Gracias a su estratégica localización geográfica y peculiar relación marítima con el Adriático, Venecia siempre constituyó un importantísimo territorio en el devenir de la Europa milenaria; no fue hasta 1204, sin embargo, cuando la región consolida el poderío que en lo adelante la distinguirá, resultado de los sucesos desencadenados por la Cuarta cruzada. Ello así porque el desarrollo naval veneciano fue instrumento clave en la toma de Constantinopla y la ulterior fractura del dominio griego, privilegio que le permitió adueñarse de importantes puntos mercantiles de la región, y, por ende, comandar grandes extensiones del Egeo y el Mediterráneo. En efecto, para los inicios del siglo XV, la Serenísima República Véneta ya era centro del comercio y la mayor ciudad portuaria del mundo. Es justamente unas décadas más tarde cuando uno de sus hijos, el genial pintor Doménico Tintoretto, completa dos de sus más importantes lienzos: Dama tapándose el seno y Dama descubriendo el seno (1580-1590).
Según la crítica, los expertos en cultura y gestualidad de la época adjudican a la primera obra una interpretación emparentada con la concepción del pecho abierto como símbolo de franqueza, sede del corazón y la verdad; el esconderle, pues, equivaldría a la lamentable ocultación de nuestro ser y voluntades. La segunda pintura, por el contrario, a juicio de los estudiosos del Prado madrileño, ilustra la que encarnaría una consideración más terrenal, pero de profunda naturaleza sociológica: la exposición “atrevida” de la anatomía femenina a la mirada. A la mirada fálica diría yo. Porque en Dama descubriendo el seno se nos revela una hermosa figura cuyo perfil insinúa sensualidad y erotismo al tiempo que el busto expuesto es epítome del cuerpo mujeril ofertado que prevalecerá hasta los tiempos presentes.
Poco más de un siglo antes de que Doménico Tintoretto completara las Damas, otro icónico y atrevido cuadro recurría al pecho de la mujer a fin de zarandear su histórica conceptualización virginal y mística en las artes plásticas medievales: hablamos de Virgen con el niño (1450), contraparte de un incomparable díptico de Jean Fouquet en el que Agnès Sorel –amante “oficial” del rey de Francia– aparece representada como madona. Esta tabla despoja, quizás por primera vez, la significación sagrada del torso femenino, obra que a juicio de Huizinga “…despide un aroma de osadía blasfema (…) no superado por ningún otro pintor del Renacimiento”.
Combinación de tejido graso, fibras, conductos, glándulas y nervios, las mamas (femeninas) y las tetillas (masculinas) comparten anatómicamente un incierto destino tras la concepción, ya que no es sino hasta la sexta semana de gestación cuando son completados los acontecimientos embriológicos que determinarán su futura e irrevocable naturaleza de órgano abastecedor del sustento materno o de simple reducto desprovisto de funciones, en el caso de los hombres. Es decir, morfológicamente, las mamas embrionarias no exhibirán distinción alguna que favorezca un género particular hasta etapas posteriores de su desarrollo.
El pezón, la región mamaria más sensible y tal vez el rasgo más llamativo de su fisonomía, posee una superficie de apenas cinco milímetros de diámetro; desempeña un doble rol de protagonista durante la esencial lactancia de los más pequeños y también de paradigmático símbolo erótico proveedor de mutuo placer a las parejas sexuadas. Mas, como pretenden ilustrar estos párrafos, el pezón, sobre todo bajo la mirada machista, continúa desencadenando controversias y desafíos, más recientemente a manos de los grandes consorcios propietarios de la comunicación (virtual) hipermoderna: Facebook e Instagram.
Remontémonos al origen de la simbología de los pechos femeninos a fin de narrar su periplo a través de la historia de Occidente, iniciado este con el mito de la creación de la Vía Láctea según la leyenda de la Grecia primigenia. La diosa Hera, al descubrir un día que a quien amamantaba no era a su propio hijo sino a Hércules, se retira tan bruscamente que la leche salpica esparcida por los cielos creándose de tal forma la galaxia a la cual pertenece nuestro planeta. Por igual, la imagen virginal de María alimentando a Jesús signó para siempre la concepción de la madre generosa que la cristiandad medieval apropiará para sí épocas a venir. O al menos hasta entrados los revolucionarios años renacentistas del siglo XV testigos del despojo de la simbología de los senos como metáfora de abnegación que ulteriormente les transformará en cosa erótica; en cosa erótica y nada más.
