Mateo Morrison es la doble M de la poesía dominicana. Fue un afortunado (su apellido materno es Fortunato), al salir indemne de una época turbulenta (los fatídicos Doce Años de Balaguer), en que los jóvenes vivían al filo de la navaja: entre la cárcel y la muerte. Y, más aún Mateo, pues fue una ficha visible del tablero político de la izquierda, en el ámbito cultural, y por eso soportó persecuciones y prisiones. Pero fue inteligente, o más inteligente que muchos de sus correligionarios: al caer el muro de Berlín y entrar en crisis el socialismo real, se refugió –aunque un poco antes– en los brazos de la poesía, que lo salvó. Abandonó el materialismo dialéctico e histórico y el comunismo, como todo un visionario, como un auténtico vate griego –capaz de vaticinar el futuro–, y optó por asumir, como un monje laico, la religión de la poesía, como buen protestante.  Y, en lugar de continuar el militantismo de izquierda y la lucha revolucionaria, asumió la militancia de la gestión cultural, sin abandonar su sensibilidad social.  Es decir, en vez de seguir escribiendo poesía comprometida, con “olor a pólvora”, asumió el compromiso de la defensa y promoción de la cultura nacional y la formación de talleres literarios para seguir su sacerdocio poético. En vez de seguir a Mao, a Lenin o a Stalin, siguió los pasos y las huellas de Dante, Milton, Homero, Whitman o Lorca. En lugar de continuar el martirologio y dejar la sangre –o el pellejo– en el camino, comprendió la necesidad de abrazar una conciencia del lenguaje, la lengua, el poema y el oficio poético. Eligió al Vallejo y al Neruda no de su poesía comprometida, sino de su poesía amorosa y cotidiana. Si hay un poeta con olfato e inteligencia, y con conciencia pragmática de la historia, ese es Mateo Morrison. A la par que se dedicó a organizar eventos como el Encuentro Internacional de Escritores Pablo Neruda en 1983 y de crear el taller literario César Vallejo en la UASD en 1979, o editar antologías de temas múltiples, se consagró y concentró en crear un discurso poético, a buscar una voz y un tono líricos. Y a cincelar, esculpir y escribir su obra, de modo imparable, nervioso, ansioso, como su carácter impaciente, mas nunca irascible. Sí vehemente, tenaz y vertical, hasta conquistar su consagración y el reconocimiento público y unánime, sin avasallar y sin remordimiento; ni rencor ni resentimiento, pese a su condición social y racial. Su mejor arma siempre ha sido la sonrisa y el perdón. Si su obra tiene una huella que define sus perfiles psicológicos es su sonrisa, con la que desarma a sus oponentes y vence a sus adversarios literarios, mas no a sus enemigos, pues Mateo no tiene enemigos, acaso porque practica la diplomacia del carácter, y porque las diatribas y el chisme le resbalan.

De manos pequeñas, en contraste con su enorme estatura, de sonrisa ancha, risa nunca sarcástica sino de carcajada infantil, robusto como un atleta de ébano, Mateo lo ha logrado –en vida– todo, venciendo barreras y obstáculos materiales. Y lo ha hecho por su carácter inquebrantable y su bonhomía, su generosidad y su altruismo. Capaz de descubrir talento, estimularlo y difundirlo, Mateo no conoce la envidia ni el resentimiento, y eso lo ha hecho un poeta especial. Una figura que sobresale, y cuya salud espartana le ha permitido ver, conocer y hacer para contarlo y vivirlo y para recordarlo todo, con su elefantiásica memoria. Si alguien vive –y ha vivido– como un poeta, y ha escrito no para vivir sino que ha vivido para escribir poesía, ese es Mateo Morrison. Vive en un permanente estado poético, y eso le da aire, vida y aliento. También su activismo cultural.  Ha desarrollado, como nadie, el sentido de la conciencia histórica de la poesía y de su lugar en la historia y el mundo. Mateo es un monumento viviente. Un mito poético vivo y parlante. Acaso el último mandarín del parnaso que vive en un trance poético y que es capaz de vivir la poesía como un juguete, como un niño setentón, que escribe poesía dormido y despierto. Y que es capaz de asistir a una ceremonia en el Palacio Nacional por la noche y al día siguiente, muy temprano, tomar carretera o autopista para dar una charla a jóvenes de una escuela pública –de un pueblo o un campo–, como un niño con su juguete o como un guardia, que obedece orden de su superior. Esa es su grandeza y también su peculiaridad. Es decir: hacer, aun a su edad, lo que ninguno de sus coetáneos o discípulos es capaz de hacer. Mateo es un gladiador, que pertenece a una estirpe en vía de extinción: sin retiro, con una pasión inquebrantable e indómita por la escritura, la gestión literaria, el turismo literario y el activismo poético. Un militante de la palabra y el verso, que dicta sus textos y expone una charla o conferencia, sin leer ni tomar notas, con una insólita y rara serenidad, pese a su carácter ansioso. Pero, al hablar en público, se serena, se concentra, y es capaz de hablar como si estuviera escribiendo, con su proverbial memoria y su formalidad. Y dice siempre lo que hay que decir, lo que manda el protocolo del lugar, lo que le dicta su conciencia y su experiencia de orador, curtido en las lides de las trincheras de su época, asaz política e ideologizada.  Un fanático de la poesía que la sueña despierto y la despierta para que le cante, y la hace parir sueños, quimeras ilusiones y magia.

