Antonio Trilla: ¿Crees que el jazz ha influido en tu obra?

Julio Cortázar: Sí, mucho. Me enseñó cierto swing que está en mi estilo e intento escribir mis cuentos un poco como el músico de jazz enfrenta un take, con la misma espontaneidad de la improvisación”.

(De una entrevista de 1983 incluida en el libro “Confieso que he vivido y otras entrevistas”, compilado por Antonio Crespo y publicado por LC Editor, Buenos Aires, 1995).

“Cuando el año próximo se cumpla el vigésimo aniversario de su fallecimiento, Julio Cortázar será homenajeado con una exposición itinerante tan cosmopolita e innovadora como la obra y el pensamiento del escritor argentino. El Año Internacional Julio Cortázar está en plena preparación y, según anticiparon sus organizadores, quedará plasmado en un recorrido por los países que formaron parte de la rica historia que el autor de Rayuela fue construyendo durante su vida”.

Así empezaba una noticia firmada por Hernán Di Bello, de la agencia EFE, procedente de Buenos Aires y publicada por Diario Libre y Listín Diario el 30 de enero de 2003, que continuaba explicando que en la exhibición multimedia estarían presentes las diversas pasiones del literato, tales como la política, el boxeo, las artes plásticas, la fotografía, el cine y la música.

Cortázar habló extensamente sobre esas pasiones en la serie de entrevistas que, a lo largo de varios años, le hizo el periodista y escritor Ernesto González Bermejo y que este reunió en el libro “Conversaciones con Cortázar” (Editorial Hermes, Ciudad de México, 1978, también publicado el mismo año por Edhasa, Barcelona) del que poseo un ejemplar adquirido hace más de 30 años en la desaparecida Librería Lope de Vega (que en aquel entonces estaba en la avenida Lope de Vega y después se mudó a la Abraham Lincoln, donde operó hasta principios de 2003, cuando cerró sus puertas luego de casi tres decenios de existencia).

“Cuando usted habla de música y de su importancia en su obra, parece hablar sobre todo de jazz. ¿Cómo se produce su encuentro con el jazz?”, pregunta González Bermejo a lo que Cortázar contesta que “cuando era muy joven, tendría 15 años, el jazz llegó a la Argentina en aquellos discos de 78 revoluciones que pasaban por las radios y fue así que, en medio de nuestra música folklórica y sobre todo del tango, se deslizó un cierto Jelly Roll Morton, después Louis Armstrong y la gran revelación que fue Duke Ellington. Le hablo de los años 1927 y 1929, es decir, la primera gran época de esos intérpretes. Por lo tanto, yo descubrí el jazz a su nivel más alto. Fue la revelación de una música completamente diferente de la nuestra” (página 104).

Añade Cortázar que el jazz “corresponde a esa gran ambición del surrealismo en literatura, es decir, a la escritura automática, la inspiración total, que en el jazz corresponde a la improvisación, una creación que no está sometida a un discurso lógico y preestablecido, sino que nace de las profundidades y eso, creo, permite ese paralelo entre el surrealismo y el jazz. Como estuve muy marcado por el surrealismo en mi juventud y eso coincidió con mi descubrimiento del jazz, siempre fue natural para mí esa relación” (página 105).

El periodista uruguayo Omar Prego publicó un libro parecido, “La fascinación de las palabras. Conversaciones con Julio Cortázar” (Muchnik Editores, Barcelona, 1985), en el cual cita al escritor argentino: “En relación a la literatura, yo quedé fascinado por ese espíritu que coincidía con el gran postulado de los surrealistas franceses: la escritura automática. Dejar fluir la conciencia, escribir aquello que acude al espíritu en una improvisación apenas controlada por el cerebro. Esta relación entre surrealismo –empresa de liberación de muchos tabúes literarios– y el jazz, tuvo por efecto natural aproximarme a esa música” (página 154).

