“I gambled with my life.  I’m a working-class guy from Philadelphia. My parents are simple people. I gambled to become something that no one in our family had ever become. Everyone in my family’s at work at 18. And I went to school and I became a writer and a playwright. And maybe it hasn’t paid off. Maybe it was a mistake. Or maybe I got a little lucky in my late 20’s and early 30’s and that was that. But I did it. I chose to do it, and I can’t blame the universe for that. You do what you have to, what you feel driven to do, and you take the consequences.”

 (Albert Innaurato)  

Nadie le apunta el cañón de una pistola a la sien de nadie para obligarlo a escribir literatura. Escribir es un acto voluntario, aunque es indudable que para algunas personas que elegimos dedicarnos a esta actividad, ella se nos manifiesta como una manía, una necesidad, una compulsión, una patología. Las apasionadas y los apasionados de esta vaina escribimos porque no sabríamos ni podríamos vivir sin hacerlo. Pero esta ficción de necesidad es solo para adentro. Para afuera, para el mundo afuera, para los demás, escribir es siempre una opción. Escribir bien no lo es. 

La foto icónica es de mi tocayo y muy admirado escritor Juan Carlos Onetti, y siempre ha estado cargada (pun intended) de un peso algo esperpéntico y ominoso a primera mirada, que se disipa tan pronto se conoce el contexto. Cuenta Dorotea Muhr, esposa del escritor, que este le pidió comprar un par de pistolas de juguete para jugar con su hijo, y que cuando el niño llegaba de visita, Onetti se entraba a tiros imaginarios. “Esa foto se ha hecho icónica porque es muy graciosa. Él tiene un gesto muy serio, pero en realidad se está burlando de quien le saca la foto”, apunta Dolly (pun intended) al hablar de la foto, denotando el implacable sentido del humor del escritor. Valdría la pena recordar desde ahora, para efectos de este artículo, que Onetti tuvo que exiliarse en Madrid durante la dictadura uruguaya del 1973 al 1985.

La cita en inglés del epígrafe es del dramaturgo norteamericano Albert Innaurato, escritor del que no tenía noción alguna antes de haberme topado la cita en un post de Facebook. Documentándome para escribir esta nota, he aprendido que era un personaje exuberante, implacable en la crítica, con altas y bajas ante los ojos de la crítica y del público. Sobre este escritor dijo una vez André Bishop, director del Lincoln Center theater:

“Albert was a real artist and rejoiced in the power of language and song. Like a few notable opera singers of the old school, he was idiosyncratic and undisciplined. But like Tosca, he lived for art”.

“Vivía para el arte” entonces, este señor a quien Frank Rich, otrora crítico de teatro del New York Times ha llamado “one of the most brilliant iconoclasts of the American Theater”. Un crítico implacable al parecer, este señor, para quien escoger escribir literatura fue cuestión de una apuesta. De jugárselas. Es en el acto de apostar donde se rozan enigmáticamente la voluntad como ejercicio de libertad y la compulsión.  