La antología, el ensayo, el artículo, la novela y la poesía conforman el mosaico versátil de su obra, que no cesa ni cede a las tentaciones de la abulia, el reposo y el silencio, sino que sigue su estado de ebullición y efervescencia. Así son su personalidad creadora y su espíritu intelectual. Mateo es pues un ser que parece de otro país, otro planeta, otro mundo y otra época. Su espíritu infantil acaso lo ha salvado del mal humor y el narcisismo de otros.  Es capaz de hablar con un principiante como si fuera un consagrado y de escuchar un recital de un novato con la misma atención y embeleso, como si escuchara a un Premio Nobel. O de asistir, al mismo tiempo, como un dios ubicuo, a varias actividades culturales de amigos y colegas, como si fuera propia o como si quisiera cumplir con un mandato divino, a la vez, en un acto de solidaridad y compañerismo. Así es Mateo y así ha vivido. La poesía y el activismo cultural le dan aire y vida. Siempre dice que ya se retira, pero los que lo conocemos, sabemos que nunca se retirará, pues son su combustión y su sangre, su razón de ser y su estilo de vivir. Así ha vivido y así morirá: con el lápiz y el libro en la mano y con el último verso en puntos suspensivos. Prepara sus Memorias. Será un acontecimiento, ya que Mateo tiene mucho qué decir, y demasiado qué contar. Quizás le llame, como Neruda, Confieso que he vivido. O “Confieso que he vivido para la poesía y la gestión cultural”. Para alguien, que ambas facetas han sido su oficio y su modo de ser y estar en el mundo, sus Memorias habrán de ser un testimonio y un testamento ejemplares de vida y obra para sus admiradores, amigos y compañeros de viaje, en la palabra y las letras. 

Conciliador y amigo de todo el mundo, es un apagafuegos y un pararrayos de sus amigos con que pone a prueba la lealtad. Practica el arte de la amistad y conoce sus leyes, igual que cultiva el arte de la reconciliación de los enemigos entre sí. Ha tenido fama –y éxito– en romper viejas enemistades entre sus amigos y de lograr su perdón recíproco. Es pues un artífice de la indulgencia y un profeta de la prudencia.

Conocido en toda América Latina, querido y respetado, Mateo no es “un silencio que camina” –como se titula su primera novela– sino una palabra que camina, un transeúnte, cuya voz se desplaza por la geografía poética dominicana. Es un poeta que busca a Eros –pese a su madurez–, y que permanece “estático en la memoria” poética, entre el viento, las sombras y el silencio. En fin, es un “pasajero del aire”, que vive en el difícil equilibrio entre la poética y la política. El poeta del Ozama, el viajero impenitente, el pasajero del agua y del aire, el aeda insomne, que escribe poesía hasta en estado de nocturnidad y diurnidad, de vigilia y en duermevela. El poeta que nació para cantar el canto de la poesía, despertar a los dormidos y arrullar a los insomnes. El poeta necesario que no descansa de pensar en verso y de soñar en imágenes verbales. El gestor cultural que, no conforme con hacer todo lo que ha hecho y construido, se abocó a fundar la Semana Internacional de la Poesía–que arribó a su 13ª edición– para evitar que se apagara la llama del verso y se mantuviera vivo y encendido el fuego de la pasión poética en el país. Todo esto es y ha sido Mateo. Un hombre inclasificable. No un cuerpo con espíritu sino un espíritu con cuerpo de poeta.

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Basilio Belliard, poeta, narrador y crítico dominicano. Académico con título de Doctorado.