No todos los poetas exponen a plenitud, como José Mármol, un ser contemplativo que se entrega a compartir con sus lectores lo que está viendo. Quizá una de sus obras más emblemáticas, en este sentido, es su poema en prosa Deus ex Machina, Premio de Poesía de Casa de Teatro del año1994, en el que despliega una particular conciencia del lenguaje. A diferencia de Rimbaud, para José Mármol el lenguaje no nos emancipa del mundo, poniéndonos por encima de él para mirarlo como un todo: el lenguaje es la llave que nos posibilita entrar en él y ser parte suya en calidad de lo que somos.

Deus ex Machina adopta una forma múltiple, porque allí José Mármol lleva a cabo una inmersión en el mundo en la que niega la noción moderna de la literatura separada en géneros. Dice Octavio Paz en la nota preliminar al segundo tomo de su obra poética: Se dice que el poeta épico –y su descendiente: el novelista– cuenta sucesos ajenos e inventa personajes, mientras que el poeta lírico habla en nombre propio. No es así: el poeta lírico se inventa a sí mismo por obra de sus poemas. En no pocos casos ese “sí mismo” está compuesto por una pluralidad de voces y personas. Como todos los hombres, el poeta es un ser plural; desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, vivimos en un diálogo –o en disputa– con los desconocidos que nos habitan.

En Deus ex Machina, el autor asume un género híbrido en el que la conciencia que tiene de sus procesos de pensamiento se entreteje con la transmisión de las visiones, las emociones y los relatos de ese pensamiento. Hay un regreso a esa noción primigenia del poema como canto, leyenda, búsqueda de sentido y explicación del mundo y de uno mismo. El texto es el seguimiento de los tópicos que suscita la inmersión en la realidad familiar y en la del mundo, como leyenda de sí mismo, que se desgarra en el otro. No hay entonces ideas a seguir, ni argumentos, sino más bien algo que alcanzar: asir con el lenguaje el panorama que se presenta momentáneamente, poderlo recorrer y posibilitar que el lector haga el mismo recorrido de su mente, que se despliega y también indaga sobre sí misma. Es un texto que se dispara hacia la poesía y el relato porque el pensamiento no es en él la sola reflexión ni una búsqueda de reflejos y confirmaciones; es la acción de transparentar suficientemente el lenguaje como para que toque la realidad material y logre que el ser del escritor esté, tal cual es, por un instante en ella; y además que ese instante pueda hacerse presente para siempre en el lenguaje. Para lograr esto, Mármol empieza adentrándose poco a poco en su contemplación, y al comienzo del texto nos da la idea clara de que escribir y leer es emprender un camino, profundizar en algo, suponer que hay un comienzo y un fin, o que hay algo detrás de lo que estamos viendo. Establece también desde el principio un paralelismo entre la visión y la escritura, y la sensación de que a nosotros, sus lectores, también se nos va a revelar sensorialmente un mundo, por una ilusión de simultaneidad, igual a la que nos logran transmitir las hazañas de los héroes narradas en la literatura épica o lo que se cuenta que sucede a los personajes en las novelas.

El escritor se interna en un mundo al que, como todos, llega tarde, y está plagado de ruinas, de voces, de signos que hay que descifrar y pensar. Porque, a diferencia de los otros seres, el ser humano, según el autor, transita de un lado a otros con su lenguaje, con sus pensamientos, que también se mueven y cambian sin permanecer iguales a sí mismos. Por esta razón, cuando describe el paisaje donde vive no sólo se hace preguntas sobre lo que ve, sino que indaga la naturaleza cambiante de su propio pensamiento, que no puede permanecer fijado a lo que se le presenta. El pensamiento salta de una cosa a otra, de manera que le hace decir que la fijeza es también momentánea; que pensar en ella es pensar en la naturaleza del lenguaje; en cómo ante un lenguaje que sigue su camino, el transcurso de las cosas cobra también una realidad instantánea:

“Pasión, fuerza pensada mucho más que sentida. El paisaje me ronda por dicha de vocablos, por  nombres aprendidos en velo de liturgia. Temblor, gozo de formas abrazando noche y día las voluptuosidades del sonido y la materia”.

(Pág. 25)

El ser de las cosas y el nuestro cuando no son pensados son algo inasible, pues pueden subsistir sin nuestras palabras. Dice:

“La palabra hace fiestas y orna premoniciones. Escribo, serenamente, como quien abdica a un don apetecido, y a pesar de goce hondo se lastima, prosigue un hábito insufrible hasta emerger la sangre (satisfecha). La palabra me arde, me silencia, me da mundos”.

(pág. 53)

El lenguaje nos define como humanos gracias a su cualidad paradójica de permitirnos entrar en las cosas y a la vez anularnos o volvernos completamente extraños a ellas. Las palabras nos internan en el mundo a merced de despojarnos de nuestro yo convencional, de convertirnos en las frases que escribimos, de volverlas de pronto más reales que nosotros mismos.

