Se me ocurrió compartir, durante esta cuarentena, unos cuantos sonetos, como un homenaje a este género maravilloso que marcó mi adolescencia. Tendría unos 14 años cuando comencé a leer los sonetos de Petrarca, y también los de sus alumnos españoles, Garcilaso y Boscán. Poco después llegué, como es natural, a los monstruos: Quevedo, Góngora y Lope.
Este de aquí, es de Quevedo, que lo publicó en el Heráclito Cristiano, en 1613. Es hermoso sobre todo por el último terceto:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Brutal, sobre todo cuando uno cruza la barrera de los 50 y los lee sin la inocencia que se tenía a los 15. Lo curioso del caso es que, al leerlo, siempre imaginé a un poeta completamente jodido por el paso del tiempo, con bastón, gafas y achaques, y un pie firme en el cementerio. Pero Quevedo, al escribirlo, tenía apenas 33 años, y viviría todavía otras tres décadas (jodiendo, escribiendo, gozando y sufriendo).
Con mis 51 a cuestas ya no sé qué pensar…
Marzo 30, 2020
Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).