La cultura, en tanto condición humana manifiesta, no acepta indiferencia. Cada persona la produce y demanda. Constituye una segunda piel de deberes y derechos irrenunciables incluidos en las constituciones de las naciones. Por ende, los gobernantes están obligados a salvaguardarla, esto es, a preservar cuanto abarca: modos de vida, costumbres, producción intelectual, las artes, el patrimonio tangible e intangible, la lengua, el estado del desarrollo humanístico, científico e industrial; les corresponde emprender acciones garantes de la dignidad y calidad de vida de los ciudadanos. 

Incluso Rafael Leónidas Trujillo, sátrapa poco ilustrado, entendió la conveniencia de prestar atención a la cultura; obviamente con intenciones de canalizar adoctrinamientos y establecer controles ideológicos. Acaso inspirado en el “Panem et circenses” de los tiempos imperiales, referido en la Sátira X del poeta latino Juvenal (circa 100 A. D.), Trujillo procuró distensión social brindando soporte a expresiones populares, verbigracia, apostó a la consolidación del béisbol y el merengue, ritmo que utilizó para el deleite danzario y también como mecanismo publicitario de idealización de su imagen. Asimismo, dispuso la conformación de organizaciones estatales destinadas a cultivar la cultura: en 1934, mediante la ley 786, dispuso la creación de la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes; en 1940, mediante la ley 311, instituyó la Dirección General de Bellas Artes; en 1941, fundó la Orquesta Sinfónica de Santo Domingo; en 1942, estableció la Escuela Nacional de Artes Visuales; y en, 1956, construyó el neoclásico Palacio de Bellas Artes. 

Igualmente valiosos fueron los aportes a la cultura realizados durante los gobiernos encabezados por Joaquín Balaguer, quien prestó atención al legado arquitectónico creando, en 1967, la Oficina de Patrimonio Cultural, y privilegió la construcción de importantes infraestructuras, entre las que destaca, la Plaza de la Cultura, edificada en la antigua hacienda de Julia Molina Chevalier, madre del generalísimo,  para albergar diversas instituciones, a saber: Biblioteca Nacional (1971), Teatro Nacional Eduardo Brito (1973), Museo del Hombre Dominicano (1973), Museo Nacional de Historia Natural (1974), Museo de Arte Moderno (1976), Cinemateca Dominicana (1979) y Museo de Historia y Geografía (1982). Balaguer fue responsable, en 1992, de la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento, y con ello, de la construcción del Faro a Colón y, en 1995, de El Gran Teatro del Cibao. Del gobierno de Antonio Guzmán se destaca la edificación, en 1978, del Centro de la Cultura “Ercilia Pepín” en Santiago. Nada relevante, en aspectos culturales, destaca en el período gubernamental de Salvador Jorge Blanco. 

Hasta el año 2000, los servicios culturales estatales fueron ofrecidos por la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Este último apelativo fue agregado mediante el Decreto Núm. 16, del 4 de septiembre de 1965, cuanto le fueron transferidas las funciones relacionadas con cultos de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores. Tenemos pues que, con el inicio del milenio, también empezó la brevísima y agitada historia de la Secretaría de Estado de Cultura. Un antecedente importante aconteció el 1 de enero de 1997, cuando el Poder Ejecutivo, encabezado por Leonel Fernández, mediante Decreto Núm. 82-97, creó el Consejo Presidencial de Cultura, como una forma de formular y ejecutar una política cultural coherente con los valores de la identidad del pueblo dominicano. Ese Consejo estuvo integrado por: Víctor Víctor, Alberto Bass, José A. Bobadilla, Luis O. Brea Franco, Cayo Claudio Espinal, Manuel Jiménez, Bernarda Jorge, René Merette, Jeannette Miller, Gustavo Moré Guaschino, Mateo Morrison, Diómedes Núñez Polanco, Bruno Rosario Candelier, Natacha Sánchez y Carlos Santos. 

Posteriormente, artistas e intelectuales participaron en un Diálogo Nacional iniciado en 1997 y concluido el 8 de marzo de 1998, en el cual demandaron la creación de un organismo autónomo de cultura. Como consecuencia, con presteza el Poder Ejecutivo autorizó la definición del marco legal necesario para su funcionamiento, emitiendo leyes y decretos relevantes, entre ellos: 28 de junio del 2000, ley 41-00, para la creación de la Secretaría de Estado de Cultura como instancia de nivel superior encargada de coordinar el Sistema Nacional de Cultura y administrar las instituciones relacionadas; 24 de julio del 2000, ley 65-00, sobre derechos de autor; 29 de diciembre de 2008, ley 502-08, del libro y las bibliotecas; 6 de febrero de 2010, decreto 56-10, en cuyo artículo 1, acápite 18, fue renombrada como Ministerio de Cultura; 29 de julio del 2010, ley 108-10, de fomento de la cinematografía; 17 de julio de 2019, ley 340-19, sobre el régimen de incentivo y fomento del mecenazgo cultural, y  el decreto 558-21, del 10 de septiembre de 2021, para establecer su reglamento de aplicación.

