Allí estaba Alberto, ansioso, en medio del parque. Receloso, temeroso por lo que pudiera venir después de ocurrir un hecho que la gente comentaba y no creía, pidió un periódico cualquiera. Leyó con avidez los titulares. Le dio una moneda al canillita, se volvió rápidamente y ni siquiera esperó el vuelto. Exactamente lo que había imaginado. El suceso que dominaba la atención de todos apareció en primera plana, en un tipo de letra gigante, rojo profundo, y a la cabeza de la foto de 10×8 pulgadas de un cadáver colocado sobre una camilla.
Militares de todos los grados y colores (soldados del ejército, marinos, policías de tránsito y del servicio secreto) estaban allí, apelotonados, cuidando de que a nadie se le ocurriera matar al muerto. Era espantoso ver cómo había quedado aquel cuerpo: masacrado, agujereado por las balas. Donde hubo una uña ahora había un hoyo. Era un espectáculo verdaderamente desagradable, vómico.
En toda la ciudad se respiraba incertidumbre, inquietud y miedo. Casi todos pronosticaban sucesos terribles: más asesinatos, más torturas, más desapariciones, más persecuciones implacables y, sobre todo, más exiliados políticos. Cada hogar era un baúl sellado; pero los comentarios, en voz baja y precedidos de miradas inquisidoras dirigidas hacia todos los lados, seguían volando de boca en boca a través de los patios y de habitación en habitación.
El pánico se había hecho dueño de todo.
Alberto llegó a su casa a eso de las 5:00 p.m. Un hombre salió del callejón que conduce al patio de su casa. Tenía, visto rápidamente, 1.40 metros de estatura; de unos sesenta años de edad y de figura acabada, maltrecha. Parecía que lo estaba esperando.
—Lo vinieron buscando tres hombres de aspecto muy raro. Andaban en un cepillo de color amarillo— le dijo.
—¿Uno de ellos era albino, alto y delgado? —preguntó Alberto, nervioso.
El hombre nunca lo miraba fijamente al rostro. Sólo miraba, alternativamente, y en actitud de temor, hacia las esquinas formadas por la calle donde está ubicada la casa de Alberto y las dos calles próximas que la cortan perpendicularmente.
—Sí, creo que uno de ellos era muy blanco. Yo no podría decirle con exactitud, porque cuando abrí la ventana y los vi desmontarse del vehículo, de inmediato la cerré —contestó el hombre, agregando luego—: tengo que irme. La cosa no está buena. Le aconsejo que no se quede usted aquí. Váyase a dormir a casa de algún pariente o amigo, si puede hacerlo —le aconsejó el hombre a Alberto.
Luego, el hombre desapareció por el callejón.
Alberto se quedó pensativo y preocupado, con las llaves de la casa en la mano derecha y el diario en la otra. Estaba indeciso, taciturno. No sabía si seguir el consejo del mensajero inesperado o si quedarse en su casa. Sólo le quedaban cuarenticinco minutos para tomar una decisión. De optar por lo primero tendría entonces que trasladarse, en ese tiempo, a la casa de su hermano, el único lugar donde pensó podía refugiarse.
Pero consideraba que ir donde su hermano no sería lo más prudente, ya que no tenía tiempo suficiente para desplazarse hacia allí. Ni siquiera yendo en carro podría llegar antes de las 6:00 p.m., hora a la que comenzaría el toque de queda decretado por el nuevo presidente de la República.
Alberto sabía que correría un gran riesgo al quedarse a dormir en su casa, pero, a su modo, era la opción más recomendable. Y así lo hizo. Inmediatamente a este pensamiento abrió la puerta y entró a la casa, de espalda, retrocediendo sigilosamente y mirando hacia todos los lados con ojos sobresaltados.
De repente, el vacío de la puerta desapareció. Al día siguiente, Alberto era un título gigante en la primera plana de todos los matutinos que circulaban en Ciudad Trujillo.
*En: Miguel Collado. Lecturas para viajeros (Cuentos y relatos muy breves). Santo Domingo, Rep. Dom.: Ediciones CEDIBIL, 2019. Pp. 88-92.
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Miguel Collado es bibliógrafo, investigador literario, poeta y profesor universitario.