Hace ya muchos años, siendo yo muy joven, escuché a un pariente algo mayor que yo hablar de un joven literato que se llamaba Enriquillo Sánchez. “Es un genio, es un fenómeno literario”, me decía, “es uno de los más originales escritores dominicanos”, insistía.
Lo que me llamaba la atención es que este pariente no tenía nada de intelectual y es probable que nunca hubiera leído un libro completo. ¿Cómo podía entonces decirme que un joven de quince años, que todavía no había publicado nada, era ya un importante escritor nacional? No lo entendí entonces y no le creí durante algunos años, hasta que Enriquillo Sánchez comenzó a publicar sus artículos en la entonces famosa Revista ¡Ahora!
Pasé años sin conocer a Enriquillo personalmente. Era más joven que yo y pertenecía a una camada de escritores noveles que leían furiosamente todo lo que salía del boom latinoamericano y lo comentaban en tertulias interminables a las que yo nunca me adhería porque me parecían centros de discusiones que les quitaban a sus participantes valiosas horas de trabajo, lectura o escritura.
No entendía yo, entonces, que esas tertulias eran también hornos en donde aquellos incipientes intelectuales cocinaban sus primeras ideas y sus prometidas obras en el fuego de los comentarios y críticas de sus compañeros.
Enriquillo anduvo por esas tertulias y en ellas casi siempre dejaba un sello indeleble por la brillantez de sus elucubraciones, el desparpajo de sus frases, el humor negro de sus observaciones y el provocador cinismo de sus ideas.
Valiente en sus posiciones y tenaz en sus argumentaciones, Enriquillo se convirtió desde temprano en un iconoclasta que decía no creer en nada ni en nadie, únicamente en el desesperado arte de sus palabras.
Se hizo ensayista, poeta, narrador, comentarista, conversador y bohemio. Pasaba muchas horas del día regodeándose en la música de su propio lenguaje, rumiando interioridades a las que no encontraba salida en su vida profesional, pues vivió balanceándose entre una inestable carrera de profesor universitario y otra de periodista y columnista profesional en periódicos y revistas nacionales.
Hombre curioso era este Enriquillo Sánchez. Compañero de noches interminables de Pedro Delgado Malagón, con quien lo vi agotar larguísimas jornadas de música y libaciones en las cuales las palabras eran más importantes que el alcohol, y en las que la Mujer (no las mujeres) era un tema permanente que se mezclaba con la política, la literatura y la filosofía.
La verdad es que nunca lo entendí bien. No entendía yo cómo aquella inteligencia tan preclara podía tomarse a sí misma tan poco en serio y, al mismo tiempo, tan seriamente. Enriquillo oscilaba entre la depresión y el orgullo, entre la autosatisfacción y la auto-conmiseración.
Simpático todo el tiempo, escondía tras su sonrisa y sus ocurrencias humorísticas un alma en tensión y en pena, un espíritu crispado por las presiones y conflictos de sus numerosos demonios interiores que pugnaban por salir, todos al mismo tiempo, de su mente creadora.
Pese a la gracia de sus poesías, a la ironía de su prosa, a la brillantez de sus ensayos y al humor de su novela, Enriquillo Sánchez fue un hombre atormentado. Su salud no era muy buena, su fuerza física no era la de un atleta pues desdeñaba los ejercicios físicos, y la velocidad de su mente era mucho mayor que la de su pluma o su maquinilla.
Pienso que parte de su tormento permanente era ése: el atiborramiento de ideas y la inmensa necesidad de sacarlas a la luz, todas al mismo tiempo, tarea ésta imposible que hoy, en plena era digital, diríamos sería como transmitir datos en banda ancha por vía de obsoletos cables analógicos.
Estoy diciendo todo lo anterior basado en mis intuiciones acerca de su personalidad más que en la experiencia de un trato continuado, porque la verdad es que lo traté relativamente poco y, siendo como soy, bastante ajeno a la materia literaria, sus obras me resultaban demasiado avant-garde, excesivamente experimentales para mi gusto.
No sé si sus amigos más íntimos, o aquellos que lo conocieron mejor, compartirán estos juicios míos. Tal vez no lo hagan, pues algunos de sus compañeros de tertulia contrariaron mis laudatorios juicios acerca de su novela Musiquito cuando ésta salió publicada por primera vez.
