Eric Hobsbawn definió, a final de los años noventa, al siglo XX como “siglo breve”, identificando su duración con el arco temporal que va desde el estallido de la primera guerra mundial hasta la desaparición de la experiencia del socialismo real (Hobsbawn, 2011). Hoy, sin embargo, podemos afirmar que aquel final no marcó la entrada en un nuevo siglo si no, más bien, la llegada a una tierra de nadie que, sólo ahora, veinte años más tarde, nos abre las puertas del siglo XXI. Al abrirlas es una crisis global, en la cual la pandemia generada por la aparición y difusión del coronavirus se anuda y estrecha opacamente, con otras múltiples crisis, cada una con tiempos y modalidades distintas de manifestación (crisis ambiental, económica, social, de la democracia). Acerca de esta crisis se ha escrito y se escribe mucho, con una pluralidad de enfoques, por su alcance y su carácter inédito y devastador: artículos, ensayos, estudios de casos, así como análisis puntuales y reflexiones de horizonte amplio. Epidemiólogos, virólogos, biólogos, economistas, ecologistas. sociólogos, politólogos, filósofos y hasta matemáticos especializados en la construcción de modelos, tratan de entender lo que está pasando y, sobre todo, de lanzar la mirada hacia el futuro próximo. Esta producción masiva de posiciones y enfoques tiende sin embargo a quedarse a la sola enumeración y coexistencia de ideas y perspectivas y muestra dificultad para devenir un debate de visiones, políticas y estrategias, un verdadero dialogo reflexivo.
La Covid-19, que ha actuado como elemento desencadenante de una pandemia inédita por la velocidad de su propagación e impacto de muerte queda aún, en gran parte, desconocida y deja a los humanos, como principal defensa, las restricciones a la movilidad, el distanciamiento, cuando no la interrupción de los contactos físicos, la adopción de cambios profundos en la utilización y estructuración de los espacios. Se trata del “aislamiento”, del lockdown como su máxima expresión, adoptado en los diferentes países y continentes golpeados por el virus. Entre sus efectos inmediatos se destaca, además de la presencia creciente de la automatización, la difusión acelerada del trabajo a distancia en sus diferentes modalidades (trabajo ágil, smart working, teletrabajo). La digitalización adquiere una importancia, una utilización e incidencia hasta ahora desconocidas: un salto inesperado e imprevisto del quehacer cotidiano y laboral que acelera tendencias ya en acto y estimula, a la vez, otras nuevas. Y así, de improviso, análisis apreciados de estudiosos, como Bauman por ejemplo, han perdido su anclaje. Bauman (2002) nos hablaba, en los años noventa, de la implosión del espacio y asunción de la centralidad del tiempo. La Covid-19 nos recuerda que el espacio sigue siendo importante y determinante en la respuesta al peligro pandémico, y que no hay que subestimar las diferenciaciones y, a la vez, las conexiones entre sus diferentes niveles. Al mismo tiempo, la difusión de la digitalización nos empuja a no olvidar que la sociabilidad no presenta una dimensión exclusivamente física, nos recuerda más bien que la comunicación y la interacción virtuales no son por esto menos reales. Toma sustancia, de este modo, una visión nueva del espacio y la sociabilidad, un horizonte móvil en rápida evolución en las diferentes áreas de la actividad humana, desde el trabajo hasta el disfrute cultural y la diversión. ¿La aceleración imprimida por la Covid-19 es, en si, un empobrecimiento? No lo creo. Lo virtual ha devenido ya hace tiempo parte integrante de nuestra realidad, y Castells (2012, 2020) nos lo ha dicho más de una vez. Lo que tenemos que hacer es aprender a gestionar sus formas, a desarrollar sus potencialidades y a controlar los peligros que encierra. Vivir en un mundo híbrido es el gran desafío del hoy y del mañana.
