Tal y como resume de manera magistral Santiago Navajas, la tesis sobresaliente de Thomas Piketty a propósito de la desigualdad inherente a cualquier economía de ascendencia capitalista “es que los capitalistas obtienen una tasa de retorno (r) sobre su capital mayor que la tasa de crecimiento del conjunto de la economía (g). Esta sería, expresado en función de la terminología marxista, la contradicción principal del capitalismo: r mayor que g”. Siendo la tasa de retorno (r) superior a la de crecimiento de la economía (g), la riqueza heredada crece más que el PIB y el ingreso de las personas.

Pero si bien ese fenómeno da cuenta de que los denominados capitalistas se hacen más ricos y los pobres devienen más empobrecidos, -incluso de manera desproporcionada en aquellos casos en los que el resto de la sociedad también pueda enriquecerse en términos relativos, dado que lo que crece es la desigualdad o concentración de los recursos de capital en las manos de unos pocos y en detrimento de la grandes mayorías-, ¿por qué hay que penalizar a los que más tienen, con más altos impuestos? 

La pregunta es comprensible, pero su respuesta decisiva ya que da cabida al enfrentamiento de dos puntos de vista entre sí.

Para el primer punto de vista, la desigualdad representa una situación social injusta e indigna que requiere ser eliminada. Según esa comprensión, la injusticia inherente al sistema capitalista radica en que si bien implica híper producción y continua generación de riqueza, -por lo que no estamos estáticamente condenados a la miseria-, empero, al igual que en otros modus operandi conocidos a lo largo de la historia de las grandes civilizaciones, al final termina concentrando la riqueza en muy pocas manos y éstas se las arreglan para hacer del derecho y de la justicia caricaturas vulgares, -cada día más leguleyas, ineficientes y sobre todo incapaces de concebir y juzgar a todos como iguales. 

Dicha injusticia es la que yace oculta cuantas veces se advierte y denuncia que, por ejemplo, el 15% más rico del mundo ya posee tanta riqueza como el resto de los habitantes del planeta. 

Ante esa o condiciones similares de desigualdad, lo que indigna no es tanto lo poco que reciben los de abajo como lo mucho que concentran los de arriba y cómo lo logran. Con razón a la población llana solo le queda como recurso la frustración o tirarse a las calles indignada o descorazonada.

Sin embargo, para el segundo punto de vista, la desigualdad es una especie de maná caído -no del cielo sino- de la ingeniosidad y pujanza de un reducido número de individuos perseverantes, innovadores y pioneros. De no ser por la pujanza y temeridad de estos individuos, ¿cómo explicar de dónde procede el susodicho maná? 

Caso que una metáfora clarifique la cuestión, cabría responder que si en verdad se procuran mejorías reales para la población resultaría absurdo matar la gallina ponedora de los huevos de oro. 

De conformidad con esa última perspectiva, todos somos necesarios, pero no todos somos solo y exhaustivamente iguales. Cierto grado de relativa desigualdad creativa termina siendo la fuente de todas las riquezas. Y dicho sea de paso a vuelo de pluma, tanto mejor si su empuje contestatario y temeridad innovadora se desarrollan desde el sector privado de la economía -que en general demuestra mejores condiciones de posibilidad para desarrollar rupturas y diversidades- y no en el público -porque entonces el arbitrio de aquella desigualdad vendría reforzado y quedaría al amparo de un poder gubernamental que, desde el Estado, pasaría a ser juez y parte de su propia causa.

Lo significativo de ambos puntos de vista es que ellos entrañan los criterios suficientes para discernir y valorar cualquiera de los sistemas de producción contemporáneos.