Cortázar le declara a Prego que el jazz está basado “en el principio de la improvisación. Hay una melodía que sirve de guía, una serie de acordes que van dando los puentes, los cambios de la melodía y sobre eso los músicos de jazz construyen sus solos de pura improvisación, que naturalmente no repiten nunca. Una de las experiencias más bellas en el jazz es escuchar eso que llaman los takes, es decir, los distintos ensayos de una pieza antes de ser grabada y observar cómo siendo siempre la misma es también otra cosa. Porque hay una orquestación, un orden de entrada y a veces hay pasajes escritos, pero cada gran instrumentista –un trompetista, un saxofonista, un pianista– hace el segundo take de una manera que es diferente del primero, y el tercero es diferente del segundo, es realmente una improvisación, él no se acuerda de lo que hizo antes. Todo lo cual a mí me parecía tener una analogía muy tentadora de establecer con el surrealismo” (página 163).

En esa misma onda, Armando Chávez en su libro “Memorias de papel” (Editorial José Martí, La Habana, 2001), en el que reúne entrevistas a una veintena de escritores y artistas, pregunta a quien fuera mujer de Cortázar, Ugné Karvelis: “¿La sostenida afición de Cortázar por el jazz, de cierta forma, también daba continuidad a su preferencia por lo surreal y la improvisación en la escritura, como si fueran modos parecidos de hacer en la música y la literatura?” (página 261).

Ugné Karvelis contesta: “No estoy segura de eso. Soy muy desconfiada, tanto como Julio, de las explicaciones demasiado racionales, teorizantes y analíticas de fenómenos tan vitales como el jazz en la vida de él. Era un apasionado de todo tipo de música. Todo el mundo habla del jazz, lo cual es cierto, pero no era el único mundo musical de Julio. Es muy difícil decir qué era lo que le atraía de ese género musical… Julio de vez en cuando contaba cuánto había disfrutado a Louis Armstrong en un concierto en vivo. El día que murió Louis estábamos en una casita de campo. La noticia fue un golpe muy fuerte para él. Después de cenar, puso música de Louis. Yo salí al jardín. Comprendí que tenía que dejarlo solo, para que viviera su luto. El vínculo de Julio con la música era muy profundo, no se puede racionalizar” (página 261).

En un artículo titulado “El argentino que se hizo querer de todos” (Casa de las Américas, La Habana, números 145-146, julio-octubre de 1984, página 22), Gabriel García Márquez recuerda algo sucedido en un viaje que hizo con Carlos Fuentes y Julio Cortázar a Praga en 1968: “Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las dos Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos el asombro de aquella noche irrepetible”.

Cortázar rinde homenaje a los jazzistas Lester Young, Clifford Brown, Louis Armstrong y Thelonious Monk en sendos textos titulados “Así se empieza”, “Clifford”, “Louis enormísimo cronopio” y “La vuelta al piano de Thelonious Monk”, incluidos en su libro “La vuelta al día en ochenta mundos” (Siglo XXI Editores, México, 1967); a Archie Shepp en el cuento “Lugar llamado Kindberg”, incluido en su libro “Octaedro” (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1974); a Bix Beiderbecke en un cuento inconcluso homónimo (título provisional), que permaneció inédito hasta el año 2003 cuando fue incluido en el primero de los nueve tomos de sus “Obras Completas” (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona); a Charlie Parker (y de paso a Johnny Hodges y Benny Carter) en el cuento “El perseguidor”, incluido en su libro “Las armas secretas” (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1959), cuento que fue adaptado al cine en 1962 por el director Osías Wilensky, con música compuesta por Rubén Barbieri e interpretada por su hermano Leandro ‘Gato’ Barbieri, mereciendo la siguiente opinión de Cortázar: 