Como han recordado distintos estudiosos, los incendios de septiembre y octubre en Australia anteceden y anuncian la crisis abierta por la Covid-19. Aquellas llamas revelaron la extensión y profundidad de la degradación de los ecosistemas, el aumento del calentamiento global, nos alertaron dramáticamente que la Tierra y su rico patrimonio vegetal y animal están llegando a un punto de no vuelta atrás (los llamados tipping points). La Covid-19 es precisamente uno de los productos de esa degradación, más en general, del rápido acercamiento a aquellas fronteras planetarias, más allá de las cuales las consecuencias serán ingobernables y catastróficas para todo ser viviente. Así la crisis ambiental revela no ser ajena sino directamente relacionada a la pandemia que hoy nos absorbe, destinada a ser parte de la solución que se le encuentre. Es un claro recordatorio de aquellas interrelaciones existentes entre economía, sociedad y ambiente, que la “Agenda 2030 para el desarrollo duradero”, suscrita el 25 de septiembre 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, nos señala. Agenda que significativamente está recorriendo un camino cada vez más problemático.
Por otra parte, anota Dani Rodrik (2020), una epidemia es siempre “una articulación entre determinaciones naturales y determinaciones sociales”. Desvela relaciones que la misma ciencia de la sostenibilidad considera centrales, aún presentando esta última, a mi entender, una cierta desatención hacia el área de lo político. En efecto la aparición y propagación del nuevo coronavirus ha generado, como hemos visto, tomas de posición, análisis, reflexiones, por parte de especialistas del sector sanitario, pero también, de estudiosos de otras áreas del conocimiento. La crisis económica, la más profunda y disruptiva desde los años 30, desde la gran Depresión, que encuentra en los lockdown de los diferentes países su principal motor, es el centro de la atención y es objeto de estrategias e intervenciones de emergencia por parte de gobiernos nacionales e instituciones supranacionales. Por sus características amenaza con profundizar dramáticamente la brecha entre ricos y pobres, a nivel nacional y global, y con acelerar contemporáneamente la redefinición de los equilibrios geopolíticos impulsando, esta vez, una disminución de las distancias entre países ricos y países “emergentes” de Asia. Es por esto tema de análisis y reflexiones numerosas que las leen, en algunos casos, como crisis destinada a marcar la desaparición del capitalismo (pienso sobre todo en Zizek) y en otros como oportunidad para un cambio del modelo actual de desarrollo que permita avanzar hacia una sociedad más inclusiva y sostenible, adoptando el decrecimiento como motor de la economía (Raworth, 2017; Raworth et alii, 2020) o realizando una reestructuración profunda de esta (Mazzucato, 2020) o, también, reformas que no cuestionan la centralidad del crecimiento (Milanovic, 2020a; 2020b).
Ante esta complejidad y particularidad de la crisis se multiplican las posiciones que afirman que la respuesta no puede ser otra que la solidaria (Habermas, 2020; Morin, 2020a, 2020b; Harari, 2020; Stiglitz, 2020), aunque en la indicación de las formas y de los actores de esta solidaridad haya opacidades encubiertas en el discurso de todos los días por oropeles retóricos, que terminan por señalar una vez más las dificultades del momento. De su parte, autores como Amartya Sen (2000) apelan a no olvidar cómo las crisis abren oportunidades importantes para un avance general de la sociedad. Adoptando este enfoque, distintos análisis se orientan a señalar, en el caso de la crisis actual, la presencia importante de la posibilidad de adquisición de una mayor consciencia sea de la importancia de la ciencia, sea del papel estratégico del sector público y de la acción colectiva, sea por último de la escasa confiabilidad de una economía sin reglas (Stiglitz, 2020).
