No puedo dormir. Son las tres de la mañana de un sábado frío y nuboso en esta ciudad que hoy está plagada de tristeza. Hace días que todo permanece desierto, las calles, los parques, las estaciones de trenes, las canchas de futbol, los vestíbulos de los hoteles, las tiendas de la avenida Broadway por donde paso diariamente, las aceras en las que hace solo una semana caminábamos tomados de las manos, sin miedo, sin que nos temblaran los labios y sin que la voz se nos entrecortara. 

Enciendo el televisor y las noticias que vi hace unas horas vuelven a invadir el pequeño apartamento. Mientras resuena la voz consternada de Chris Cuomo veo el edificio Empire State brillar con los colores de la bandera americana. Me asomo al cristal y siento que la ciudad me invade; veo montones de luces resplandecientes sobre mí, en las paredes vacías, sobre los muebles y los cojines y las sillas y los libros que han quedado desolados, a medio leer. 

Los hospitales no resisten una tos más, un estornudo más, un suspiro más, una lágrima más. Todo duele. La señora linda que de repente no volví a ver en las sesiones de radioterapia, duele; la ausencia del conserje que me abría la puerta para que yo no usara mis manos, duele; la falta de mi primo Enrique que me recogía los viernes para comer hamburguers cerca de Union Square y con quien jugaba a saludarnos con los codos, duele. Sí, todo duele. Duele la soledad y este silencio que perfora a Manhattan por todas sus esquinas. Duelen las flores que se marchitan en sus macetas porque no podemos tocarlas, ni llevarlas pegadas al pecho, ni entregarlas con un beso. Duelen las cifras duplicadas cada vez que veo la pantalla del televisor. Duele la media sonrisa del taxista, del que limpia las calles, del que pasea los perros. Duelen los perros que se quedarán sin casa, sin caricias y sin nadie a quién obedecer. Duelen los que han muerto buscando alguna gota de oxígeno que le dé vida a sus pulmones. Duele el sollozo y el miedo de los que con coraje reparten un poco de esperanza. Duele no saber qué va a pasar con el amor. 

Entre sorbos de un vino tinto añejado se me pasan las horas, y sigo tan insomne como los pájaros que vuelan en las noches mientras se oyen sus cantos pesarosos. Pronto serán las cinco de la mañana y decido colar café. Me gusta el café fuerte, amargo y en taza grande; así lo aprendí a tomar desde pequeñita cuando mamá Chela, mi bisabuela paterna, lo soplaba para darme chupitos de su taza y de este modo evitar que mis labios se quemaran. El aroma de los granos recién molidos penetra en mi sien y rememoro mi último viaje a la montaña cuando fui con los abuelos, con mis padres y con los niños. Hace solo pocos meses podíamos besarnos, comer del mismo plato y pasarnos la noche junto a la chimenea abrazados, cantando boleros pegaditos, hasta que quedábamos dormidos unos encima de los otros, extenuados por el sueño. 

Fotografias de Alejandro Nuñez Frómeta.

Está amaneciendo. Ya no importa si sale el sol o si está nublado. El pronóstico del tiempo no es tema de conversación ni lo es el nuevo estilo de zapatos que usan los hípsters de Wall Street. Sí, los mismos hípsters únicos y auténticos que fuman cigarrillos franceses y quienes pretenden saberlo todo antes que nadie. Lo que ellos no sabían es que también pueden morir asfixiados igual que Max, el negro que vendía sellos en el correo de la esquina, o como Leila, la señora que se pasaba la mañana limpiando el vestíbulo del edificio mientras iba dejando una estela de olor a curry indio en todos los rincones. Las horas pasan y solo cambia el número de muertos e infectados, lo demás está igual. Un silencio que muerde y que crepita en el mundo y que solamente lo interrumpe el llanto, o el canto de saetas en los balcones de Madrid, o las oraciones colectivas, los aplausos a las ocho de la noche para animar a los sanitarios, o esa guitarra que suena tenue en el fondo del pasillo de mi piso. 