“Me gustó mucho la banda sonora. Entonces yo no sabía que el que tocaba era el Gato Barbieri, porque el Gato no tenía en aquel momento la justa fama que consiguió después. Yo sabía que había dos hermanos Barbieri, que uno había hecho los temas y el otro los había tocado, pero no los conocía. Cuando vi la película, la música me impresionó, porque yo me estaba temiendo que se hiciese un simple pastiche de Charlie Parker. Puesto que el personaje, en alguna medida, encarnaba a Charlie Parker, los Barbieri tuvieron la extraordinaria habilidad y la honestidad de hacer una música muy original y que, al mismo tiempo, tenía un estilo. Era un homenaje, pero no un pastiche.” (De “La vuelta a Julio Cortázar en ochenta preguntas”, entrevista por Hugo Guerrero Marthineitz, Siete Días, Buenos Aires, número 311, 30 de abril de 1973).

Hay más referencias y homenajes al jazz en otros textos de Cortázar, sobre todo en su novela “Rayuela” (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1963), sobre la cual, Hernán Loyola, profesor emérito de la Universidad de Sássari, Italia, escribió el ensayo “El jazz en Cortázar: la discada del Club de la Serpiente” (Revista Letterature d’America, Roma, 41-42, 1992) y El Hadji Amadou Ndoye, profesor de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Université Cheikh Anta Diop, de Katar, Senegal, escribió en su libro “En torno a la literatura hispanoamericana” (Universidad Autónoma de Colombia, Bogotá, 2008), un ensayo titulado “Jazz, blues y literatura en Rayuela de Julio Cortázar”, cuyo primer párrafo dice así:

“En las 635 páginas de Rayuela se encuentra nueve veces el nombre de Jelly Roll Morton, siete veces el de Louis Armstrong, siete veces el de Coleman Hawkins, tres veces el de Big Hill Broonzy así como los de numerosos expositores de la música popular Negra Americana. Igualmente se encuentran palabras como “blues”, “jazz”, “swing”, etc. ¿Esnobismo? ¿Adorno estético? Las alusiones al jazz, la implicación de este último en la trama de Rayuela son tan evidentes que nos preguntamos sobre el papel y alcance de la música Negra Americana en la novela de Cortázar. Nuestra pesquisa se refiere a las razones que han podido llevar al escritor, traficante en palabras, a la música, universo de los sonidos, de un grupo étnico muy determinado en el espacio y el tiempo”.

En 2013, al cumplirse medio siglo de la primera edición de “Rayuela”, la Fundación Juan March en Madrid, España, presentó el ciclo “El jazz de Julio Cortázar: En los 50 años de Rayuela” y con el apoyo de la Biblioteca Española de Música y Teatro Contemporáneos publicó el libro “El jazz en la obra de Cortázar” (selección y edición de José Luis Maire), disponible en este enlace:

www.march.es/bibliotecas/repositorio-cortazar/jazz/

A “Rayuela” rindió homenaje Pilar Peyrats Lasuén, estudiosa del jazz y de Cortázar, con el disco compacto “Jazzuela” (K Industria Cultural, Barcelona, 2001), una recopilación de 21 grabaciones de jazz mencionadas en dicha novela, interpretadas por Louis Armstrong, Duke Ellington, Lionel Hampton, Coleman Hawkins, Dizzy Gillespie, Earl Hines, Bix Beiderbecke, Jelly Roll Morton, Oscar Peterson y otros. “Para Cortázar el jazz simboliza la libertad, la espontaneidad, la negación de cualquier estructura y Rayuela sigue este esquema, ya que el autor nos sugiere varias propuestas de lectura para que podamos escoger libremente. Así la narración, con sus avances y retrocesos, se asemeja a una improvisación jazzística en la que Bix, Armstrong, Bessie, Hawkins y tantos otros nos acompañan en el viaje de la lectura. El jazz es también para Cortázar una puerta de acceso a otra realidad y a otro tiempo y sus intérpretes, los ‘intercesores’, los que le muestran el camino, tal como alude el propio autor de Rayuela”; afirma en las notas que acompañan el disco Pilar Peyrats Lasuén, quien añade: “Publicada en 1963, Rayuela es, según muchos críticos y estudiosos, la novela que cambió el panorama literario de la época… un grupo de intelectuales de diferentes nacionalidades conforma el Club de la Serpiente, lugar de reunión para oír jazz, beber vodka y disertar sobre política, literatura, pintura y relaciones humanas. Constituye así la última bohemia a la que acuden los que, por una causa u otra, creen que van a hallar la verdad, a encontrar su libertad o a darla por perdida definitivamente. Y el jazz, arbitrario, azaroso, es el contrapunto musical a ese devenir”.

