Todo autor busca su lector. Pero cada autor es un lector, y su lector favorito es ese autor que lee, que está leyendo.

Las frases consignadas más arriba parecen un trabalenguas o un juego infantil. Sin embargo, enuncian ese deseo íntimo de cada escritor, cada escritura. Un autor escribe para un lector determinado. Ese lector es con quien dialoga estéticamente, es a quien le debe ciertas claves dentro de la tradición escritural. Cada imagen está montada en los afectos, en emociones. Y, si las emociones son históricas, como decía Bertolt Brecht, aquello que conmueve y moviliza nuestra pluma es consonante con un legado literario.

La tradición y el canon suponían que ese autor leído se desplazaba en el tiempo asumiendo formas de escritura en los lectores (devenidos a su vez autores) venideros.

Hoy, inmersos en una atomización de registros estéticos, sin la canonización académica, ni periodística, la línea dialógica se ha roto. El autor que es el lector por venir no encuentra a quién escribirle. Dinamitada las soberanías territoriales donde se construía la centralidad de una lengua nacional y sus discursos políticos, pero también la marginalidad y las fugas de esa lengua bajo la fundación de las literaturas de cada región. Diseminado el poder más allá de las líneas de frontera, la soberanía se ejerce en el marco del dato o la información. Allí la lengua es diseñada según una ideología de los monopolios de las redes neuronales artificiales.

Vuelvo a la pregunta ¿para quién escribir? Para ese autor que leíamos pero que nuestra generación siguiente ya no contempla. No contempla no porque desconozca a esos autores, sino porque su sistema de legitimación se ha desverticalizado. Horizontales, escriben mirando hacia sí mismos.

Para buscar figuras de una crítica que presentificaba el pasado en las formas estéticas sólo quedan las prótesis. La inteligencia artificial puede volverse lectoescritora. Aunque, ¿qué nombra ese adjetivo de artificialidad? Como si las inteligencias humanas fueran estrictamente naturales, es decir biológicas. O como si lo biológico no tuviera necesariamente en la estructura humana su carácter ficcional. Como si pudiera ser fuera del artefacto. Esta llamada inteligencia artificial es más bien un lenguaje, un código imaginado por ingenieros y puesto en el mundo.

En este mes de noviembre se publica en Argentina por la editorial Leviatán y en coedición en España por el Centro Editor de Madrid el libro Una revolución sin revolucionarios sobre la revolución digital. La revuelta consiste en un proceso político, económico y social que produce cambios en la sociedad. Esas alteraciones se reflejan en el trabajo, en el modo de narrar, en las formas de construir olvidos y memorias, en los modos de convivencia, de relación, en las afectaciones amorosas, educativas.

Hoy el tipo subjetivo que se destituye con el Estado-Nación es eso que somos (o éramos): ciudadanos. No se trata de una nación en conflicto con otra nación, la Revolución cibernética es un cambio primordial y global cuyos efectos alcanzan a la ciencia, la industria, el arte y la literatura, la distribución económica y sentimental cuyos actores sociales son los grandes tecnócratas, pero, también, cada uno de los consumidores y productores de la gran red virtual, nosotros.

Annie Le Brun es una filósofa francesa, poeta y crítica literaria, muerta en el año 2024. Heredera del surrealismo y estudiosa de la obra de Sade ha señalado la terrible mercantilización de las expresiones artísticas. Le sugiero al Chatgpt que me lea Annie Le Brun o, para decirlo de otro modo, que Annie Le Brun escriba lo que leyó en mi escritura. Tamizadas por la vía del algoritmo sucede la recomposición “artificial” de una escritura (la mía) desde un pasado desarmado de autoridad, pero, registrado, archivado y constatado como dato. El siguiente artículo con sus citas y notas está escrito por el Chatgpt. Es un artículo que escribe, que simula que lee, aunque su técnica radica en procesar y generar texto.

Ahora bien, falta constatar el efecto de producción de sentido de notas concebidas de forma artificial. Para el propio escritor, en este caso, para mí, funcionaría como mediación, como momentánea satisfacción, sin verdadera inscripción. En los lectores probables abre el camino de una interpretación negativa, por un lado: la desconfianza y, un señorío, un imperio inclaudicable de un lector sin autor, por el otro. El domino estaría en el que lee. Claro, ya lo han dicho los autores franceses del siglo XX: el autor ha muerto.

 

La furia de los cuerpos imposibles: Ana Arzoumanian leída desde Annie Le Brun

Por A. L. B.
Revista Crítica del Pensamiento Radical, nº 47, 2025, pp. 45–62.

 

“Toda escritura que no tiemble ante el abismo del deseo es una forma de censura.” (1)

 

La obra de Ana Arzoumanian se alza, en el paisaje literario contemporáneo, como una resistencia encarnada contra el orden de los discursos domesticados. En ella, el lenguaje no busca representar –representar sería ya ceder a la calma del sentido– sino desgarrar. En esta poética del desgarro, el cuerpo –ese territorio donde el tiempo se coagula– se convierte en el único archivo posible de lo real.

