requeridas por el método científico, sin comprometer el control de calidad que garantizaba una evaluación rigurosa de su eficacia y seguridad. La mayoría de los participantes en el grupo de vacunados durante estos estudios tuvo síntomas relativamente leves y transitorios que se cree son prueba de que el sistema inmune de esas personas estaba respondiendo. Los pocos casos de eventos adversos serios que se describieron no fueron muy diferentes entre los grupos vacunados y no vacunados y la frecuencia de esas condiciones no fue mayor que en la población general.
Para agilizar el desarrollo y producción de las vacunas, en EUA se suscribió un acuerdo entre el gobierno y las grandes compañías farmacéuticas llamado “Operación a la Velocidad de la Luz” mediante el cual el Congreso puso 10 millardos de dólares a disposición de siete compañías que tenían candidatos para vacunas contra la COVID-19 con la condición de que empezaran a producirlas antes que los resultados de las investigaciones clínicas estuvieran disponibles de modo que aquellas que fueran exitosas comenzaran a distribuirse desde que la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA, por sus siglas en inglés) las aprobara. La meta era que fueran entregadas 300 millones de dosis en enero del 2021 para ser administradas a la población. Hasta la fecha, sólo tres vacunas (Pfizer, Moderna y Johnson & Johnson) han sido aprobadas por la FDA para uso masivo. Debido a serios problemas con la logística y disponibilidad de las vacunas, hacia finales de febrero sólo se habían entregado alrededor de 100 millones de dosis.
Por su parte, la OMS lanzó su campaña multilateral COVAX con la que está ayudando a la fabricación de vacunas y comprándolas anticipadamente para distribuirlas en los países de menos recursos. El objetivo de este proyecto es haber vacunado al menos el 20% de la población de cada país participante para fin de año, sobre todo a las personas con mayor riesgo de padecer la COVID-19 severa. Se estima que se necesitan repartir dos millardos de dosis para estos fines.
Lamentablemente, una vez empezaron a distribuirse las vacunas, la soberbia humana mostró sus garras en la forma de lo que se ha llamado nacionalismo de vacuna por parte de los países más ricos, que, aunque sólo constituyen el 16% de la población mundial, han acaparado el 60% del suministro mundial.
El problema con este tipo de egocentrismo es que en un planeta tan interconectado como el nuestro, la pandemia no cesará a menos termine en cada uno de los países que lo componen. De modo que la solidaridad se impone. Estamos frente a un virus católico en el sentido universal del término y sólo puede derrotarse con la colaboración integral de todos los pueblos.
Asistimos a un estado de excepción muy parecido a una guerra mundial, donde todos los aspectos y organización de la vida humana se ven afectados en cualquier lugar del globo terráqueo. Por consiguiente, los pasos para combatir esta pandemia no pueden darse siguiendo sólo las reglas del mercado, ya que éste (como nos enseñó Milton Friedman) se rige por la avaricia o el afán de ganancia. El estado de cosas exige priorizar el bien común y crear una suerte de inmunidad de rebaño económica que nos permita aumentar la producción y distribución de vacunas. La forma más desprendida de lograr este objetivo a la mayor brevedad posible es compartiendo tecnologías de fabricación de vacunas y renunciando temporalmente a las patentes. Viene a cuento la respuesta de Jonas Salk cuando luego de crear la vacuna contra la poliomielitis le preguntaron quién era el dueño de la patente de la nueva vacuna a lo que él contestó diciendo que no existía una patente pues el sol no puede patentarse.
El papel de las vacunas en la sociedad pasa por una interacción entre sistemas sociopolíticos, cultura, economía, creencias individuales e índice de alfabetismo. Esto tiende a crear varios frentes por donde pueden introducirse información incorrecta y mensajes conflictivos.
A pesar de sus grandes beneficios, desde los tiempos de Jenner las vacunas han sido rechazadas por una parte de la población. De hecho, el término “objetor de conciencia” (que luego fue utilizado por los pacifistas) se empleó inicialmente para designar a las personas que se oponían a las vacunas. En EUA, Thomas Jefferson promovía las vacunas, pero un hijo de cuatro años de Benjamín Franklin murió de viruela por éste rehusar vacunarlo. Sobresaltado por tan irracional oposición a algo tan beneficioso como la vacuna, Charles Dickens escribió su novela Casa Lúgubre (Bleak House), donde desfiguró por viruela a su personaje Esther Summerson como un grito de alarma a las consecuencias de no vacunarse.
Hoy acudimos a una situación similar con las vacunas contra la COVID-19. En EUA inicialmente la mitad de la población sentía hesitación frente a estas vacunas, siendo peor entre las minorías. Más recientemente, parece ser que su aceptación ha mejorado y se dice que sólo un tercio de la gente las rechaza.
Una reciente encuesta realizada por el Centro Económico del Cibao y publicada en Acento.com revela que en nuestro país el rechazo a la vacuna es de 44% en la clase pobre, 41% en la clase media y 27% en la clase alta. Esto es preocupante porque los estratos más bajos de la sociedad (que incluyen a los inmigrantes haitianos) son los que corren los mayores riesgos en esta pandemia, ya que no pueden trabajar desde sus casas y tienen que usar el transporte público, exponiéndose a ser infectados. La mayoría vive hacinada en barrios marginados, donde no tienen posibilidad de distanciamiento ni cómo lavarse las manos con la frecuencia requerida. Por no haber tenido acceso a cuidados de salud y por su mala alimentación, estos individuos suelen padecer enfermedades que los ponen a riesgo de desarrollar COVID-19 severa. Por todo esto, si se quiere evitar la perpetuación de la pandemia y las mutaciones del coronavirus en nuestro país, hay que proponerse convencer y vacunar a los desposeídos con la misma diligencia que a las clases más pudientes. No se trataría de un acto de caridad sino de supervivencia.
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J.R. Mateo-Contreras es infectólogo. Fellow de la Sociedad de Enfermedades Infecciosas de América (FIDSA), de la Sociedad de Enfermedades Infecciosas Pediátricas (FPIDS) y de la Academia Americana de Pediatría (FAAP). Profesor Clínico Asociado de Pediatría en la Florida Atlantic University y en The University of Vermont.
En portada: Autorretrato en cuarentena, 2020. Iris Perez Romero.