Otra compilación de las grabaciones de jazz que escuchan los personajes de dicha novela fue realizada en 2003 en Melbourne, Australia, por The Institute of Pataphysical Studies, con el título “The music to read Hopscotch by Julio Cortázar”. Además, por lo menos otros dos discos han sido dedicados al escritor argentino: “Homenaje a Rayuela de Julio Cortázar”(Barcelona, 1999), por el quinteto español Vox Populi, y “Tributo a Cortázar” (Buenos Aires, 2004), por el cuarteto argentino Swing Timers, cuyo último track contiene la voz del propio autor leyendo su poema “Album con fotos”, del libro “Ultimo Round” (Siglo XXI Editores, México, 1969), libro que Cortázar concluye con una cita de Miles Davis acerca de John Coltrane: “What John Coltrane does is to play five notes of a chord and then keep changing it around, trying how to see many different ways it can sound”.

Este enlace contiene la entrevista que Martín Caparrós hizo a Cortázar en su última visita a Argentina, en diciembre de 1983, dos meses antes de su fallecimiento: 

Precisamente en Argentina fue celebrado en marzo de 2019 el acto de puesta en circulación de una edición conmemorativa de “Rayuela”, en el marco del VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (en el que participaron los escritores dominicanos José Mármol y Bruno Rosario Candelier). 

Al igual que Cortázar, también Haruki Murakami es un jazzómano. Al respecto, el novelista japonés (autor de “Tokio Blues. Norwegian Wood”, “Kafka en la orilla”, “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, “Los años de peregrinación del chico sin color”, “After Dark”, etc.) escribió en The New York Times, el 8 de julio de 2007, el artículo que reproduzco a continuación, traducido por Oscar Pita Grandi:

“Jamás tuve la intención de convertirme en novelista –no hasta antes de que cumpliera 29 años–. Esto es absolutamente cierto. Cuando era niño pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, y cuando me quedaba sumergido en los párrafos de las novelas que leía, en ocasiones me daban ganas de ser uno de aquellos escritores; mentiría si no lo aceptara. Pero nunca creí que yo tuviera talento para escribir ficción. En mi juventud adoraba escritores como Dostoyevsky, Kafka y Balzac, mas nunca imaginé que podría escribir algo que se aproximara a lo de ellos. De cualquier forma, por aquellos primeros años, mi deseo de convertirme en escritor de ficción carecía de esperanza. Continuaba leyendo libros como pasatiempo, y decidí entonces buscar la manera de vivir con tiempo suficiente para dedicarme a escribir. En lo profesional mi negocio estaba en el mundo de la música. Trabajé duro, ahorré dinero, pedí prestado bastante dinero a mis amigos y conocidos, y poco después de que saliera de la universidad, abrí un pequeño club de jazz en Tokio. Servíamos café en la mañana y tragos en la noche. También servíamos algunos platos. Tocábamos discos de jazz todo el tiempo, y los fines de semana teníamos presentaciones de jóvenes bandas locales. Mantuve el club así durante casi siete años. ¿Por qué? Por una simple razón: Así podía oír jazz de la mañana a la noche. 