Para mí, la publicación de esta novela fue como la revelación de la cuasi-profecía que había hecho aquel pariente mío cuarenta años atrás. ¡He aquí, me dije, la novela dominicana más original de todos los tiempos!
La leí de una sola sentada. Recuerdo que comencé a las diez de la noche y la terminé tres horas más tarde. La gocé intensamente. La leí riendo todo el tiempo, admirando y gozando el incesante chorro de humor y picardía con que Enriquillo escribió esta saga de un músico y un dictador en cualquier sitio del trópico latinoamericano.
Me impresionó el torrente de construcciones verbales que uno no sabe si salieron de la mano de Enriquillo o si fue una jugarreta conjunta de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez para confundirnos, pues creo que Enriquillo intentó fundir el estilo de estos dos escritores en uno, el suyo propio.
Comenté con muchos amigos el placer que me había dado leer este libro y les dije que, entre sus muchas originalidades, se trataba de una novela circular, un texto que podía ser leído a partir de cualquier página, como la Rayuela de Cortázar, de atrás hacia delante o zigzagueando entre capítulos, si uno así lo deseaba.
Les conté a esos amigos que la trama no era una trama lineal; que todo revolvía hacia el mismo centro; que la narración se desplegaba en una espiral interminable que otorgaba a la lectura del texto la mayor de las libertades posibles.
Compré más de veinte copias de esta obra y las regalé a los amigos. Leí varias veces la impresionante presentación que hizo Pedro Delgado Malagón cuando la novela fue puesta en circulación, y me convencí de que esta obra debía ser leída y conocida por la mayor cantidad posible de dominicanos.
¿Por qué? Pues porque los dominicanos viven obsesionados con la figura de sus dictadores (Santana, Báez, Lilís, Trujillo), a quienes toman muy en serio y hasta enaltecen como modelos.
El retrato del dictador que hace Enriquillo (con la permanente sombra de su músico preferido a cuestas) es otra cosa. Es el retrato de la ridiculez suprema de Yo El Supremo, el ángulo cómico de la gran tragedia en que las tiranías han engolfado a estos pueblos latinoamericanos.
Pedro Delgado Malagón y yo hemos comentado durante años el valor de esta novela que impresiona por la riqueza de su lenguaje y la frescura de su estilo extravagante que impacta por la brutalidad de sus descripciones y por la jocosa grosería de sus retruécanos.
De esas conversaciones surgió la decisión de volver a publicarla para darla a conocer a un mayor número de personas, ya que su primera edición tuvo una tirada limitada y apenas fue apreciada por los críticos y muy escasos lectores.
Ésta es, pues, una edición-homenaje que Pedro y yo estamos dedicando a un amigo que se fue al otro lado del mundo en plena madurez creativa, que pudo haber publicado mucho más de lo que publicó, y que completó su arco de vida mucho antes de que lo hayan hecho sus compañeros y amigos que más le apreciaban.
Pedro y Enriquillo recorrieron jornadas interminables de conversaciones y discusiones literarias en las cuales las palabras y las ideas adquirían un brillo pocas veces visto en nuestras letras nacionales. Contemplarlos discutir de literatura y de la vida, como tuve el privilegio de hacerlo, era un banquete para privilegiados de los dioses.
Musiquito, la novela, es uno de los manjares de ese banquete que hoy queremos compartir con nuestros amigos y con los amantes de la literatura. Releyendo ahora este texto encontramos pasajes todavía crudos e imperfectos que pudieron haber sido revisados y pulidos, pero cuya integridad original hemos querido respetar para que mantengan la pureza primitiva de ese escritor incontenible que fue Enriquillo Sánchez.
Ningún mérito reclamamos los auspiciadores de este proyecto, como no sea el hacer posible que los dominicanos y los lectores de habla española puedan volver a leer este exuberante y desordenado texto de Enriquillo, en el que el hijo de un musiquito guitarrista cuenta una historia que nos envuelve a todos, a todos.
Presentación de la segunda edición de la novela Musiquito. Anales de un déspota y de un bolerista, 2012.
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Frank Moya Pons es historiador y educador. Ha realizado una intensa labor como columnista y articulista de los principales periódicos y revistas nacionales.