Tony Raful Tejada, el primer Secretario de Cultura, ejerció durante el período 2000-2004, bajo la presidencia de Hipólito Mejía. De su gestión sólo recuerdo (admito mi sesgo provinciano) el desarrollo del sistema de Casa de Cultura, con el cual se inició la desacertada práctica estatal de competir en programación y recursos con las instituciones naturales, no gubernamentales, de los pueblos. Raful fue sustituido por José Rafael Lantigua, quien había presidido la Comisión Permanente de la Feria del Libro (1997-2000) y realizado, en 1997, la primera Feria Regional del Libro en Santiago de los Caballeros, una de las pocas inversiones culturales relevantes fuera de los predios capitalinos. Lantigua, quizás por ser el incumbente con mayor tiempo al frente del organismo de cultura, de 2004 a 2012, es quien ostenta mayores acciones para la consolidación institucional. Entre sus aciertos están haber dado relieve al Consejo Nacional de Cultura, ya especificado en el artículo 10 de la ley 41-00, en tanto organismo superior de decisión; e incorporar masivamente gestores y activistas culturales de todas las regiones. Durante su gestión, Lantigua se enfocó en las celebraciones anuales de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, convirtiéndola en el leitmotiv o buque insignia del organismo de Cultura. 

De menor impacto fueron las ejecuciones de los ministros designados por el presidente Danilo Medina, para quien la cultura nunca fue prioridad. Sus tres incumbentes apenas continuaron con los programas de animación ya perfilados, aumentando una empleomanía parasitaria consumidora de la mayor parte del presupuesto. El primero, José Antonio Rodríguez, 2012-2016, intentó implementar proyectos a través de concursos, muchos de los cuales terminaron adjudicados de manera discrecional. Puede exhibir logros alcanzados después de su destitución, al ser nombrado Embajador ante la UNESCO, de gestionar el reconocimiento de ritmos autóctonos, merengue y la bachata, como patrimonio de la humanidad. Pedro Vergés, quien fungió del 2016 hasta mayo del 2018, tuvo un parco desempeño; se mantuvo al margen de las necesidades y prioridades del sector cultural, quizás por su ausencia de dos décadas en funciones diplomáticas. Eduardo Selman, ministro desde 2018 al 16 de agosto del 2020, en tanto activista político desvinculado de la cultura, realizó una gestión intrascendente.  De igual suerte, fue la gestión de un año de Carmen Heredia de Guerrero, designada por actual presidente Luis Abinader; quien, pese a su impresionante hoja de vida como gerente cultural, apenas se dejó sentir. Recientemente ha sido designada la comunicadora Milagros German.

Por los escasos aportes institucionales de las últimas gestiones ministeriales, circulan fuertes cuestionamientos de la razón de ser de este ministerio. Se acusa a los últimos ministros de desconocimiento y, por ende, desvinculación de los propósitos y las funciones del Ministerio de Cultura; asimismo, de un antojadizo uso del presupuesto, de la designación en puestos vitales a compañeros de sus partidos políticos con escasa formación académica y administrativa, poca experiencia de gestión cultural y escasa vocación de servicio. De ahí que incluso precursores del Ministerio, como Víctor Víctor en declaraciones recogidas por el periódico digital Acento de fecha 30 de julio de 2019, sugieran su disolución o reincorporación como viceministerio dentro del Ministerio de Educación “para hacer más efectivos los programas y políticas culturales”. 

La percepción generalizada, dados los continuos desaciertos e indelicadezas, es que, en aspectos culturales, antes estábamos mejor. No sin razón. El Ministerio de Educación, por ser un organismo de amplia diseminación a lo largo y ancho del territorio nacional, cuenta con una numeraria estructura orgánica con probada experiencia en supervisión escalonada, manejo de presupuesto y controles de auditorías. Estas fortalezas institucionales, ya probadas en décadas de manejos de servicios de educación, cultura y cultos, lucen idóneas para garantizar la continuidad operacional necesaria para satisfacer las demandas de servicios resultantes de los derechos culturales de los ciudadanos. De igual manera, se percibe  conveniente el uso de burócratas generalistas enfocados en aspectos netamente institucionales, como son la creación y gestión de infraestructuras expositivas, formación en las disciplinas artísticas, tanto de manera especializada como a partir de asignaturas en los programas educativos tradicionales, e incentivos a los creadores mediante premiaciones. Muchos consideran que un personal administrativo experimentado, y sin obstinaciones artísticas, prevendrían las improvisaciones de oportunistas políticos y el impacto negativo de intelectuales y artistas de egos desmesurados que regularmente tienen agendas personales y grupales ocultas.