Por otros aspectos, aunque muchas veces se afirme que la Covid-19 no conoce fronteras ni distinciones sociales, en su propagación el virus muestra que golpea de manera distinta a las personas y los países. En efecto, sumando a su impacto la crisis económica, genera y a la vez profundiza desigualdades y fragilidades ya existentes, aumentando inequidades en los ámbitos del trabajo y del género. Provoca una mortalidad mayor en grupos particulares de la población (véase el caso de los afroamericanos y latinos en Estados Unidos) y pone al descubierto indiferencias y egoísmos hacia los grupos más vulnerables, en particular en países de Europa del Sur. Es este el caso de los ancianos de Italia y España, en particular de aquellos albergados en las diferentes tipologías de asilos a ellos reservados, personas más de una vez consideradas como “desechables” porque ya son inútiles para el trabajo y un peso para los sistemas de jubilación, como por otra parte, significativamente, hace pocos años declaró la entonces presidente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde. La crisis hace visible de este modo una mutación cultural ocurrida en los últimos años en conexión directa con las transformaciones en acto en las estructuras familiares y en las relaciones de trabajo. Más en general, la crisis deja entrever que no es sólo el virus sino también la respuesta la causa de la mayor letalidad presente en los grupos en cuestión.
Estos caracteres inéditos de la Covid-19 han impulsado a muchos a interrogarse acerca de su identificación con un “cisne negro”, es decir con un evento del todo no previsible, raro y catastrófico. No entro en el debate que, sin embargo, no considero cerrado por la afirmación del autor mismo de la teoría, Nassim Nicolas Taleb (2020), que observa que una crisis provocada por virus desconocidos ya había sido pronosticada por diferentes estudiosos, y que él mismo, a final de 2019, había destacado la necesidad de estar preparados para eventos de este tipo. Lo que me interesa rescatar y subrayar de la reflexión de Taleb (2013) es que la respuesta adecuada a una crisis no es la simple resiliencia, es decir la capacidad de un sistema de responder a una perturbación volviendo en lo sucesivo al estado anterior, si no, más bien y principalmente, la capacidad de salir de la crisis en condiciones más fuertes, de lograr enfrentar a la adversidad mejorando a través de ella, o sea la “antifragilidad”. ¿Y cuales son entonces los nudos problemáticos de este camino antifrágil?
Como observa Byung-Chul Han (2020), la pandemia ha encontrado respuestas bastante diferentes en Oriente y Occidente, en correspondencia con las diferencias de regímenes políticos y horizontes culturales. En Oriente, la respuesta ha sido rápida y centrada en el control total de la población por medio de instrumentos tecnológicos de vigilancia desconocidos hasta hace pocos decenios, hoy devenidos referencia en las más diferentes realidades. En Occidente, en general, se ha presentado una respuesta más lenta y una apelación mayor a la responsabilidad. Sin embargo, en el primero como en el segundo caso, es la inmensa cantidad de los datos, que las nuevas tecnológicas hacen posible recoger y que la crisis impulsa y legitima a utilizar, lo que tiende a constituirse en una base nueva y determinante para el ejercicio del poder, de cualquier poder. Al respecto hay que observar que, en gran parte de los países con regímenes democráticos, las decisiones relativas a la emergencia la Covid-19 han producido un fortalecimiento del Ejecutivo en detrimento del Legislativo, alterando el balance de poderes sobre el cual se asienta no sólo el Estado democrático, sino el Estado liberal tout court (Urbinati, 2020). A esto se ha sumado el debilitamiento de la presencia de la sociedad civil en la vida pública, precisamente en momentos de toma de decisiones de interés común que producen, además, transformaciones de largo alcance. Es un signo más de la aparición de un nuevo autoritarismo y del peligro de la instauración y permanencia de sistemas totalizantes de control (Harari, 2020). Al retorno del Estado al rol de actor principal se une, significativamente, una pérdida de peso del internacionalismo y la puesta en discusión de los mismos regionalismos (véase el caso de la Unión Europea), en el marco de una lucha pujante de carácter geopolítico que se constituye en uno de los nudos neurálgicos de la nueva etapa de la globalización.