Escribir es un acto radicalmente voluntario. Me hallo harto de leer gente que se presenta como escritores o escritoras desde una fragilidad que los expone a riesgos, a maltratos, a sufrimiento. Miedo al rechazo, a la burla, pero también a la crítica. Lugar de la víctima. Víctimas son quienes no tienen más remedio. Pero escribir no es una actividad obligatoria. Nadie le pone una pistola en la cabeza a nadie y le dice “escribe” (aunque una fantasía válida, aunque inconfesable podría ser la de ponerle una pistola en la cabeza a alguien y rogarle a punta de pistola” ¡por favor, no escribas!). Dado que escribir es para afuera una opción, aunque para dentro sea una necesidad, las personas que escribimos no tenemos ningún derecho a exigir ni esperar que “se nos trate bien” críticamente, o que se nos “acepte”, se nos incluya así como así en cuanta vaina so pena de ser cancelado o juzgado o descartado. Escribir literatura es un “derecho”, pero esa formalidad democrática es distinta a la de otros derechos como digamos la “libertad de expresión”. Tienes derecho a escribir (varios billones de personas escriben todos los días en Facebook y billones de personas los leen) y tienes derecho hasta a “decidir” que lo que escribes es literatura, o buena literatura. Pero esa “opinión” no hace del contenido de lo que expresa un hecho. Nadie obliga a nadie a escribir y publicar en las redes sociales y mucho menos a escribir y pretender que lo que uno escribe sea considerado como literatura. Pero lo que uno escribe no se convierte en literatura porque a uno le da la gana. Eso no es una opción que uno tiene legítimamente, aunque una “comunidad literaria” aquejada por consensos espurios y amiguismos y enemiguismos y oportunismos y acomodamientos haga parecer que la cosa es así. Yo no puedo coger un pincel, hacer cuatro garabatos y decir que soy pintor y exigir que esto se me acepte. No puedo coger una trompeta y soplar cuatro rebuznos y decir que soy músico y exigir que se me acepte. Yo no puedo dar cuatro tumbos y tres volteretas y decir que soy bailarín y exigir que se me asuma como tal. Estas actividades pueden darme placer, hacerme bien, pero no tengo derecho de afirmar que soy un artista en esos términos. ¿O sí? Y, ¿por qué sería distinto el arte de las palabras? Yo creo que tiene que ver con el hecho de que, a diferencia de aquellas otras artes, el “instrumento” (la analogía es extremadamente limitada y problemática, pero es la que viene al caso) que usamos los escritores y las escritoras es un instrumento que es común a la mayoría de los humanos: el lenguaje. Pero no todas y todos lo practicamos igual. Los que escribimos literatura no lo manejamos “mejor” que nadie. De hecho, en el caso de la poesía, podría decirse que las y los poetas hacen un “mal” uso del lenguaje. Que efectivamente “escriben mal”. Pero hacemos cosas con el lenguaje que producen efectos estéticos y de pensamiento distintos a los de los usos usuales y “expresivos” de la lengua.

Solo escriben buena literatura las que tienen el talento. Así es la cosa, aunque no guste. De modo que, aunque escribir literatura es un ejercicio voluntario, no necesariamente es uno “democrático”. Todos podemos escribir poemas, pero no todos podemos escribir buenos poemas. ¿O sí? Pretender que así sea, y reaccionar visceralmente en contra de los que pensamos así está cabrón. Y escribir y pretender de antemano que se acepte el trabajo, construirse como una subjetividad frágil, en riesgo de asedio y de maltrato, acusar de elitistas a los que pensamos que hay unas formas de escritura más bellas y efectivas que otras refleja una actitud extraña ante lo que se profesa ser. Imagino que todas las razones por las cuales la gente escribe o pretende escribir literatura son lícitas. Pero intuyo que unas razones pueden dar señas de la calidad literaria de la persona que escribe más que otras. Hay quienes hablan de “literatura arriesgada”, y uno no entiende bien dónde radica el riesgo de esa literatura, en tiempos cuando el riesgo que sufren las escritoras y los escritores es de ser cancelados precisamente por herir sensibilidades progres. Hoy, igual que siempre, escribir arriesgado será cuestionarse los consensos. La libertad de escribir literatura puede significar la libertad paradójica de escribir precisamente lo que “no se quiere” o lo que “no conviene escribir”. ¿Qué significa eso hoy? Creo que significa a veces escribir lo que incomoda. Y esto tiene consecuencias. Pero ¿incomodar a quién? Hasta hace un tiempo, parecería que la literatura, por su naturaleza “ingobernable” (el concepto es trabajado genialmente por el gran novelista Luis Othoniel en un libro en ciernes, la manera en la que lo uso aquí es enteramente mía), incomodaba al poder, a los poderes, al estado, a las instituciones que imponían e imponen preceptos y formas “correctas” de hacer, de escribir y de vivir. Por esto, personas como mi tocayo Onetti tuvieron que exiliarse para escapar de las represalias de estados represivos. Por esto, por “iconoclastas”, escribir es una apuesta, un riesgo, un ejercicio por naturaleza incierto cuando se hace como literatura y no como un medio para lograr otras cosas simpáticas. Hoy parecería que quienes se incomodan son otras escritoras y escritores con textos y autores que no congenian ni comulgan con sus agendas propias.

