“Érase un caballo con dos alas que subía, 

                                                                          que volaba como volaba el amor”

Nací en un lugar abierto y seguro, tan seguro como una caja fuerte de un banco también seguro.  El fuerte impulso de un chorro de agua turbia que expulsaba el vientre de mi madre, me arrastró en su corriente indetenible, con irrefrenables ansias de dejar aquel lugar oscuro. Tan oscuro como la noche que me recibió al abrir mis ojos por primera vez. Durante once meses viví encerrado  dentro de un húmedo  globo  aún más oscuro que la noche en que nací. Pude mirar hacia arriba y  advertir  cómo la luna ancha, tan ancha como el vientre de una yegua al borde de parir, me miraba sonriente y pienso que estaba complacida. Tan pronto caí sobre un suelo blando y cómodo, cual alfombra mullida de verdes hierbas, sentí el lamido tierno de mi buena madre con el propósito común en nuestra especie, de asear mi endeble cuerpo grasiento y pegajoso, cubierto  del agua turbia con restos sanguinolentos de su vagina rasgada al momento  de parirme. Como todo mamífero, pues así nos llaman porque mamamos de las ubres o de los senos de nuestras madres equinas o humanas, alargué mi tierno cuello, y con mi belfo inferior tenté la ubre dura de mamá, y de inmediato, brotó una tibia leche que chupé hasta que satisfice el vacío de mi pequeño estómago, tan pequeño que con poco se saciaba.    

Mientras estuve dentro de la bolsa húmeda de paredes blandas del vientre de mi madre, sólo lograba oír uno que otro débil ruido o algún efecto sonoro muy sedante, como si se tratara de una Sonata de Schubert. Siempre atento a lo que pudiese ocurrir a mi alrededor, me recosté sobre mi lado derecho, sin saber porqué había escogido precisamente  ese lado,  para descansar  del gran  esfuerzo desplegado  después de mi nacimiento. Pude notar cómo la noche palidecía dando paso a una luz amarilla, muy tenue en sus inicios y que se abrillantaba con el rápido acontecer del tiempo. Al poco rato, cuando ya la luz cubría el todo, llegaron unos hombres muy fuertes, tan fuertes como el desaparecido Coloso de Rodas, y nos llevaron a mi madre y a mí a nuestro próximo destino. Lejos quedaría nuestra atesorada libertad arrebatada, sin saber hasta cuándo. La cantidad de hombres fuertes, como de hombres débiles también, fueron a escrutar al recién nacido del establo, y poder preconizar mi futuro estudiando la más mínima parte de mi  cuerpo aún endeble. Pero estaba yo tan completo y tan sano que hasta hermoso me encontraron. Allí me enteré que a mi pobre madre vieja la mantenían con vida, con la sola intención de usar su vientre fértil en su fábrica de potros valiosos para la caballeriza del dueño del lugar.

Muy pronto, empero, conocería yo la dura realidad que me esperaba en el futuro. 

Pasaron los días y los meses y mi madre se mantenía a mi cuidado.  Esos hombres sabían muy bien lo que hacían.   Por su conveniencia, retrasaban el desgarrador momento de nuestra separación. Cuando nos soltaban en los potreros, con el fin de fortalecer nuestra musculatura para llevarla acorde con nuestro crecimiento,  muchas veces se nos unían otras yeguas con sus críos que siempre estaban dispuestos a jugar conmigo. Nos mordisqueábamos, nos tirábamos ingenuas pataditas, y correteábamos por  el amplio pasto verde. Si nos daba hambre o sed, ahí teníamos a nuestro lado  las resplandecientes  ubres  de nuestras madres. Pero como el bienestar no dura mucho, tan pronto avistábamos las temidas figuras de los hombres fuertes, nuestra tristeza opacaba nuestros alborozos, y obedientes regresábamos a los muy odiados encierros. Sin duda alguna, éramos  los prisioneros de los hombres fuertes  y de los hombres débiles.

