Yo siempre andaba brincando en todo el vecindario, de aquí para allá y de allá para acá, por eso casi todos los vecinos me conocían. Me llamaban la terrible Mequita. Desde pequeña hacía los recados que mamá y papá necesitaban. Todos los días muy temprano yo buscaba un pequeño saquito que una vez fue de azúcar y que siempre guardábamos en una gaveta de la vieja alacena que teníamos en la cocina. Me lo amarraba al cinturón del vestido con un nudo flojo y salía corriendo hacia el malecón.
En una esquina del puerto me montaba en una barquita de madera que se movía como un trompo y que me llevaba al otro lado del río.
Al llegar, le entregaba el saquito a don Chepe, un viejito cascarrabias que se había dedicado desde joven a sembrar granos y vegetales en el patio de su casa, para que me lo llenara de habichuelas. Ahí conseguía los granos frescos y rosados que mamá cocinaba para la comida de las doce.
Cuando le entregaba los cinco centavos para pagarle, don Chepe siempre me miraba con una expresión indefinida, algo así como entre desdén y pena. Al final, terminaba llenándome el saquito de habichuelas hasta el tope. Me costaba apretarlo bien por arriba para que el vaivén de la barquita cuando iba de regreso al malecón, no las desparramara.
Al volver ya la casa olía a cebollas, ajos y tomates fritos; y yo, sin que mamá me dijera, me disponía a echar las habichuelas en un cuenco de plástico –recuerdo que era verde desteñido– para limpiarlas. Si hubiera sido por mí, me hubiera quedado horas jugando con ellas. Cada granito me recordaba algo o a alguien. Uno me recordaba al gordito del curso, con cara redonda y pinticas en su rostro; otro grano me acordaba los tacos redondos de los zapatos de la maestra, o la punta de un lápiz de crayón color rojo, o el bombillo quemado del aula donde practicábamos las canciones del coro. En fin, a todos esos granitos les iba poniendo nombres o les dedicaba una función; además, los sacaba aparte para colocarlos de manera que pudieran platicar entre ellos. El gordito le decía al zapato que lo pintaría con el lápiz; el zapato le respondía que le daría un pisón. Al final, todos los granitos de mi juego terminaban peleándose mientras yo me divertía con ellos.
De repente, volví a oír la voz de mamá. Me preguntaba por las habichuelas: que si ya estaban limpias, que si todas estaban sanas, que no las desperdicie, que costaron cinco centavos, que no me ponga a jugar, que con la comida no se juega, que papá Ico tiene hambre y que a los hombres hay que complacerlos, que no pierda el tiempo porque no hay más tiempo que perder. ¡Tráeme las habichuelas ya!
Así que apresuré mi labor de limpieza, pero mientras más granitos de habichuelas sacaba, más me parecían conocidos
–Mamá, las habichuelas no están sanas, muchos granos están raros. Mira este, es igualito a don Laurel, mira como se le cae la piel de arrugada, y hasta los mismos ojos tristes tiene, ¿lo ves? ¿lo ves? yo no me voy a comer esas habichuelas, se parecen todas a la gente del barrio; ¿y ves este granito negro? se parece al bombillo que se fundió mientras cantábamos en el coro, por eso la maestra le dio un pisón al gordito del curso.
–Muchacha, no le digas así a ese pobre niño y acaba de darme las habichuelas que se hace tarde.
Mamá tomó mi cuenco verde desteñido, sacó unos cuantos granos inservibles y los demás los puso a ablandar en el agua hirviendo que tenía puesta en el anafe que estaba en el patio de la casa.
Ha pasado mucho tiempo después de ese episodio en el que todos los granitos de habichuelas se me parecían a la gente y a las cosas de mi barrio; por eso no volví a comer habichuelas. En cambio, no dejo de recordar cómo mamá y papá engullían a todos los gorditos del curso, los tacos redondos de los zapatos de la maestra, el sombrero gris del conserje y hasta los ojos de Carlitos, el niño más lindo de la escuela, con su mirada firme y discreta; sí, cuando limpiaba las habichuelas recuerdo haber visto esos ojos hermosos en el centro del cuenco verde desteñido y le dije a mamá que estaban todas dañadas. Eran dos granitos redonditos que me miraban fijamente.
Carlitos era bajito y retozón y tenía las pestañas largas y marrones. A veces sus ojos eran verdes y otras veces grises, como generalmente eran los días durante esa época.
Uno de esos días, cuando regresaba con mi saquito de habichuelas, encontré un retrato recién enganchado en una de las paredes de la pequeña sala de la casa. En ese momento no sabía quién era ese señor, pero antes de que yo preguntara mamá me dijo que se llamaba Trujillo y que si en el cielo mandaba Dios, en nuestro pedazo de tierra él era el jefe, por eso había que tenerlo donde lo pudiéramos ver, en el comedor, en la habitación, y hasta en el frente de la casa. Lo importante era que estuviera siempre presente.
Ese retrato no me gustaba, hasta me daba miedo verlo con ese sombrero que parecía más bien la cola de un conejo envuelta en la cabeza. Además, ese señor tenía la boca torcida, como si se estuviera sonriendo por la mitad. Entonces, se me ocurrió ensartar algunas de las habichuelas que había sacado del cuenco. Comencé con el pobrecito don Laurel con su piel arrugada, luego con el taco de la maestra, que ya no tenía suela de tanto zapatear al gordito y este ya no tenía pinticas rosadas sino marrones; después pegué al conserje de la escuela que había perdido su sombrero, seguido del ojo gris de Carlitos, que me miraba con desesperación, y, por último, ensarté el granito negro que yo había convertido en el bombillo fundido del cuarto de coros durante mi juego.
Formé una sonrisa hermosa y la pegué a los labios torcidos del retrato de Trujillo. Con el tiempo, mis personajes del barrio fueron perdiendo fuerza, otros se despedazaron, don Laurel se convirtió en cascarita, el gordito se desinfló y el granito negro siguió siendo un bombillo sin luz, como casi todos los del pueblo.
Años más tarde, Trujillo quedó sin su media sonrisa, sin labios y sin voz; ya no fue más jefe ni Dios, ni más sellos de tres centavos. No fue más símbolo ni poder. Y no volví a ver aquella horrible cola de conejo en la sala de mi casa.
Minerva Del Risco, poeta y ensayista dominicana. Autora de Virutas de miel (2018).