“Las palabras son hojas de milenario viaje; son piedras lavadas de lágrimas y sangre; son espadas colgadas de una inmensa nostalgia, frutos celebrantes del cambio de estación, del ancho espacio abierto al mar como una ofrenda. Pero el idioma vuela más allá de las palabras, más allá de los rostros, del silencio y la de la voz”.

(pág. 67)

El lenguaje de la poesía, desde esta perspectiva, está hecho para disolverse y disolvernos, para que queden en él solo las huellas de nuestra presencia y la de las cosas que miramos, pensamos y sentimos. El lenguaje, la poesía, sería, entonces, una especie de ruinas, evidencia de una presencia que dejó de existir. Dice también Mármol: “Me siento del tamaño y hondura de las cosas, de cuanto me rodea, de cuanto no existió” (pág. 79).  Y, paradójicamente, la abolición de la presencia que se configura en el lenguaje tiene que hacer presente y real el mundo contemplado para los lectores. Y más adelante escribe: “Es la otredad promiscua moviéndose entre sombras. Me creo en este instante reposar sobre las cosas, y son mis pies dos alas, mi pecho un mar erguido y las manos regiones arrasadas por el miedo” (pág. 69). Después de estas líneas, el autor se disuelve en lo que ve. La tercera persona, en la que su voz se convierte, ha logrado, para nuestro gozo, traspasar ese muro al parecer infranqueable que las palabras nos colocan frente al mundo. La voz se abandona totalmente a lo que mira, a su descripción, y ese abandono es el que propicia precisamente la lírica, la posibilidad de transportarse en el tiempo y en el espacio con las palabras que en un principio estaban sólo fijadas con la vista. 

La escena erótica del poema titulado“Atina el deseo”, tallada en el horizonte, se vuelve una realidad en la medida en que el poeta la reescribe; cobra vida como si estuviera sucediendo ante nosotros: “Tomó mis largos dedos y los hundió en su pubis, mientras crecía el ardor con llameantes quejidos. Sus pechos eran clavos de carne aterida. Ella tomó mi nuca, la llevó hasta sí; mi boca se detuvo en parcela de pezones, la lengua retorcía su cobrizo sabor” (pág. 41). El lenguaje es la expresión entonces de ese cuerpo que se entrega a lo queestá percibiendo, sintiendo, pensando y siendo en un momento dado. Esta entrega absoluta es algo más allá de la conciencia del yo entendida convencionalmente: es la liberación y la reconciliación con lo que es realmente uno mismo y no con el término retórico con el que solemos empezar una frase, como anteponiendo un límite entre nosotros y lo que vamos a decir. El yo de ese cuerpo total, y en realidad inasible desde el lenguaje, es el verdadero en la medida en que nos vuelve iguales a los árboles y los animales, por ejemplo. Ese yo no nos separa, nos disuelve en la colectividad material y social a la que pertenecemos; y deja de ser, según Mármol, la impostura y la máscara de la descompostura de la realidad inmediata; deja de ser el uno y vuelve al todo haciéndose plural. 

“Ahora canto y bailo y salpico de luz las brechas de la sombra entre las llamas. Volando y danzando, como los dioses hablan. Del aire me sostengo, el universo en mí se apoya, gira espeso. Grande la ocasión en que todos danzamos, como dioses mirando la miseria del reino”. 

(pág. 47)

La reconciliación en uno mismo, entre ese yo que busca sobresalir como uno entre la totalidad poniéndose límites retóricos y el que nos ata de hecho a la tierra y a los otros, consiste en este énfasis que pone el poeta en la contemplación y en la entrega. Y el énfasis radica en dejarse llevar por las palabras que dan forma y tratan de apresar lo que sentimos y pensamos. El yo que se entrega es otro que está en nosotros mismos y que nunca se mueve de su sitio, suponemos que simplemente está; es el yo de nuestro ser que existe sin que lo pensemos, sin que lo tengamos que crear con el lenguaje. Ese yo está entre todas las cosas, con y más allá de nosotros. Acercarse a él es aproximarse a los otros, a lo otro y a la parte foránea de uno mismo.

La reescritura de estas escenas ha recogido los signos más eróticos del cuerpo de la amada para que vuelvan a vibrar con las sensaciones y los pensamientos del poeta. Así, el poeta se convierte, en este caso, en una especie de ser erótico que lee los signos de las fantasías y deseos que vamos dejando para que cobren vida en nuestro tiempo instantáneo, que es un tiempo evocado, buscado a partir de la lectura y por ello siempre y nunca presente. Dice después:

“Todo cuanto el aire vigila es un temblor, amago del deseo, remordimientos caros a la conciencia hija de su brete y ardid; libre, aunque presa del goce y del pudor. Cada cosa que tiembla insinúa su pasión. Cada cosa que respira celebra su perdición, su partida hacia dónde y tal vez para qué”. 

(pág. 75).

Estos textos parecerían ser un lado y otro, el derecho y el revés del tejido que el poeta ha hecho con el lenguaje. El derecho es esa versión coherente y racional; el revés nos muestra el material sensorial que José Mármol ha puesto en su trazo, los estambres de colores y sus nudos, que son huellas del cuerpo total del poeta que se disipa en la contemplación: su verdadera identidad.

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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).