Semejante acontecimiento fue marcado por el ya mencionado provocador cuadro de Fouquet que retrata a la amante de Carlos VII de Francia develada mientras sostiene un niño hacia quien es dirigida muy poca atención; porque, en definitiva, no es el pequeño, sino el espectador, el foco de la escena. Es a este último a quien se ha ofertado el pecho como deleitosa fruta para su disfrute, a juicio de la ensayista Marilyn Yalom, autora del enjundioso ensayo Historia del pecho (Tusquets, 1998). En lo adelante, seremos testigos del accidentado tránsito de la corporalidad de la mujer objetivada de manera acorde con los eventos históricos, sociopolíticos y hasta científicos a que ella se vio expuesta en el transcurrir de la premodernidad a la contemporaneidad. Veamos.
Además del torso erótico inaugurado por el lienzo de marras, la lactación materna se hace metáfora política durante la Revolución francesa tras la República asumirla como emblema de la nueva caracterización de la nación proveedora del bienestar público “que abre sus pechos a todos los ciudadanos”. El pecho que amamanta es también político a manos de la fanática propaganda nazi que da de comer a niños arios, y, simultáneamente, gracias a jóvenes norteamericanas “bien dotadas” cuyos atributos físicos son utilizados por el establishment bélico a fin de “levantar la moral” de las tropas estadounidenses durante la Segunda Guerra mundial.
En su libro, Yalom alude a los que considera “otros vectores representativos de las mamas femeninas en Occidente”, incluyendo el pecho patológico víctima de cáncer, fenómeno que –a su modo de ver– ha provocado en la mujer una imperecedera concientización acerca de lo que dicha enfermedad significa. Un hecho que, por bien o mal, las ha obligado a asumir plenamente la posesión de sus senos como “realmente suyos”. Analiza además las a su juicio “machistas consideraciones freudianas” sobre el simbolismo psicoanalítico de las mamas como nexo entre su naturaleza nutritiva, el génesis materno, y su connotación erótico-seductora. A este listado anatómico-simbólico añadiríamos uno de insoslayable prestancia en nuestra modernidad: el pecho plástico apropiado por el bisturí y la silicona. Uno lamentable, quizás, ya que contradice la preclara consideración acotada una vez por Susan Sontag y que para estos fines parafraseamos: “El problema no es tener pechos bellos ni desear tenerlos, es el que se nos imponga tenerlos”.
Retornemos a la travesía histórica de la región anatómica aquí discutida a fin de contextualizar las motivaciones ocultas tras estos comentarios. Bastaría un breve repaso de la iconografía medieval para descubrir cómo esta ilustró con creces la naturaleza mística del acto de lactar escenificado por la virgen madre de todos los cristianos entregada al niño Dios venido al mundo para nuestra salvación. La tradición bizantina dedicó especial atención a la encarnación del mito: la Galactotrofusa o Virgo lactans, en la cual la pureza de aquel acto aparece ilustrada en múltiples obras, destacándose dos en particular: Aparición de la virgen a San Bernardo (1540), del español Juan Correa de Vivar; y La virgen de la leche (siglo XVI), lienzo anónimo proveniente de la Escuela de Brujas. En la primera, María ofrece al santo el alimento lácteo a fin de reconfortarle y premiarle por su devoción mariana; el óleo muestra una escena al aire libre ante una frondosa naturaleza vegetal en la que con refinado y preciso detalle el pintor ha plasmado la areola virginal desde donde brota un chorro de leche en dirección a la boca de San Bernardo. En el segundo lienzo, ilustración de carácter más simple, aunque no despojada de fuerte significación, aparece una mama totalmente descubierta, henchida y erecta, sostenida por las manos de la Inmaculada madre presta a dar de comer al Mesías.