Ciertamente, razones sobradas hay para la decepción, pero no para anular el transcendental logro de contar con un organismo de alto nivel dedicado exclusivamente a preservar los derechos culturales. A estas alturas, y a pesar de los errores, el Ministerio de Cultura es imprescindible. Obviamente, de cara a los resultados, se precisan rectificaciones, clarificar las reglas de juego. Con la buena voluntad de los funcionarios designados, y el indispensable apoyo del Poder Ejecutivo, es posible hacer una revisión orgánica estratégica que incluya la reformulación de la misión y visión para enfocarlas en los ciudadanos, así como planificaciones periódicas de metas, a corto y mediano plazo, que prioricen ofrecer servicios culturales idóneos, oportunos y suficientes, que sumen valores e incentiven al disfrute orgulloso de la idiosincrasia vernácula.

El mayor reto del Ministerio de Cultura no es distinto al de las otras entidades estatales: asimilar de manera efectiva la responsabilidad de tocar con sus funciones todos los rincones del país. Es impostergable romper con la atracción, tipo hoyo negro, que ejerce Santo Domingo, acaparando el crecimiento social, cultural, político y económico nacional. Los ciudadanos de las provincias existentes, y de las imaginadas por legisladores que ambicionan aumentar sus cuotas del boato, aportan de la misma manera al Erario y, por tanto, merecen que sus impuestos le sean devueltos equitativamente en obras y servicios.  

En ese sentido, urgen esfuerzos serios para lograr una descentralización administrativa y presupuestaria real. Salvo en la gestión del intelectual mocano, todos los viceministros han sido residentes capitaleños que pocas veces se desplazan a las comunidades del interior. Incluso, después de establecido un viceministerio en la región norte fue degradado a una simple dirección, para con este satisfacer la leonina cuota de colaboradores capitalinos. Esta errónea medida ha tenido como consecuencia que los funcionarios provinciales tengan que desplazarse a la sede principal hasta para gestionar la firma de un simple cheque.

La miope visión centralista afecta incluso el accionar de las entidades de representación nacional cuyas programaciones están dirigidas exclusivamente al público capitaleño. El caso más notorio acaso sea el de la Orquesta Sinfónica Nacional, la cual lleva lustros sin presentaciones en el interior del país aun cuando realiza galas anuales que bien pudieran incluir funciones en el Gran Teatro Cibao, local que cuenta con las mismas facilidades nobles del Teatro Nacional. Lo mismo aplica para los demás grupos artísticos nacionales (coro, compañías de danza, teatro y ballet folclórico) y también para concursos, bienales y eventos, muchos internacionales, para los cuales no hay razones logísticas ni presupuestales que impidan abarcar todo el país, puesto que se trata de instituciones e iniciativas sustentadas con fondos públicos. 

En tanto cultura es lo que la gente hace, otro reto importante para el Ministerio de Cultura es normalizar la gestión de sus recursos humanos, alimentando la productividad y el sentido de pertenencia del personal mediante el desarrollo del criterio de carrera administrativa. Es impostergable erradicar la práctica de designar incumbentes directivos, administrativos e incluso operativos, como premio al apoyo de campañas políticas. El reclutamiento de personal debe realizarse mediante concursos de oposición, en base a hojas de vidas calificadas, que reflejen niveles de formación, experiencia, vinculación y vocación de servicio. Se debe garantizar que en cada puesto se disponga de gestores idóneos, conocedores de las necesidades reales de la gente, comprometidos para fungir eficientemente desde y para sus provincias, evaluados periódicamente para garantizar un desempeño adecuado, empático y solidario.

En fin, la existencia del Ministerio de Cultura debe justificarse con ejecuciones positivas y sostenidas. Los ministros, y demás responsables de organismos e instituciones relacionadas, jamás deben confundir aspiraciones de rentabilidad, concepto propio de entidades lucrativas, con la eficacia y la eficiencia necesarias para garantizar los derechos culturales y satisfacer las expectativas de los ciudadanos en relación a los servicios ofrecidos.

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Fernando Cabrera es graduado en Doctorado (PHD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.