Como herramienta de resistencia y expresión de los horrores de la guerra, la poesía siempre quiso contar (y nombrar) lo indecible ante semejante inenarrable contexto; así lo hicieron innumerables vates de todas las latitudes para quienes la experiencia de la devastación y el dolor se debatió entre ética y estética, tal cual ha anotado recientemente un periodista a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Es así como el desgarrador escenario vivido en el actual Donbás ha sido plasmado por Serhiy Zhadan en un evocador texto-homenaje a la sencillez del existir confrontado ante la hecatombe. El joven poeta lo ha hecho a manos de tres imágenes esenciales contenidas en un hermosísimo verso en el que arte, naturaleza, y futuro se derraman en la página como narración del horror: Música más allá del muro del cementerio./ Flores que crecen en los bolsillos de las mujeres/ Escolares que se asoman a las cámaras de la muerte. 

Si bien los sucesos acaecidos en aquella confrontación de la Europa oriental moderna nos han sacudido los sentidos, no menos poderoso ha sido el estremecimiento provocado por la indiscriminada muerte de inocentes y el repugnante genocidio a que han sido sometidos (desproporcionadamente, eso sí) millares de niños, hombres y mujeres civiles palestinos e israelíes, víctimas de la más execrable disputa bélica de los últimos tiempos. Una contienda de trascendencia histórica esta, considerando su madura edad y el ya casi acostumbrado devastador impacto; una debacle contra la que lustros atrás ya se había proclamado el malogrado palestino Mahmud Darwix: En la orilla del mar hay una niña. La niña tiene una familia./ La familia una casa. La casa, dos ventanas y una puerta…/ En el mar hay un acorazado que se entretiene/ cazando a los paseantes de la orilla:/ cuatro, cinco, siete caen en la arena. La niña se salva por poco./ Una mano de niebla,/ cierta mano divina, acude en su auxilio. Ella llama: ¡Papá,/ papa! ¡Levanta, vamos, que el mar no es para nosotros!/ No responde su padre, caído sobre su sombra/ a merced de la ausencia.

Así, mientras en pasadas ediciones de la antología de la Semana Internacional de la poesía de Santo Domingo documentábamos los avatares del espíritu durante aquel pandemonio llamado COVID, mientras en ellas los poetas nos regalaban lo que el momento demandaba de la palabra –la resiliencia y la luz necesarias para sobrevivir al bicho–, en el presente volumen que reúne las XI y XII versiones de dicha fiesta poética,  veintidós de ellos provenientes de diecisiete países nos hablan de pesares de toda naturaleza; de malestares variopintos y de taquicardias reveladoras de cuanto accidente acontece en el transcurrir de nuestra telúrica época.  

Encontraremos en estas páginas múltiples voces de talismanes, que, en fuga, buscan el lugar perpetuo donde “son las aves que caen, cuando uno cae”; espacios del desarraigo y la supervivencia con la desdicha a cuestas viajando entre las memorias de la infancia. Genealogías que pisotean los talones de la vida a ambos lados de un rio llamado Masacre habitante de una vecindad insular pecaminosa, absurda, escandalosa y orgásmica. Residen aquí también transitoriedades en las que cada cosa ocurrida y vivida bajo el cielo (nuestros días, “lo que creemos curado del abandono”, y “todo lo que tenía precio para nosotros”) será barrida, indefectiblemente. Excepto, dice un poeta, el deseo herido de la belleza. 

Desde el otro lado del Globo, en este ramillete de versos se nos cuenta sobre habitaciones con puertas sin llaves, que, abiertas hacia el sobrepoblado mundo que nos acoge abrazan la soledad contemporánea mientras en nuestra América, que “no es el jardín del paraíso”, habremos de escondernos entre las páginas de un libro a fin de burlar la muerte prematura despistando balas perdidas. Mientras en el Caribe azul y triste ajeno a los cruceros y el turismo –“Herida abierta por garras atlánticas”– se invoca la lluvia conjuro del rocío y se duele por la rabia de los vientos de una Irma “que sacó a la luz del día todo lo que intentamos ocultar bajo nuestros mantos de santos”.

La poesía, subordinada o no al lenguaje, a decir de los estudiosos es su forma más sublime y primera palabra; no en vano Valéry advertía que ella se forma o se comunica con el más puro abandono o en la más profunda espera. Y tal vez por ello un vate reconoce en este libro que “Otro habla por mí, lengua de una sola vocal aferrándome a sus ácidos” como si la palabra igual proviniese de la boca, una manzana, los troncos o el jardín, a decir de otro. La palabra, en suma, es vertida aquí en simbólico acto de defensa contra la mentira a fin de “creer, en lo más negro de la noche”; para creer que la verdad y el amor aun vibran a pesar de los ubicuos rencores que pululan en numerosas naciones.    

Preguntarse en pleno tercer milenio de dónde vienen los pájaros amenazados por el odio constituiría, para el dogmático pensador social o el rígido científico, un fútil ejercicio; mas, para el poeta representaría una maravillosa provocación a la imaginación. Suponer a las gaviotas llegadas desde las heridas y los sueños para depositarse en el alma, incitará, no quepa duda, a la peligrosa creación de las emociones y universos de que hablaba Camus; vertida en las palabras hechas, pues, la poesía no podrá cambiar realidades, pero sí los corazones. Con suerte, podrá, en definitiva, trasformar conciencias y con ello, ayudarnos a sobrevivir. 

Por todo lo dicho, celebremos el pálpito de los hombres y mujeres que en esta antología han plasmado sus sentires, sus historias y vacilaciones en momentos donde urge más que nunca la esperanza de un futuro entorno menos hostil “para creer, obstinadamente, entre la sombra de la noche”. Porque al igual que el amor, “el poema seguirá su rumbo, como una mujer insomne que esconde una buena nueva”, y en ese andar, sospechamos, se nos hará posible regresar a salvo a esta, nuestra casa madre-tierra tras dejar crecer los árboles y “hacer con ellos las brasas para poder hablar”. 

Santo Domingo, junio de 2024

(Prólogo a la Antología de la Semana Internacional de la Poesía de Santo Domingo 2022-2023)

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Jochy Herrera es cardiólogo y escritor, Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña 2024.