No ha sido mi propósito confundir al lector con este título de extraña ambivalencia etimológica. Se trata de un oxímoron o error en el uso de conceptos opuestos con el propósito de extraer un concepto nuevo. En el curso de mi narración comprenderán la razón de esta licencia.  

Pocas veces en la vida he sentido tanto “egoísmo desinteresado” como en este tiempo de cautiverio dentro de nuestros hogares, debido a un virus letal y aún enteramente desconocido de nombre:  coronavirus o Covid-19. Es como si una fuerza inspiradora hubiese abierto una fuente de ideas indetenibles que colman mis días y gran parte de mis noches. Acompañadas estas ideas de una compulsión que me impele a verterlas todas sobre el papel.  

En vano busco un sentido a la pandemia que nos agrede, y en esa búsqueda me encuentro con innumerables motivos para estar agradecida por hallarme viviendo en este siglo XXI cargado de ricos aportes a la tecnología.   Quién me hubiese dicho que al despertar en la callada mañana de hoy, después de tomar contacto con mi divinidad que es Dios para ponerme a las órdenes de mi destino, iría directamente a establecer una conversación con Margaret Atwood. Ciertamente, tal como lo oyen. Desde nuestros sendos encierros, ambas logramos establecer un interesante diálogo ficticio por YouTube; ella, de su parte, respondiendo a preguntas formuladas por un anfitrión en un programa cultural, en tanto yo participaba mental y activamente en aquel diálogo virtual de una profundidad inconmensurable. Una conversación singular, digna de un cuento de ficción futurista de Julio Verne; sólo que el nuestro versaba sobre los tópicos más diversos, como lo son, por ejemplo: su opinión sobre la religión, sobre su rotundo agnosticismo heredado, su absoluta conformidad ante el encierro –la cual yo comparto–, y sobre lo que ahora me intriga a espuertas: la razón que la motivó a escribir sobre el futuro. No obstante mi negación a prever y tratar de dilucidar la incertidumbre de un tiempo que aún no conocemos, la perspicaz elocuencia de esta sabia coetánea mediante su profundo dominio de la retórica,  incluyó al coronavirus como una más entre la recurrencia de las distintas pandemias que han azotado al mundo a lo largo de la historia, además de demostrarme que la predicción futurista expuesta en su distópica novela El cuento de la criada, se está escenificando en gran parte en estos exactos momentos en la nación norteamericana, encabezada por el inconmovible rubicundo Donald Trump. Gran visionaria Margaret Atwood. Dicha obra, que ha tenido difusión mundial, fue escrita en 1986, habiendo suscitado desde su publicación un éxito extraordinario debido a la vigencia que tiene hoy día la “crítica social” y el “trato a la mujer”. Aguda imaginación, fuera de lo común, la de esta brillante octogenaria que mantiene la lucidez propia de la juventud ilustrada. Con sus ralos cabellos blancos, la mirada apacible que infunden los años vividos y la parsimonia que solo se alcanza con el dominio de la sabiduría, me decía ella a través de la pantalla de mi celular, cómo esa, su novela distópica, retrata en gran parte lo que yo he podido percibir en estos 50 días transcurridos dentro de la turbulencia planetaria causada por un virus que he llegado a imaginar como tema de una novela de ciencia ficción.  Sin embargo, y además, esta ha sido la ocasión más propicia para la voraz relectura mundial de la inolvidable novela La peste de Albert Camus. 

Habiendo dicho esto, de momento regreso al análisis de la inicial actitud egoísta que he experimentado en estos días de completa dedicación a mi propio beneficio, puesto que he podido disfrutar de todo este espacio-tiempo disponible para leer y escribir a mi entera libertad. Reflejo de torpeza moral de mi parte, sin duda alguna, ya que esto implica el no pensar en el daño psicológico que este aprisionamiento ha causado y continúa causando en infinidad de otros seres humanos más débiles, que no gozan de otros divertimentos ni tampoco tienen la fortuna de disfrutar plenamente de esta misma pasión por escribir. No es ese mi caso, empero, porque además de tener al prójimo en un lugar harto privilegiado entre mis preferencias vivenciales, veo el “egoísmo” como contraparte de algo peor: la “envidia”. Eso que considero como la raíz o fuente de otras muchas perversidades que desencadenan bajos sentimientos como son, por ejemplo:  los celos, la malignidad, la rivalidad y el resentimiento. Todos los cuales debemos de evitar a toda costa, para prevenir exponernos a padecer múltiples males físicos y mentales. Sin ánimos de parecer psicóloga ni psiquiatra, me atrevo a decir que no creo que haya sufrimiento de mayores consecuencias psicopatológicas que la corrosión del alma o el cargo de conciencia, pesada carga de la que no podríamos deshacernos ni aunque estuviésemos dotados de poderes mágicos para poder “olvidar”.  

Sin darme cuenta, me he desviado del tema inicial de este escrito que es el sentido que he tratado de buscar a esta cuarentena. Dicha digresión se debió a un indetenible flujo de la consciencia que me llevó a otra dimensión mental.  A ese respecto, tengo una multitud de otros temas que abarcaré en otras dilucidaciones que, para mi satisfacción, y no sé si para la de mis lectores, serán de alguna relevancia en estos tiempos ociosos.   

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Lisette Vega de Purcell. Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.