Mi primer encuentro con el jazz ocurrió en 1964 cuando yo tenía 15 años. Art Blakey y los Jazz Messengersse presentaban en Kobe en enero de ese año, y a mí me habían regalado una entrada como obsequio de cumpleaños. Esa fue la primera vez que realmente escuche tocar jazz, y me cautivó. Estaba deslumbrado. La banda no podía ser mejor: Wayne Shorter en el saxo tenor, Freddie Hubbard en la trompeta, Curtis Fuller en el trombón y Art Blakey en la dirección con su acompasada e imaginativa batería. Creo que aquél es uno de los mejores conjuntos de la historia del jazz. Nunca había escuchado música tan maravillosa como aquélla, quedé enganchado al jazz desde entonces.

Muchos años después en Boston tuve una cena con Danilo Pérez, un pianista panameño de jazz, y cuando le conté mi historia, el tomó su celular y me preguntó: “¿Te gustaría hablar con Wayne, Haruki?” “Por supuesto”, respondí, prácticamente sobre sus palabras. Danilo llamó a Wayne Shorter a Florida y me pasó el celular. Básicamente lo que le dije fue que yo nunca había oído música tan maravillosa como la suya, y que todavía me parecía insuperable. La vida es muy extraña, nunca sabes lo que va a suceder. Aquí estoy, 42 años después, escribiendo novelas, viviendo en Boston y hablando por celular con Wayne Shorter, nunca podría haberlo imaginado. 


Cuando cumplí 29 años, repentinamente sentí que lo que yo quería era convertirme en escritor de ficción –cosa que yo podría hacer. Sabía que lo que jamás podría hacer era escribir textos como los de Dostoyevsky o Balzac, por supuesto, pero me dije que eso no importaba. No quería convertirme en un gigante de la literatura. No obstante, no tenía ninguna idea sobre cómo se escribía una novela ni sobre qué escribir. No tenía absolutamente nada de experiencia al respecto, después de todo, tampoco tenía definido ningún estilo. No conocía a nadie que pudiera enseñarme a escribir, ni amigos con quienes charlar sobre literatura. Lo único que yo pensaba era en que sería formidable que yo pudiera escribir como si estuviera tocando un instrumento. Tocaba el piano desde pequeño, y podía leer bastante música para seleccionar una melodía simple, pero no tenía el tipo de técnica para convertirme en un músico profesional. Sin embargo, dentro de mi cabeza sentía a menudo cómo mi propia música se arremolinaba alrededor de mis ideas, formando ricas y poderosas oleadas. Me preguntaba si era posible transferir esa música a la escritura. Así fue como mi estilo empezó a formarse. 


Tanto en música como en ficción lo más importante es el ritmo. Tu estilo necesita tener buen ritmo, ser natural, constante, o la gente no terminará de leer tu trabajo. He aprendido la importancia del ritmo a través de la música –y principalmente del jazz. Luego viene la melodía– lo que en literatura significa el orden apropiado de las palabras para mantener dicho ritmo. Si la manera en que las palabras marcan el ritmo es suave y hermosa, no puedes pedir nada mejor. Después viene la armonía –el sonido mental que sostiene a las palabras–. Y finalmente está la parte que más me gusta: la improvisación. A través de algún conducto especial, la historia viene manando hacia fuera libremente desde adentro. Todo lo que tengo que hacer es conseguir estar dentro de ese flujo. Finalmente viene la pregunta acerca de qué cosa podría ser lo más importante: el estado de éxtasis que experimentas al terminar un trabajo –sobre terminar tu “performance” y la sensación de que se ha tenido éxito en alcanzar un lugar que es nuevo y significativo–. Y si va todo bien, consigues compartir ese sentido de elevación con tus lectores (tu audiencia). Ésa es una culminación maravillosa que no se puede alcanzar de ninguna otra manera. 


Prácticamente todo lo que sé sobre escribir, lo he aprendido de la música. Y aunque suene paradójico decirlo, si no hubiera estado obsesionado con la música, no me hubiera nunca convertido en novelista. Sea como fuera, casi 30 años después, lo mucho que continúo aprendiendo sobre escribir, proviene de escuchar buena música. Mi estilo está profundamente influenciado por Charlie Parker; sus repetidos y sincopados acordes a los que F. Scott Fitzgerald se refería como “una prosa fluyendo elegantemente”. Incluso tomo todavía la calidad de los continuos “solos renovados” de Miles Davis como un modelo literario.