Yo, que había nacido libre, ahora sería un esclavo más de la reconocida crianza del amo.  Algo había que hacer para liberarnos.  Me propuse con firmeza recuperar mi libertad. Cada vez, empero, que mostraba un acto de rebeldía, me ensordecían con sus enconados gritos de improperios, o me fustigaban con latigazos fuertes  hasta ver gotitas de sangre traspasar mi negro pelaje reluciente. Otras veces, los mordía donde mis afilados dientes pudieran alcanzar su hedionda y mugrosa piel. Esos hombres nunca se bañaban, pensábamos nosotros, porque los caballos siempre tenemos un olor muy peculiar y evidentemente inofensivo, que complace a todo el que nos ama.  Cuando los mordía sorpresivamente con el acostumbrado gesto previo  de mis orejas hacia atrás como signo de ira, me lanzaban un fuerte puñetazo  en el hocico,  y la hinchazón me duraba tanto tiempo que los amigos del corral, a mi paso relinchaban en son de burla: “Adiós belfo hinchado”. Pero nada detenía mi firme propósito de volver a correr a mis anchas tan libre y  salvajemente como la borrasca en un tiempo de tormenta. Era innegable que los resultados de mis incontables  esfuerzos  solo acababan en  un  callejón sin salida.

Puesto que ningún entrenador tenía el valor de soportarme más de unos pocos días, mi último y creo que el peor de mis resabios, fue cuando mi flamante, osado, nuevo entrenador cometió el gravísimo error de venirme ufanamente por detrás, sin previo aviso, y ahí mismo le lancé un par de patadas mellizas que acabaron en muy desafortunadas consecuencias. ¡Hasta qué punto llegaba su ignorancia sobre la psicología equina! La razón de este proceder era que nosotros no contábamos, como los hombres, con una mirada periférica, sino que la nuestra era una mirada lateral. Creo que, de todas maneras, con el encono que sentía hacia tantos inmerecidos abusos, hubiera hecho lo mismo. En consecuencia, el ilustre entrenador fue a parar al hospital con una pierna fracturada acompañada de unos insoportables dolores en todo el cuerpo. ¡Y bien merecidos que tenían mis incontables resabios!  

Ante todos esos acontecimientos, un progresivo desaliento hacía presa de la desilusión. Deseaba insistir en mis esfuerzos de liberación, o al menos, de un tratamiento más justo para nuestra noble raza. No encontraba, sin embargo, suficientes seguidores que me asistieran en mi cometido.

Entretanto, continuaban los hombres haciendo con nosotros su santa voluntad.  Nada  valía para complacerlos.   Los cargábamos sobre nuestros dorsos, corríamos en los hipódromos para que los dueños ganaran dinero a costa nuestra; debíamos soportar choques eléctricos, halábamos cargas de cualquier peso, sin siquiera un poco de agua ni alimento alguno para sostenernos durante un largo día de trabajo; y sólo nos divertíamos cuando nos trasladaban de un lugar a otro, en cómodos carruajes especialmente construidos para nosotros. Muchas veces llegábamos a unos estadios imponentes, repletos de un público enardecido con nuestros saltos espectaculares sobre altísimos obstáculos; aunque la algarabía era mayor cuando bailábamos al compás de una música compuesta expresamente para nuestra compenetración con unos jinetes muy delicados y generosos, con quienes hacíamos unas parejas tan acompasadas que parecíamos estampas de otro mundo. ¡Y por qué no un mítico centauro!

En fin, pienso que nunca hemos sido los caballos una especie animal dotada de una inteligencia similar a la de los perros, por ejemplo. Y jamás comparable a la de los hombres que nos mantendrán para siempre esclavos de su voluntad. Pero con las tantas variaciones naturales o aun sintéticas que sufren las especies en el mundo moderno, quién sabe si algún día las cosas cambiarán para nuestro beneficio. Por el momento, me conformo con saber que algún día estaré en compañía de mi santa madre en el Cielo Bestiario, donde todos seremos  iguales y libres.

Cuando oigo decir que somos los animales más bellos de la creación, yo me pregunto: ¿De qué nos ha servido tanta hermosura?

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Lisette Vega de Purcell. Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.