El capitalista, como es de esperar, apuesta a que los que como él actúan empresarialmente, es decir, los que tienen suficiente talento y se arriesgan en su acometida por aumentar la riqueza tienen derecho a la diferencia: esto es, ganar más que quienes no lo hacen ni triunfan. Aducen, con no poca razón de su lado que, sin ellos, se dejaría de producir ´aquello´ de los que dependen los demás para vivir y reproducirse. De ahí que no haya mejor estímulo en esa tentativa o empresa que el de también contar con el aval de todo un engranaje social y político que les facilite y garantice poder ganar más y seguir actuando en un mercado libre de interferencias. Cuanto más libre permanezca de intervenciones estatales -o de cualquier otra estrictamente ajena a su quehacer- mejor. 

En relación a la capacidad transformadora del empuje empresarial capitalista, fue el sociólogo alemán Werner Sombart quien acuñó la expresión “destrucción creativa”. A partir de 1942, el economista austríaco Joseph Schumpeter se refirió a la destrucción creativa para referirse al continuo proceso de innovación que tiene lugar en una economía de mercado en la que los nuevos productos liquidan viejas empresas y modelos de negocio. Todo eso en vivo contraste con el relativo letargo con que acontecen las transformaciones en regímenes pre capitalistas o socialistas.  

De asumirse que dicho fenómeno simultáneamente destructivo de lo anterior y creativo de lo nuevo y fugaz sea el modus operandi característico del sistema capitalista, entonces, en función de la evidencia recabada durante el siglo XX y lo que va del presente, sobre el tapete de la historia universal yace confirmado lo siguiente: el capitalismo, advenido al presente tras diversas formalidades, da signos de mantenerse tan lozano como el caminante de la publicitada botella de whiskey, como si el tiempo solo lo mejorara. Hasta este momento y sin prejuzgar el porvenir, la economía de libre mercado, la función empresarial privada y la desigualdad social de la población no dan indicios de padecer de alguna contrariedad insuperable que permita avizorar su derrumbe definitivo. 

El capitalismo constituye un sistema literalmente agónico. Lucha porque procede de manera autónoma sobre los hombros de quienes compiten y generan riqueza y nuevas oportunidades de vida por los más insospechados medios tecnológicos y de acumulación de la que en su tiempo terminó siendo calificada como propiedad-privada. En medio de ese tráfago, se reinventa todos los días en una gran mayoría de sociedades que van, desde el Occidente más próximo e icónico hasta el contestatario Lejano Oriente. Su expresión política repetidas veces contradice el legado occidental de libertades ciudadanas, pero no por eso reemplaza su modalidad productiva.

He ahí por qué Adam Smith sigue ganando la partida todavía hoy, en el mundo entero, a los críticos y detractores del sistema capitalista. Desde su perspectiva la fórmula del éxito no es el altruismo ni la caridad, sino la utilización pragmática del egoísmo natural que entreteje el intricado edificio del capitalismo. Siendo el egoísmo consubstancial a la naturaleza humana, en vez de querer suprimirlo con prédicas virtuosas y abstractas, o reprimirlo de la mano de algún poder autoritario, el filósofo moralista asiente con hilvanar y encauzar el interés particular con el logro pragmático de resultados históricamente inauditos. 

Sus resultados están expuestos a los ojos de todos. De acuerdo a la frase atribuida a Winston Churchill, “el vicio inherente al capitalismo es el desigual reparto de la riqueza; la virtud inherente al socialismo es el equitativo reparto de la miseria”. Y así es, cuantas veces regímenes socialistas se han esforzado por reducir al máximo la desigualdad, ni estos han podido doblegar la naturaleza subyacente al capitalismo, ni éste ha podido satisfacer a toda la población. Ejemplo actual de esto último, el 75% de la población latinoamericana sigue valorando como injusta la distribución de ingresos que viene percibiendo a lo largo de las dos últimas décadas y solo un cuarto sostiene que la renta esté bien repartida. 

La cosa así, trátese de una sociedad de ascendencia capitalista y liberal o de otra índole, la atención crítica recae en el binomio desigualdad/igualdad social. 

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Fernando I. Ferrán es profesor-investigador del Centro de Estudios P. José Luis Alemán, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Santo Domingo.