Uno de mis pianistas favoritos de todos los tiempos es Thelonious Monk. Cuando alguien le preguntó cómo había hecho para obtener aquellas certeras melodías que le arrancaba al piano, Monk, apuntando al teclado, dijo: “No puede haber ninguna nueva nota. Cuando miras el teclado, todas las notas ya están allí. Pero si persigues el medio de una nota lo suficiente, la nota sonará diferente. ¡Entonces conseguiste escoger las notas que realmente importan!”. Frecuentemente recurro a estas palabras cuando estoy escribiendo, y me digo “Esto es verdad. No hay ninguna palabra nueva. Nuestro trabajo es obtener nuevos significados e insinuaciones especiales de palabras absolutamente ordinarias”. Encuentro este pensamiento tranquilizador. Significa que los vastos, desconocidos horizontes del lenguaje todavía mienten antes de nosotros, los apenas territorios fértiles nos esperan para cultivarlos”.

NOTA: Luego de haber citado a Murakami, no puedo resistir la tentación de despedir estas líneas citando un párrafo de la conferencia magistral de Leonardo Padura, titulada “Identidad y literatura en el Caribe”, en el acto de instauración de la Cátedra de Literatura Caribeña René del Risco Bermúdez en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (con el auspicio de la Fundación René del Risco Bermúdez), el 12 de septiembre de 2018:

“Sin duda, la manifestación cultural, espiritual e identitaria más trascendente que ha generado la región es la llamada música «afroantillana» o «afrocaribeña». De Nueva Orleans a San Salvador de Bahía, de Veracruz a Cartagena de Indias, pasando por Cuba, La Española, Jamaica, Puerto Rico, Panamá y decenas de islas, ha enriquecido al mundo con complejos musicales tan trascendentes como el jazz, el son cubano, el calipso, el reggae y la bossa nova brasileña, además de modalidades tan extendidas como el bolero, la habanera, el danzón o el merengue –entre muchas otras– y, como culminación, ese híbrido de todo lo tocable o bailable que es la revolucionaria mezcla musical y cultural que logró mover al mundo bajo el significativo nombre de «salsa». La música caribeña, con su potencia, ha permeado incluso otras manifestaciones artísticas de la región y ha conseguido obras de alcance no solo regional, sino universal”.

Dos decenios antes, en su libro “Los rostros de la salsa” (Ediciones Unión, La Habana, 1997),  Padura se había referido a la salsa como “uno de los proyectos de fusión cultural latinoamericana más impresionantes que jamás se hayan emprendido: la consecuente y necesaria comunión de numerosos ritmos provenientes de diversas regiones del continente (desde Nueva Orleans a Brasil, de Cali a Santo Domingo), vertidos en un mismo patrón y un mismo proyecto, ha conseguido una impresionante conciliación musical capaz de renovar la sonoridad latinoamericana, acercándola, fundiéndola, identificándola”.

En dicho libro, Padura reúne entrevistas que hizo a Mario Bauzá, Willie Colón, Rubén Blades, Juan Formell, Israel “Cachao” López, Papo Lucca, Adalberto Álvarez, Nelson Rodríguez, Radamés Giro y los dominicanos Johnny Pacheco, Johnny Ventura, Wilfrido Vargas y Juan Luis Guerra. Algunos años después de la edición cubana, fue traducido al inglés por Stephen J. Clark y publicado en Estados Unidos por Smithsonian Institution Press en 2003 con el título “Faces of Salsa: A Spoken History of the Music”.

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Jimmy Hungría. Gestor cultural y cinéfilo. Amante del teatro, de la música. Aspirante a chef. Autor del libro Gastronomía musical y bibliografías en construcción y de la columna Tívoli.