La literatura latinoamericana ha ido al rescate de la española en momentos muy determinados. A la Generación del 98, a la que pertenecían Machado, Unamuno, Azorín y Baroja, la poesía de Rubén Darío, al final del XIX, le dio agua fresca, le dio iones y átomos nuevos cargados de una energía espléndida. España toda se llenó de admiración por la poesía del nicaragüense. Ante la bella serenidad y hondura metafísica de la poesía de Machado, por ejemplo, Darío concebía y enviaba a través del Atlántico una poesía llena de una gracia casi orgánica, olorosa, llena de vitalidad, de una fuerza telúrica y sensual que acaso le venía bien a las fatigas de la vieja Europa. Esto, además de la originalidad y la renovación en el plano formal. Los metros, las rimas preciosas, casi inconcebibles, la estructura libre y expansiva de sus poemas. Todo lo volvió a inventar Darío. Y como lo reconocieron, los Machado, Unamuno, todos.
Después, ya se sabe, cuando la novela española acaso tropezaba, acaso languidecía, allá por 1960, nuevamente la literatura latinoamericana la levantó, la sostuvo, al tiempo que le daba al idioma un estatuto nuevo en el concierto mundial. Esta vez con lo que en su momento el crítico uruguayo -creo que fue él quien acuñó el término-, Emir Rodríguez Monegal, llamaría “el boom latinoamericano”.
El mundo entero volvió a leer novelas en español, o traducidas de éste, con dicha, con fruición, gracias a García Márquez, Cortázar, Rulfo, Carpentier, Lezama Lima, Guimaräes Rosa, Amado, Fuentes, Sábato, Donoso, Vargas Llosa y otros. Una pléyade, verdaderamente. Llegarían a todos los idiomas y a todas las esquinas del mundo. Fue brutal, emocionante, algo nunca antes visto. Incluyo en el lance, como se ve arriba, a la literatura brasileña, ¡claro que sí! Y en el caso de la República Dominicana, incluyo a René del Risco, quien aun siendo menos conocido, como cuentista no es inferior a ninguno de los anteriormente citados.
Y en la actualidad, digamos desde hace unos 20 años, la narrativa latinoamericana ha hecho parte, nuevamente, de uno de los momentos más decisivos y transformadores de la literatura mundial. La que producen los 50 millones de latinos que viven, hace dos o tres generaciones, en Estados Unidos. La narrativa -en novela, en cuento y en todos los formatos y maneras de escribir que nos han proporcionado los dispositivos y las plataformas tecnológicas-, hecha en un idioma nuevo, el “spanglish”. Uno puede negarse a ver esto, mirarlo de soslayo, pero tiene una fuerza tal, una calidad, una originalidad y un instinto de supervivencia tales, que se vislumbra como una manifestación cultural que podría durar todo el siglo XXI, cosa que no sé si se pueda afirmar de cada una de las literaturas del presente. No lo sé.
Lo que sí sé es que el “spanglish” es indetenible. Pienso con enorme admiración en estos momentos, en escritores como Junot Díaz, que puede escribir en los dos idiomas, ¡o en una mezcla de los dos!, y no sé por qué, en un sentido más amplio, pienso en artistas como Carlos Santana, Edward J Olmos, John Leguízamo, Tarantino o Georgia O’keeffe, que han logrado unir lo norteamericano y lo latino de magnífica manera.
Vuelvo por un momento, para terminar, al “boom latinoamericano”. Muchas veces, y tal vez equivocadamente, se le identifica exclusivamente con “lo real maravilloso”, con el “realismo mágico”, cuando éste es apenas una de sus vertientes. Lo que pasa es que fue, tal vez, la vertiente más importante en términos de extensión, de celebración, de galardón, de reconocimiento. Y es que este “realismo mágico” fraguó en una de las formas más bellas del español escrito en cualquier época del idioma. Y se me ocurre pensar que la razón de esto va más allá de lo colorido, de lo pintoresco, de lo exótico del mundo latinoamericano. Esa sería una forma muy pobre y limitada de concebirlo.
¿Qué explica, entonces, el enorme logro que representó esta luminosa forma de escribir el castellano?
En mi concepto, la explicación es la poesía. Como en épocas de Rubén Darío, tal como dijimos arriba cuando empezábamos a escribir este texto para Plenamar. La poesía nos salvó. Escritores como García Márquez, Lezama, Carpentier, Guimaräes y Rulfo, usaron mecanismos de la poesía, cierta forma de la invocación, de la evocación, de la acumulación sensitiva en la construcción del ámbito físico e inconsciente de la novela. Cierta forma de cargar las palabras de significado, de apelar a su sentido emocional, subconsciente, incluso onírico, para saturar sus textos. Y todo fundado en las palabras, en las simples palabras del idioma. Pero manejadas con maestría. Con una belleza que el mundo no había visto antes.
Y, claro, no se trataba de hacer textos poéticos, prosas poéticas, no. Se había descubierto, se había creado una forma de escribir que por fin, históricamente, nos dibujaba, nos definía, nos enaltecía como latinoamericanos. Nada menos.
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Gonzalo Mallarino es autor de varios libros de poesía y de 7 novelas, de las que hace parte su célebre Trilogía Bogotá. Es frecuente colaborador de importantes periódicos y revistas.