 Si el riesgo del que se habla es el riesgo a que no nos den likes en nuestros posts, que no se nos llenen las presentaciones, que no escriban reseñas de nuestros libros o que no aparezcamos en las antologías pues habría que dedicarse a otra cosa. O escribir lo que uno sabe que cumple con los requisitos de aquellos consensos. Si el riesgo de escribir es “caer mal”, que alguien no te salude en un ágape, etc. pues a lo mejor esto no es lo de uno. Es ingrato a veces esto de escribir. Somos masoquistas algunas y algunos que escribimos. Y quejarse, ocupar el lugar de la víctima para…para ¿qué? Es un derecho también inalienable. No todas y todos nos andamos quejando. Algunas y algunos tratamos de escribir mejor, tratamos de leer lo más posible, tratamos de hallar las maneras de escribir que mejor logran realizar nuestros objetivos estéticos, políticos, formales, etc., compartimos nuestro trabajo con mentes y criterios distintos para que nos lean, encontramos satisfacción en esos “compartires”, y al final nos importa medio carajo si nos leen 2 o nos leen 100, aunque siempre preferiremos 100. Algunas y algunos también tenemos derecho a quejarnos de los que se quejan. Porque algunos (yo, voy a hablar de mí, y solo de mí), entendemos que escribir literatura es un derecho, pero también es un acto voluntario, y nadie me obliga a hacerlo.

Que escribir literatura o practicar cualquier arte sea un ejercicio de libertad no significa que sea una práctica exenta de responsabilidad. Responsabilidades éticas, pero también estéticas. Esas responsabilidades son complejas, y no son y no pueden ser nunca cuantificables ni enumerables en listados de lo que es lícito o no es lícito escribir, igual que no es criterio para validar la literatura de una persona por su color de piel, su forma de amar o sus géneros e identidades. Escribir literatura y esperar o exigir a la cañona que se me lea benévolamente, que se me considere como un buen escritor o escritora so pena de acusar a los demás de inmoralidades es tan obsceno como deslegitimar el trabajo de personas por razones de identidad. 

Ante aquellas y aquellos quejosos valdría la pena contrastar el montón de escritoras y escritores en todo el mundo que han escrito y escriben a toda costa, arriesgando su trabajo, su bienestar, su subsistencia y a veces la vida misma en regímenes totalitarios y en condiciones de subalternidad radical, de opresión inhumana y radical, y que las palabras que escriben realmente les han acarreado consecuencias nefastas. En el libro que escribe sobre “Lo ingobernable”, Othoniel describe y analiza la experiencia de escribir desde un lugar de subjetividad radicalmente oprimido como lo son la condición de ser una persona negra esclavizada y una persona mujer en un contexto histórico brutalmente machista. Estas personas heroicas y admirables optaron, decidieron escribir a pesar de lo que eso implicaba en sus contextos. Ante el acto heroico de escribir desde esos lugares atroces, palidecen las críticas literarias adversas, una cuota de likes o de corazoncitos en Facebook menor a la esperada, o boberías así. Hoy todavía -y esto es obsceno- escribir o expresarse de manera “incorrecta” puede conllevar consecuencias devastadoras como perder su trabajo, ser expulsado de las academias, recibir boicots e insultos y maltratos en redes y en algunos casos en persona etc., y esto es en estos tiempos relativamente más benévolos y en sociedades relativamente menos represivas. Ni hablar de tiempos pasados, ni de contextos distintos y terribles, cuando/donde escribir para ciertas personas y escribir ciertas cosas podía acarrear el encarcelamiento, la vejación pública o la muerte. Eso es verdadera exclusión radical. Eso es exclusión de la vida misma. Momentos históricos en los que el machismo, la homofobia y el racismo fueron la ley y la costumbre en los ámbitos políticos y culturales obligaron a muchísimas escritoras y escritores a exiliarse como Onetti. Otros contextos obligaron a otras personas escribientes a realizar proyectos de auto publicación y de publicación clandestina, como fue el caso de varios colectivos cuir y de políticas revolucionarias en Puerto Rico, que se vieron obligados a abrirse espacio empecinada y pertinazmente en contextos culturales y políticos brutalmente hostiles. Aun así, con una cuota de valentía incalculable y admirable, hicieron ese trabajo duro y bello, abriéndonos espacio a los escritores y a las escritoras de hoy. 