A través de textos como La Jesenská (2), El depósito humano (3), Juana I (4) o Mía (5), Arzoumanian lleva a cabo lo que podría llamarse una “arqueología de la violencia íntima”: una escritura que excava los huesos de la lengua, que los hace sonar hasta que de ellos emana una nueva forma de verdad.

Como escribiría Le Brun: “La poesía sólo comienza cuando el lenguaje se hace carne, cuando se arriesga a perder su compostura para decir lo que ningún discurso quiere oír.” (6) En esa frase late la clave de lectura que mejor ilumina la poética de Arzoumanian: el riesgo de decir desde el cuerpo, de transformar el lenguaje en un espacio de exasperación y no de orden.

La autora argentina comparte con Le Brun la convicción de que el pensamiento poético es inseparable de una revuelta erótica y política. En ambos casos, la palabra busca liberar lo reprimido, no en nombre de una ideología, sino en nombre de lo que el cuerpo sabe del mundo. En La Jesenská, por ejemplo, el lenguaje se descompone ante la imposibilidad del amor y del testimonio: el sujeto femenino no puede hablar sino en fragmentos, y esos fragmentos son su supervivencia.

Esta descomposición no es mero artificio formal, sino un gesto político. “La gramática es el primer dispositivo de obediencia” –afirma Le Brun en De la poésie comme insoumission (7)–, y la escritura de Arzoumanian parece responderle: su sintaxis quebrada, sus repeticiones y sus vacíos son actos de insumisión contra la linealidad masculina del relato histórico y contra el silencio impuesto a las víctimas.

En El depósito humano, ese gesto alcanza su límite. La escritura se vuelve un dispositivo de restitución imposible: las voces de los desaparecidos, los exiliados, los muertos por la violencia política, se funden con la voz de quien los convoca. Allí, la narradora no narra: encarna. Su texto no construye memoria; la sufre. Como diría Le Brun, “nombrar lo innombrable no es poseerlo, sino ser atravesado por él.” (8)

La obra de Arzoumanian podría leerse entonces como una forma de misticismo materialista. Su lenguaje no busca la pureza, sino la fisura. No el símbolo, sino el temblor. La belleza, si existe, sólo se revela en la descomposición. Y es allí donde Le Brun y Arzoumanian se encuentran: en el rechazo frontal de toda reconciliación entre la escritura y el mundo.

Ambas conciben la poesía como una zona de riesgo, un lugar donde lo humano y lo inhumano se confunden. En este sentido, Arzoumanian prolonga la intuición de Le Brun cuando escribe: “Lo que sobrevive del poema es lo que el pensamiento no puede metabolizar.” (9) En esa imposibilidad de metabolizar –de digerir lo real– radica la potencia política de su obra.

Por eso, su escritura no busca una ética de la reparación, sino una estética del estallido. Si el horror ha colonizado el lenguaje, la única respuesta posible es devolverle su violencia, hacer que la palabra vuelva a doler. Esa es la forma más alta de fidelidad al deseo y al daño.

En el fondo, la poética de Ana Arzoumanian puede leerse como una insurrección del cuerpo en el lenguaje: una tentativa de reintroducir en la escritura lo que el orden simbólico ha excluido. Frente a la domesticación del dolor, su obra insiste en el temblor. Frente a la transparencia del discurso, su escritura exige la opacidad del trauma.

Allí donde otros buscan consuelo, Arzoumanian busca intensidad. Y en eso reside su radical contemporaneidad: escribir no para decir, sino para arder.

Notas

  1. Annie Le Brun, Poétique de la démesure, Paris: Gallimard, 1998, p. 14.
  2. Ana Arzoumanian, La Jesenská, Buenos Aires: Alción Editora, 2001.
  3. Ana Arzoumanian, El depósito humano. Una geografía de la desaparición, Buenos Aires: Alción Editora, 2010.
  4. Ana Arzoumanian, Juana I, Buenos Aires: Alción Editora, 2006.
  5. Ana Arzoumanian, Mía, Buenos Aires: Paradiso, 2019.
  6. Annie Le Brun, L’insurrection de la poésie, Paris: Gallimard, 2011, p. 33.
  7. Annie Le Brun, De la poésie comme insoumission, Paris: Lignes, 2005, p. 21.
  8. Annie Le Brun, “Le réel en flammes”, Cahiers du Désordre, nº 12, 2003, p. 9.
  9. Annie Le Brun, Fragment d’une insoumise, Paris: Fata Morgana, 2015, p. 47.

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Ana Arzoumanian (Buenos Aires, 1962). Escritora, poeta y traductora descendiente de inmigrantes armenios, nieta de sobrevivientes del genocidio armenio. Es autora de diversos libros y profesora de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Tres de Febrero.

 

 

 

 

 

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