Desde que el ejército de la Rusia de Vladimir Putin invadió a Ucrania el 24 de febrero de 2022, el planeta vive en vilo. Hace un año que una espada de Damocles nuclear pende sobre el frágil cráneo de la Humanidad y, de paso, de todas las especies y del orden de las cosas. La “ofensiva militar” que dio comienzo a esta nueva “guerra del fin del mundo” nunca fue tan literalmente ofensiva: el llamado Reloj del Apocalipsis de la Universidad de Chicago –que simbólicamente marca la cercanía del fin del mundo– ha sido adelantado en diez segundos debido a la amenaza que despierta esta conflagración. Estamos a minuto y medio para el cataclismo, advierten sus agujas.

Aún cuando obviáramos la oscuridad futura, la mera actualidad resulta gris. Campean violencia, muerte y hambre. Crece la tasa de daños físicos y psicológicos. La violación flagrante de los Derechos Humanos, la inseguridad alimentaria, la desintegración de familias, la crisis económica, causan estragos, son el signo de los días.

La guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje, dijo Mark Twain. Y el lenguaje de la libre expresión es agredido en el conflicto, con mentira informativa, como ha expresado José Mármol en su trabajo incluido aquí, “Vladimir Putin, Ucrania y la retrotopía”. Y, sin embargo, a un año transcurrido de lo que el agresor imaginaba consumar en pocos días, “Rusia no solo ya ha perdido la guerra semántica”, asegura Iury Lech –hablando en su condición de ucranio-español–, sino que “también será vencida en la del plomo”. Los rusos quieren rusificar a Ucrania, así como han hecho antes pasar por propios a escritores ucranianos como Antón Chéjov o Nikolái Gógol. “Todas las guerras comienzan por la polarización y la perversión del lenguaje” insiste Lech.

Y “los ucranianos están seguros de que su nación se levantó como tal a partir de un poema, El Cantar de la Gesta de Igor”, recuerda José Rafael Lantigua, por lo cual no cree “que exista otra nación en el globo donde la poesía haya jugado un papel tan estelar en la construcción de la nacionalidad, en la defensa de la lengua y en la narración de los oprobios que han atormentado su existencia”. Por eso, en este número dedicado al año ya cumplido del conflicto por la invasión de Rusia a Ucrania, Plenamar dispone para sus lectores poemas escritos por ucranianos de distintas épocas, poemas de autores de origen ucraniano y poemas cuyo tema es esta guerra.

Tarás Shevchenko (1814) e Iya Kiva (1984), un poeta del origen y una poeta de hoy trazan el hilo lírico de Ucrania. Tanto el laureado poeta argentino Juan Gelman como el español Iury Lech descienden directamente de ucranianos, y ello es visible de algún modo en su expresión poética, por eso los acompañan. La dominicana Soledad Álvarez describe imágenes de las hostilidades vistas en pantalla diaria, y nos indica que constituyen algo más que el discurrir de un noticiero: se alojan en nuestra conciencia. El uruguayo Roberto Echavarren confía en la fuerza y permanencia del lenguaje, aún en guerra: Las palabras siguen existiendo    Contrariamente a la gente muerta. El dominicano Tomás Modesto Galán apuesta por la paz que pueda traer, en su bolsa de misivas, un cartero. Y Anna Ajmátova, la maravillosa poeta de expresión rusa nacida en Ucrania, recuerda el vínculo indisoluble entre la esencia de ser y la tierra natal, fusionándose el primero con la segunda: 

ella [es decir, Ucrania] y también nosotros

nos volvemos tierra,

a la que, por eso, con toda libertad, llamamos nuestra.

Finalmente, Lisette Vega de Purcell analiza la novela La hora de la estrella, de la gran Clarice Lispector, una escritora brasileña que nació, como Ajmátova, en Ucrania. El anhelo es que el reloj del fin del mundo dé la hora de los astros luminosos que multiplican vida, en vez de la mortal oscuridad de medianoche y muerte. Por el fin de la guerra. Por la paz.