Hoy es mi última sesión de radioterapia y debo alistarme. Comencé hace treinta días en el momento en que apenas empezaba la idea del confinamiento en Nueva York. Las peticiones de casi todos los gobiernos del mundo con el fin de que nos quedemos en casa se acentúan cada día más. Se ha paralizado la humanidad de la misma manera que se paralizan algunos músculos del cuerpo durante el sueño, para evitar lesiones. Todo está detenido mientras el aire se limpia, el cielo se aclara y el agua se descontamina, porque solo así podremos seguir viviendo, solo así nos salvamos del limbo donde están sumidos los que carecen del óleo sagrado cuando no hay despedidas posibles o cuando la soledad es lo único que los acompaña. Solo así, la magulladura cruel que nos atormenta y nos castiga podrá recuperarse. 

El pasillo está desolado. Solo se oye el rasgueo lento y cansado de la guitarra del vecino. Dirijo mis pasos hacia la calle como todos los días y tomo una ruta que creía menos taciturna, menos lúgubre, menos deprimente. Me doy cuenta de que todas están iguales, no importa si es el este o el oeste, si caminas junto al rio o en el Central Park, si te paras frente a las escalinatas del Museo Metropolitano o si te salpica el agua de la fuente del Lincoln Center. Todo está tan salvajemente triste que ya no quedan almas que no sientan terror. 

El hospital no está muy lejos de mi casa. Al principio veía la ciudad llena de gente, de movimiento, de ruidos, de las luces de Times Square donde chillan las pantallas con mujeres casi desnudas o fotografías de caretas de fantasmas añejos, de música sonando por todos los huecos y de teatros con ese olor rancio de muchos sudores. También había un escepticismo indolente, indiferente o tal vez para otros, alentador. Hoy es distinto, solo he visto algunas ratas que he esquivado. Van corriendo como locas intentando sobrevivir la hambruna. No hay desperdicios en las aceras, los restaurantes están cerrados, no hay churros ni manzanas caramelizadas ni café mocha, ya no hay nada que sobre en estas calles.

“Respira hondo. Detén la respiración por 20 segundos. Respira normalmente”. Acostada boca arriba debo obedecer el mandato, así los fotones, neutrones y protones fluirán libremente en mi pecho para destruir a quienes lo han invadido y usurpado. Es como una guerra única y privada en que el cuerpo es el campo de batalla, donde los soldados se mueven, se agrupan, atacan y a veces te destruyen. El contraataque fue exitoso. Había que transgredir al invasor, debilitarlo, minimizarlo y abolirlo, como en las guerras; y como en las guerras, hemos dejado las ciudades vacías para evitar que un recluta execrable y agresor violente nuestras manos, nuestros labios, nuestro cuerpo; para que los ciervos japoneses ocupen las calles, para que los pavos salvajes de Oakland no se escondan; para que los malos humos no le provoquen más manchas al mundo; para que las vacas de Nueva Delhi marchen a paso lento por las carreteras, para que los jabalíes de Israel, las cabras inglesas y las iguanas del sur dominicano lancen sus gritos de esperanza y a todos se nos olvide el miedo. 

___

Minerva del Risco es escritora dominicana. Presidente de la Fundación René del Risco Bermúdez. Ha laborado como gestora cultural y articulista en los periódicos Acento, Diario Libre y El Nuevo Diario, así como en el suplemento cultural Areíto del Periódico Hoy, en la Revista Global y en la revista literaria Punto en Línea de la Universidad Nacional de México. En el 2016 produce los textos para el libro Mi ciudad colonial del afamado fotógrafo dominicano Alejandro Núñez. En el 2017 publicó el libro de poemas Virutas de Miel y en el 2018 publicó el poemario El envés de mil voces.

Alejandro Nuñez Frómeta es fotógrafo con estudios en la Escuela de Altos de Chavón, República Dominicana, Afiliada a Parsons School of Design de New York, y otros cursos en La Salle College en Colombia.