Aquellas vírgenes, según comenta la historiadora de arte María Bastarós, a pesar del oscurantismo y cerrazón medievales, son mostradas sin tapujos, sin malicia provocadora alguna y “con mucho menos pudor del que hoy sentiría una mujer en el metro”. Y sin riesgo de ser condenadas por el sistema judicial moderno, añadiríamos, como sería el caso de Estados Unidos, nación donde en numerosas comunidades se prohíbe mostrar los senos bajo pena de multa por “indecencia pública”. En efecto, la ley establece que, aunque en algunos estados de la Unión la exposición de cualquiera de sus partes es considerada ilegal, en muchos otros, incluyendo el progresista Massachussets, esta es permitida excepto cuando se trate del pezón o de la areola. Curiosas estipulaciones, sobre todo por tratarse de un país en el que la pornografía es protegida en base a enmiendas constitucionales respetuosas de la privacidad individual y en el que los adolescentes “disfrutan” libremente de videojuegos donde se torturan y asesinan féminas imaginarias a diestra y siniestra. ¡Vaya poderío el encarnado por apenas unos cinco milímetros de piel!
En efecto, esa facultad del detalle anatómico que nos ocupa ha provocado inquietud y desavenencias en el seno de los oráculos de la virtualidad digital, dígase en Facebook e Instagram, escenarios en los que aquél no sólo es entidad no bienvenida sino incluso amenaza. Amenaza a no sabemos quién porque, pregúntese usted lector, ¿qué peligro podría ocultar una efigie de piedra tallada veinticinco mil años atrás? Hablamos de la Venus de Willendorf, que se sepa, la primera expresión plástica del busto condenada al ostracismo por el Mark Zuckerberg dueño y señor del reino de los pixeles, hace apenas unos años. Aún más, ¿qué maligna influencia pueden ejercer unas cuantas madres mostradas amamantando en un comercial de la empresa Tommee Tippee, prohibido también por el zar de la virtualidad?
Como si los incidentes comentados en el párrafo anterior no fuesen suficientes, los jueces de Instagram han censurado el cartel que anuncia Madres paralelas, el más reciente filme de Pedro Almodóvar. La estampa, desprovista de atrevimiento o rasgo ofensivo alguno, a decir verdad, no difiere mucho de los lienzos virginales bizantinos ya discutidos, al menos en la propuesta visual propiamente dicha. En el caso de esta cinta, el creador del póster ha insertado la fotografía de un pezón desde el cual asoma una gota de leche sobrepuesta al recuadro de los créditos. A pesar de que se trata de una película cuyo argumento poco tiene que ver con insinuaciones sexuales pertinentes al pecho femenino, una vez más se ha prohibido la aparición del peligroso pezón; por el hecho de ser pezón y nada más. De un pezón hembra, eso sí.
La académica mexicana Flor de María Gamboa Solís nos recuerda cómo la psicología contemporánea ha establecido que el tórax femenino simboliza al sí mismo, en tanto que prefigura el referente material y corporal originario de sendas afluentes surtidoras de la vida: la biológica y la psíquica. Cabe recordar, sin embargo, que, en todas las civilizaciones, desde las ancianas China y Medio Oriente hasta la Francia victoriana, el cuerpo de la mujer –llámense los pies, el ombligo, o la cintura– se constituyó en fetiche. En fetiche para la mirada masculina, por supuesto. Guiado hoy también por los dictados del Mercado, el devenir del pezón continúa siendo una accidentada encrucijada en la que el pensamiento patriarcal secuestrado por la misoginia representa la mordaza que impide su liberación.
Los sociólogos, por su parte, han insistido en la idea de que el paisaje del cuerpo-objeto femenino será transformado únicamente con la incorporación igualitaria de la mujer en todas las esferas de la contemporaneidad, ciertamente bajo términos de equidad social, económica y política. Mas, aquello jamás deberá conllevar a una enfermiza feminización “separatista” convertida en “sexismo al reverso”; la tan justificada sísmica sacudida de las plagas del machismo, a nuestro ver, se iniciará en la conciencia misma de los hombres, y para alcanzar el éxito, habrán de abrazarla ambos géneros.
Liberad al pezón, pues, dejadle ser y regalar; como la isla pezón de tierra que se levanta, ofertándose al oleaje furioso de la mar (Fray Luis de Granada, 1504-1588).
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En portada: Dama tapándose el seno, Doménico Tintoretto. 1580-1590.
Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo; autor de Pentimentos. Apuntes sobre arte y literatura (Ediciones Cielonaranja 2021).