Y aquí entra en juego un componente fundamental de los cambios impulsados por la Covid-19: la centralidad de la relación entre ciencia y poder, que caracteriza la respuesta a la pandemia. Los estudios, modelos y proyecciones de los científicos de los diferentes sectores disciplinarios relacionados con la medicina han pasado a constituir, en la casi totalidad de los países, la base declarada y legitimadora de las medidas tomadas por los gobiernos. Una concepción de la ciencia como saber que desconoce incertidumbres y divisiones, indiferente muchas veces a la transparencia y al uso compartido, se acompaña a su asunción como fuente única de legitimación política. En la base de esta nueva forma de legitimación opera la reducción de los principios éticos y políticos a principios exclusivamente racionales. Sin embargo, es la misma historia que nos enseña que la anulación de la dimensión ética presente en tomas de decisión de importancia vital ha generado efectos negativos en la misma ciencia y alimentado, una y otra vez en el pasado, un connubio obscuro entre científicos y poder (Morin, 2020c; Agamben, 2020). Al contrario, es la capacidad de mantener la distinción y a la vez la interacción entre el ser y el deber ser, la base de decisiones que miran al bien común. De su parte, la asimilación actual de lo ético a lo científico profundiza aún más la crisis de la democracia, convirtiendo temas que requerirían de transparencia y rendición de cuentas en cuestiones de expertos desligadas de una vida pública activa.
Esta avanzada de un autoritarismo más o menos pronunciado se acompaña con la difusión de comportamientos inclinados a la pasividad y simplificación, que vuelven débil y aleatoria la relación de la mayoría con la realidad. Una de sus más visibles manifestaciones se encuentra en la tendencia a pensar la pandemia como un evento que, aunque dramático, puede ser circunscripto y concluido una vez por todas. Esta actitud alimenta la ilusión, muy difundida, de que el descubrimiento de una vacuna para enfrentar el nuevo coronavirus, perseguido con esmero por distintos laboratorios, empresas y gobiernos, puede representar la llave que abre la puerta al retorno al pasado. En este caso, los que permanecen encubiertos son los nuevos escenarios trazados por la aceleración imprimida por el coronavirus a procesos de cambio (en las modalidades de trabajo, en las relaciones sociales, en la cotidianidad), cuyo reconocimiento, al contrario, permitiría desactivar la fascinación por la reconquista de una normalidad concebida como simple vuelta al ayer.
La visión de una realidad fragmentada e inmediatamente controlable encuentra su motor en el miedo generado por la pandemia y en la desorientación y silencio producidos por la complejidad y opacidad del momento histórico que vivimos. Manifiesta tener este mismo origen la inclinación a pensar la salida de la pandemia como evento puntual que olvida, en este caso, la imbricación existente entre la crisis inducida por el coronavirus y las otras crisis con ella entrelazadas, en particular la ambiental. Este intento de salir de la emergencia sanitaria dejando de encontrar respuestas a las otras termina por dejarnos vulnerables, expuestos a la llegada de nuevas crisis similares a la actual y, sobretodo, al empeoramiento dramático de la crisis ambiental, a una involución mayor de los regímenes democráticos, a la violencia de un empobrecimiento sin limites.
La primera de las tendencias mencionadas se manifiesta particularmente activa en el sentir común; la segunda encuentra partidarios numerosos también en grupos de poder económico y decisores políticos que, cuando se preocupan por poner en agenda medidas de respuesta a la crisis lo hacen casi siempre mirando a la emergencia y sin preocuparse de planificar estrategias y acciones de carácter estructural. No pretendo defender aquí la tesis de Touraine (2015; 2020) cuando afirma que vivimos en una sociedad en la que ya no hay actores, que nos movemos en el vacío, pero sí anotar que la crisis ha encontrado hasta ahora respuestas inadecuadas que dejan su complejidad opaca y sus dinámicas en gran parte activas. Por esto el camino a recorrer para salir de ella se presenta aún empinado e inseguro. ¿La antifragilidad, el avance hacia una sociedad mejor? Es este el desafío del siglo que inicia.
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Vanna Ianni, es una intelectual, filósofa y socióloga. Ha sido profesora del Departamento de Filosofía y del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. También profesora de Sociología económica en la Università degli studi di Napoli L’Orientale y de Metodología de las ciencias sociales en la Pontificia Università Gregoriana (Italia).
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