Conocí su obra antes que a él, lo cual es usual con los artistas. Yo tenía unos doce años, y él ya era un hombre. Posteriormente en 2012, por recomendación de un amigo en común, Pineda asistió a una exposición colectiva donde participé. Vio las obras y se acercó para preguntarme cómo estaba mi agenda, tenía una propuesta laboral que ofrecerme. Le dije que estaba disponible. Se contactó conmigo al día siguiente y acto seguido fui a su casa. Allí me explicó que necesitaba la colaboración de otro artista para realizar su pieza Oh, Taschen, Taschen, Taschen, chicas locas sin máscaras, basada en el libro Mujeres Artistas de los siglos XX y XXI de la editorial Taschen.

Me encargó decidir las combinaciones de colores de cada máscara, unas noventa, una por cada artista; y aplicarles la pintura a un papel plástico que él transfería al soporte final, en papel Archés, para luego rasgarlas con su toque personal. El proceso tomó una semana, más o menos. Así nos hicimos amigos, aunque, por la diferencia de edad, solía llamarme “hijo mío”. Lo que más me sorprendió de aquella experiencia no fue conocer sus procesos técnicos y creativos, lo cual ya era mucho, sino su personalidad. Cuando el tiempo estaba dominado, Pineda era más divertido que formal y un magnífico contador de historias.

Una tarde en que estábamos terminando de hacer las máscaras, me hizo preguntas sobre mi obra y mis relaciones con los artistas dominicanos de mi edad. Dije algo sobre el miedo y me transmitió un consejo que le dio una abuela durante su infancia en Barahona, su ciudad natal: “El miedo es un bacá. Desde que veas tu bacá, tienes que perseguirlo y aplastarlo de una vez, ahí mismo, por muy chiquito que se vea, con un buen pisotón. Aplastarlo y que no quede nada de él, porque los bacá crecen enormes, y si lo dejas crecer, si dejas que tu bacá se ponga mucho más grande que tú, entonces será él quien te pise a ti”.

La segunda vez que trabajé para Pineda fue en 2015. En ese entonces yo tenía un empleo paralelo al oficio de pintor, de horarios complicados, pero estable. Me hacía ilusión serle útil de nuevo. Hice un esfuerzo con mi agenda y fui su asistente de taller. Para ese momento, su obra había ganado aún más ventas y reconocimiento. A mayor éxito, quedaba menos tiempo para compartir con él fuera del taller. Por eso fue tan especial para mí aquella tarde en que, después de comer, le hice preguntas más personales y él se explayó. Habló incluso de otros artistas y escritores dominicanos. Me limitaré a contar parte de lo que me ayudó a entender su obra más a fondo.

Me dijo que tuvo una infancia feliz en Barahona. Nunca jugó pelota ni deportes individuales o grupales. No le gustaban. Prefería las plantas y las flores. Me comentó que si dejase el arte, la sustituiría por la jardinería. Que de pequeño, todos sabían que él era distinto, pero que nunca lo agredieron, ni física ni verbalmente. Si alguna vez a alguien le disgustó su color de piel, su apariencia, su origen humilde o sus preferencias, él nunca se dio cuenta, aunque sí sintió la soledad, hasta que un día vio un video musical de otro Jorge: Boy George. Se alegró muchísimo al verlo, me contó. “Éramos dos Georges muy distintos, me emocioné: ¡habían más como yo!”

También habló de cómo sus aficiones lo llevaron a la inusual biblioteca de la escuela donde estudió, dirigida por una monja encantada de encontrarlo en aquel solitario espacio literario. La madre de Pineda, doña Petronila, contribuyó con ese hábito. Fue maestra de escuela durante cinco décadas y logró incentivar la lectura en su hijo. Me contó que así conoció un libro bellísimo, de un cuento ilustrado cuyo título y autora cometí el error de no anotar en ese momento. Pineda hizo un paréntesis, se levantó una manga de su camisa de cuadros hasta el hombro y me mostró los poros de su piel: “¡Mira cómo se me pone la piel de gallina! Era el libro más hermoso y con las ilustraciones más bellas, disfrazando la historia más terrible jamás contada sobre una niña”.

Tras el fallecimiento de la monja, desapareció aquella biblioteca sin conocerse adónde fue a parar. Pineda me dijo que se arrepintió de no haberse quedado con aquel ejemplar. No hubiese sido un robo, sino un rescate.

A partir de ese libro, Pineda se inspiró en una serie de cuentos infantiles muy famosos, como la Caperucita roja y el lobo feroz, pero con la mirada de quien sabe que detrás no hay una historia cómica. Pese a su infancia feliz, la violencia infantil se convirtió en el tema más recurrente de su obra. La vida de los otros permeó su trabajo. Para él, no haber sufrido una problemática no significó que debía serle indiferente y usó sus exposiciones como un caballo de Troya para transportar esos temas.

A esa estrategia mediante la cual utilizaba a la belleza como herramienta de atracción hacia temas difíciles es que Pineda llamaba “la trampa”. Hay muchas conversaciones pendientes en la sociedad dominicana. Él insistía en que tener esas conversaciones es determinante para que una sociedad madure. Por eso su obra debía generar un diálogo con el espectador. Trataba de llegar mediante imágenes adonde no llegan las palabras. Naturalmente, pensé, pues sin palabras es cómo nos dejan las realidades más tristes y desgarradoras.

Sin embargo, Pineda siempre rechazó el cliché del artista atormentado. Defendía la felicidad. No la felicidad tontita de quien sonríe en fotos y se autodestruye en la intimidad por un sentido de impotencia, un cargo de consciencia o la creencia de que la decadencia les hace lucir interesantes, sino la felicidad no romantizada ni idealizada. El refrán “ojos que no ven, corazón que no siente” no iba con él.

Pineda creía en abrir bien los ojos, en ser feliz pese a ello y hacer un arte de bien. Para eso hace falta valor y él lo tenía. Es poderoso el mensaje de Happy, su última exposición en vida. La vida es tan cruel y efímera como maravillosa. “¡Pise su bacá y vívala!”

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José Ramia Guzmán (Santiago de los Caballeros,1984), es artista, escritor y diseñador gráfico. En 2020 publicó El Cuadro, una novela sobre coleccionismo de arte en República Dominicana, y en 2021 creó a Chiquita, la exposición más pequeña y menos espectacular de la historia del arte.