La avispada Adelita reía dando saltos, las crinejas mariposeando al viento del atardecer, entre las vivaces matas de finas rosas y fragantes azucenas, sin imaginar que esos momentos de júbilo volarían en pedazos.  

Martina, su madre, trajinaba en la cocina, fregando cacerolas y pensando en que cenarían con plátanos salcochados, huevos revueltos y chocolate con gofio, como le gustaba a José Augusto, su cariñoso y valiente esposo. 

Adelita se aburrió pronto de hacer tantas cabriolas y se sentó en la piedra redonda, al lado del limonero, a cantar con almibarado acento:

Que viva el jefe, la, la, la

Que viva Trujillo, la, la, la

Que viva el jefe, la, la, la

El rostro de Martina se tornó rígido. Se quedó quieta escuchando, compungida, como si le agujerearan el pecho. Un torrente de recuerdos le cayó encima (el amado padre encarcelado, el añorado hermano desaparecido y el amigo torturado en La 40).  “No puede ser. Otra vez lo mismo y en mi casa. ¡Dios  mío!”, se dijo.  Le ardía el estómago y se le erizaba la piel. 

Mordiéndose el encono, la señora dio un paso adelante, tomó la pequeña vara del rincón y se fue como un bólido hacia el patio. Estaba resuelta a castigar a su hija, a callarla como fuera, pero se contuvo al verla risueña y cadenciosa. Quedose unos instantes observándola, escuchándola entonar con la dulce y armoniosa voz que había heredado de ella.

General Trujillo aquí manda usted

Por su fuerza y brillo yo le tengo fe

General Trujillo, siempre gobernando

El pueblo ha pedido que siga en el mando

Un no le estalló en el cerebro y Martina lanzó una rama entre los arbustos, respiró rabiosamente y sin pensarlo echó al aire su voz de soprano: 

Mambrú se fue a la guerra,
qué dolor, qué dolor, qué pena,
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuándo vendrá.
Ah ah ah ah ah ah ah,
no sé cuándo vendrá
.

Adelita canturreaba con peculiar entusiasmo. Las letras entonadas por la madre y la hija se mezclaban. Cada una vocalizaba más y más alto. 

General Trujillo, siempre gobernando

                            Qué dolor, qué dolor, qué pena

El pueblo ha pedido que siga en el mando

                             ¡Qué dolor, qué dolor, qué rabia!

La superposición de cánticos cargaba la atmósfera, que se iba pincelando de grises y melancólicos ocres en el amplio parterre florecido y más allá del poblado. Adelita enronquecía y el corazón de Martina latía con celeridad, aherrojado por un desazonador malestar.  Mas el duelo no cesaba y la madre se empecinaba en ahogar la tierna voz. 

Ni Adelita ni Martina advirtieron la presencia de José Augusto, que llegó en su ruidoso y viejo jeep, lo detuvo frente a la pequeña casa de madera y fue hasta el patio, guiado por la inusitada fusión.

—¿Qué está pasando?  —preguntó, perplejo. 

Un tirante silencio planeó sobre ellos por largos segundos. Madre e hija se miraron, como sorprendidas en falta. Adelita pestañeó temblando al ver el conmocionado semblante de su madre y las lágrimas que derretían la miel de sus ojos.  

—La niña no se calla con esas letras desde que las oyó en la escuela. Ella debe cantar Mambrú, que es mil veces mejor. Estoy tratando de que lo entienda, ¡pero es una cabeza dura e insiste!

José Augusto se llevó las manos a la boca, aspiró conteniendo la tensión y con rapidez recuperó la compostura. Entonces se inclinó ante su hija y,  acariciándole la barbilla, le habló mirándole las vidriosas pupilas.

—Dime, Adelita, ¿por qué no le haces caso a tu mamá y cantas Mambrú? Es una bella canción. Si quieres te la enseño. Yo me la sé entera. 

 —¡Papá, papá, Mambrú no es el jefe!  —gritó la chiquilla, corriendo hacia su habitación. 

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Emilia Pereyra, nacida en Azua, República Dominicana, en 1963, es comunicadora, narradora y ensayista. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en el 2019 y es la directora de actividades de la Fundación René del Risco Bermúdez y editora de la sección Ruta de Letras de Diario Libre.