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Por más humana que se quiera, la historia no es un castigo impuesto por los dioses a los hombres. No somos –ni hemos sido y ni siquiera seremos cuando llegue la Hora, si es que llega la era de los androides bajo el dominio de algoritmos e inteligencia artificial– míticos Sísifos. La historia es más que el absurdo que denosta la brutalidad y la sangre que en ella transcriben con tinta comprada por alguno de los vencedores sus más destacados narradores y corifeos.

Sísifo, mientras empujaba el peso muerto de la roca, subía a la cima y –sin fin a la vista– descendía a la sima de la montaña, antes de reemprender sin pausa ni descanso el camino irracional de su castigo. 

Concedo que Sísifo ha dejado de ser hoy día una figura tan solo mitológica e irreal, pues debate en la conciencia de buen número de ciudadanos democráticos de uno y otro Estado nación de derecho moderno. Dichos ciudadanos se consideran y más o menos se reconocen como seres libres, conscientes y dotados de derechos. En cuanto tales, se reproducen exculpados históricamente de cualquier yerro que los reduzca a realizar una labor absurda, sin propósito ni realización ni término objetivo. 

Ante la opulencia de los menos y las carencias y frustraciones de los que siempre resultan ser más –indistintamente de en qué latitud o longitud irriguen con sudor y siembren sus cenizas– esas mayorías se perciben y sienten acorraladas y defraudadas. Con razón resienten las desiluciones impuestas por esa poderosa mano –al menos invisible para Adam Smith– escondida detrás de todos los mercados de índole capitalista, así como de la riqueza acumulada en algunas naciones al amparo complaciente del ordenamiento político de todas ellas.

De ahí la disyuntiva resentida en la actualidad histórica. No es la del sinsentido de la existencia humana, sino la del sistema capitalista y sus secuelas –independientemente de sus más diversas modalidades: libertaria en un extremo y en el otro estatal. La cuestión es que indistintamente del collar y los adjetivos con que se le nombre, siguen siendo el mismo cuerpo social obligado por su condición natural a hacer pactos sociales para preservar la paz, la convivencia y evitar así la guerra de todos contra todos y la subsecuente aparición de cualquier monstruo marítimo de la estirpe anglosajona del bíblico Leviatán. 

La moral calvinista lo arraiga y justifica. El increíble conjunto de logros revolucionarios que alcanza por medio de la investigación y el desarrollo científico-tecnológico lleva a pensar en una realidad más líquida que las aguas de cualquier río heraclitiano. Pero lo fundamental es el lecho por el que se deslizan tantos eventos y circunstancias temporales. El régimen de consecuencias del espíritu capitalista de antaño, en un escurridizo presente de titánicos gladiadores, tiene por fruto la muy cuestionable acumulación, posesión, distribución y subsecuente usufructo de sus productos. Esto último (el usufructo) ha llegado a ser cada día más inequitativo –por la desigualdad individual que idolatra su darwinismo social– e intolerable –debido a la indignación de quienes siendo mayoría finalizan relegados a un papel de segundones más opaco e insípido que el estelar del que se apropian algunos pocos independientemente de justas razones y méritos.  

He ahí la razón por la que –con la excepción de un raquítico 1% de la población mundial hoy día– el porciento restante vive resignada o resentida, pero sobre todo indignada a causa de la abusiva inequidad de oportunidades y la injusta distribución y concentración de riquezas y poder en contadas manos. El cuerpo social contemporáneo agoniza, como si se tratara de un paciente in extremis, y no solo por efecto de la pasante pandemia del Covid-19. 

Los dobles del mítico Sísifo yacen desesperados, lo más postrados, y solo algunos se retuercen de dolor y enfrentan algo invisible e incomprensible. Los que no se resignan a cargar la piedra del viacrucis de su desdicha y emulan al hombre rebelde (Camus), pareciera ser que dan palos a ciegas contra un estado de cosas que cerca y asfixia a tantos, con tanta publicidad y consumo, como monopolios y oligopolios. 

Es por eso por lo que la pelea geopolítica por el poder escondido detrás de la colina del mercado pudiera acoger en estos tiempos a todos los Sísifos del reino de este mundo. Al fin y al cabo, se encuentran todos en el mismo cuadrilátero imaginario desde el cual aguantan cuanto soportan como castigo –no de Dios ni de los dioses, sino de engreídos mortales que procuran por cualquier medio valiosas minas en raras tierras ajenas, fronteras movedizas y convenientes, naciones complacientes y, por ende, la retención del becerro de oro y del egolátrico poder. 

Hoy día no se trata de valores intangibles. De esos que ni se miden ni se cuentan. Nada de aquello de libertad, igualdad y aún menos fraternidad en y allende las fronteras, con sus consecuencias prácticas e institucionales. Hay que repetirlo. Nada de eso. Y es por eso que, sin vergüenza ni palabra de honor, una cosa es con guitarra y otra con violín. Así en el lar patrio, como en el internacional.