Falta mucho por hacer. Hay mucho que denunciar aún. Y esas batallas se siguen dando, sigue habiendo valientes de todos los colores hermosos y los amores hermosos y los géneros hermosos y las hermosas inclinaciones escribiendo a toda costa, sufriendo discrímenes y prejuicios velados y patentes, recibiendo el escaso o nulo auspicio de las instituciones culturales, estatales y de fundaciones que apoyan las modas literarias du jour, viviendo en condiciones económicamente difíciles; y escriben porque quieren, porque queremos, porque amamos la literatura, la nuestra y la de los demás y las demás. Quizás no debería decirse por obvio, pero quizás no se dice lo suficiente, hay un montón de escritoras y escritores que realizamos y asumimos nuestro oficio desde afuera o al margen de la academia. Quien no acepte que esto hace este oficio muchísimo más cuesta arriba se engaña. Pero a pesar de todo esto nadie obliga a nadie a escribir. Es un ejercicio de libertad radical. Pero la libertad no significa libertad de que nos lean como nos dé la gana, de que nos aprueben porque nos dé la gana, de colocar a los y las lectoras en una posición de chantaje de que si no te gusta lo que escribo eres X o Y o Z, porque si escribir es un acto de libertad, más acto de libertad es el leer, y el opinar sobre lo que se lee. 

Hay aún mucho racismo, mucha homofobia, mucho machismo por erradicar. Hay que ser conscientes y aceptar que algo se ha adelantado. Hay que identificar las instancias sistémicas de estos prejuicios nefastos y actuar políticamente para denunciarlos y erradicarlos. Hay que amarnos, amar lo que hacemos porque sí, porque es una actividad que nos regala felicidad y que aporta algo más o menos intangible a esa cosa colectiva y bella que “somos”. Y hay que ser valientes y no utilizar la propia identidad o la de otras y otros como escudo para no enfrentar la crítica. Pero también hay que ser valientes a la hora de ejercer el criterio crítico y expresar críticamente las diferencias que se tienen en cuanto a calidad literaria, eficacia, técnica, estilo etc.  Porque, mano, nadie nos obliga a escribir. Escogimos esta profesión que lo es más de fe que de trabajo. Ya que la mayoría de las y los que escribimos literatura no podemos vivir del oficio que amamos, lo menos que podemos esperar es que se cualifique el trabajo con justicia. 

La literatura es una actividad histórica, y como tal cambian sus objetivos, sus parámetros, sus consensos y sus cánones. Hasta un pasado relativamente reciente, la literatura como disciplina académica y como campo de acción tenía como uno de sus horizontes el cuestionarse constantemente esos objetivos, esos parámetros, esos consensos y esos cánones. La literatura buena siempre ha sido un campo de amorosa batalla y a veces no tanto, lo de amorosa. Para algunas y algunos de nosotros, la literatura es la vida misma y a ellas le hemos apostado fuerte, a veces la vida entera. Para otras y otros, es una etiqueta que se alcanza teniendo que realizar el tedioso trabajo de leer y escribir. Por si pudiera quedar en duda, la oración anterior está escrita en modalidad irónica. Imagino que para todo eso hay espacio, hay público, hay lectoras y lectores. Pero este arte (sí, puñeta, escribir literatura es un arte) se hace porque uno quiere. Nadie le pone una pistola en la sien a uno para hacerlo, aunque a veces cuando alcanza su definición mejor (por citar a Lezama) le apunta una pistola de juguete a la cabeza al poder, a la injusticia, al consenso y al aburrimiento por jugar como Onetti, y se juega la vida. La buena literatura siempre le tiene un cañón de pistola imaginario apuntado a la cabeza a aquellas y aquellos que la irrespetan, la trastean y pretenden usarla como pretexto para otros fines, agendas y protagonismos que no le incumben. Siempre, todas las veces, escribir buena literatura es, como para el dramaturgo Innurato, una apuesta. Se vale perder. Quizás se pierde siempre más de lo que se gana. Pero no debería valerse hacer trampa.

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Juan Carlos Quiñones (Río Piedras, Puerto Rico, 1972). Escritor. Ha publicado las novelas Adelaida recupera su peluche y Bar Schopenhauer, los libros de prosas Breviario y Todos los nombres el nombre, y la novela infantil El libro del tapiz iluminado. Sus libros han sido reconocidos en los certámenes del Pen Club de Puerto Rico, El barco de vapor y el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Ha sido traducido al lituano.