La cosa final es el deshonor e indignidad de conspicuos actores que –presentándose como omnipotentes dioses antropomórficos– se creen con derecho a sedar y someter a los otros a servirles de carne de cañón donde reencarnar el fantasma de Sísifo. Con esa intención como fin manipulan y justifican todo desde el pedestal del poder, y valiéndose de las luminarias de desmedidas ambiciones e imposiciones recurren una y otra vez a la carátula del fait accompli. Tocan diversos instrumentos musicales para cantar trabalenguas de lo que dijeron ayer pero que desdicen hoy, una vez adheridos al poder; o bien, para crecerse imperialmente a lo Nerón regodeados en medio de barbaridades incivilizadas e inhumanas. Lo mismo trastocan la confianza ciudadana en la institucionalidad democrática de su país, como la paz de otra nación e inclusive la mundial. 

Téngase por seguro: la nueva versión de la obra no es de corte humanista y aún menos del género mítico. No versa sobre algún Sísifo traicionando la confianza que los dioses depositaron en él, por aquello de que prefirió procurarle agua a la sedienta Corinto en vez de hacer genuflexión ante el Olimpo. Su libreto devela un escenario inimaginable, inesperado. 

El telón abre en medio de una de esas noches más oscuras de la humanidad, de acuerdo con el libretista hegeliano de la razón de Estado nacional, ajeno al marxista desbordado por el capital y enredado en intestinas luchas de clases. Las palabras de los mortales van y vienen, ingrávidas y sin valor. El cambio de καιρός (kairós: el tiempo adecuado) se avecina. Tras bambalinas, pocas manos, pero muy poderosas, controlan y acaparan todo –inclusive lo que les sobra para vivir a cada una de ellas y a sus más allegados títeres, lacayos y adláteres. Pero eso sí, lo visible está a la vista del público. La obra macabra transcurre como si fuera una sinfonía bajo la diestra batuta y partitura del director de turno.

En lo que dure la función teatral –léase bien: hasta que enciendan la luz, se levanten y salgan los asistentes, y vuelva a reinar la cordura de la valerosa historia cotidiana poco dramática, aunque no por eso menos verdadera–, el ambiente se tiñe de incertidumbre y pasión, sacrificio y heroismo, agonía e inquietante desconcierto. En dicho lapso, agobia tanta irracionalidad y sinsentido. Dado el ciclo de repetidas funciones teatrales, tanto a nivel nacional, como internacional. 

En lares patrios olvidados, pues el público estadounidense y sobre todo europeo poco aprendió entonces de múltiples funciones preliminares escenificadas de manera concomitante en tres continentes a la vez. De ahí que, en vez de favorecer la presencia en la tierra ucraniana de una nación democrática tan neutral como la helvética, y de superar prejuicios asentados en el pasado para atraer hacia sí a los inquilinos del Kremlin, alejaron esas opciones y al heredero del último zar lo hirieron en su orgullo y lo empujaron y empujan a fuerza de reprimendas económicas hacia el otro lado de la gran muralla china. 

Y, en el internacional, la música es pareja. La barbarie recoge en Ucrania lo que se sembró en Kosovo, debido a alejados propósitos de dinero y poder –¿o viceversa, poder y dinero?–, devenidos análogos entre sí por obra y gracias de alguna mano que brilla en medio de la noche: sea la siniestra de uno de los jefes autoritarios de oriente en 2022, o por el contrario en 2008 si no antes, las diestras de otros tantos de occidente. 

¡Ah!, dicho sea, antes de concluir. Todo eso se escenifica mientras aquella historieta conmovedora y sin fin a la vista transcurre debido a la arbitrariedad de algún prepotente y arrojado actor principal que, luego de estudiar y ensayar su papel durante subrepticios años de inteligente faena política dividiendo adversarios en la tierras del tío Sam, al igual que en la quebrantada geografía de una desnunida y silente pradera sin suficiente energía ni islas británicas, no se resigna a ser la sombra de un imperio y mucho menos un fantasmagórico Sísifo castigado a no abandonar por mal portado un secundario papel de relleno. 

He ahí la razón por la que, por fin, tomó la decisión de representar el papel estelar en una obra en ciernes –aún innominada e indefinida en su escena final– delante de tantos espectadores atónitos y algunos jubilosos que pagan de su bolsillo por verlo actuar en las tablas centenarias de El gran teatro del mundo –ahora mismo– presente a orillas del Danubio azul que, en Ucrania, vuelve a teñirse absurdamente de rojo humano, demasiado humano.

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Fernando Ferrán es antropólogo social y filósofo, investigador y profesor del Centro de Estudios Económicos y Sociales Padre José Luis Alemán de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).