París, siglos después de la caída del Imperio romano, cuando ya no era Lutecia, luego de haber enfrentado valientemente invasiones, guerras, catástrofes naturales y enfermedades de todo tipo, había adoptado el lema que resumía la fuerza inagotable y perpetua que caracteriza, desde la antigüedad, a la capital de La Galia: Flutuat nec mergitur cuya traducción más aceptada, aunque polémica, parece ser: “Golpeada por las olas, pero no se hunde”.

Adoptada oficialmente como divisa de la centenaria capital francesa en 1853 por el barón Haussmann, prefecto del Sena de Napoleón III y que autorizó la construcción de los Champs Elysées y de los grandes bulevares que han contribuido a que se le considere actualmente una de las ciudades más hermosas del mundo; sus bulevares y puentes sobre el Sena, deja en cada margen de las islas de la Cité y Saint-Louis, en el derecho el París del barón Hausmann; en el izquierdo, el otro, el antiguo, el del Quartier Latin, de la vieja Sorbonne, el Montparnasse de intelectuales y artistas. Un París diferente que, desde la reculada alta Edad Media, se esfuerza por mantenerse a flote superando siglos, guerras, revoluciones y pestes tan devastadoras como la gripe española al final de la Gran guerra hasta enfrentar en la actualidad la devastadora Covid-19 sin que la estela de su historia deje de brillar.

Desde marzo de 2020, París resiste al recio embiste de las olas. Sigue a flote. El encanto centenario de sus monumentos, palacios, barrios elegantes, brasseries, restaurantes y sus tradicionales cafeterías han inspirado obras de grandes escritores y películas que han contribuido al embrujo mítico que muchos tienen de esos emblemáticos lugares de la ciudad. Que nos hacen olvidar que llueve mucho, que el cielo es gris, que hace frío y mucho calor, en verano; que sólo la vemos como la ciudad del amor, de la vida nocturna, del Moulin Rouge, del French cancan, de Les folies bergères, de las estrechas calles medievales del Quartier latin por donde se pasean tomados de la mano, en las páginas de Rayuela, la Maga y Oliveira; también el de la Revolución de 1789, de los Derechos del hombre, el de la miseria humana del universo imaginado por Balzac, Dumas, Víctor Hugo; el de Les fleurs du mal de Baudelaire, de Poèmes saturniens, de Verlaine y por qué no, el de la música del Bateau ivre y Une saison en enfer de Rimbaud. Paro de contar.

Hoy, a pesar de la pandemia, sin sus emblemáticos restaurantes ni sus cafeterías y brasseries; sin las terrazas y parques que, desde el lejano siglo XIX, perfeccionaron el arte de la tertulia y de la conversación, su poderosa historia cultural y científica ha sido el muro de contención que le ha permitido mantenerse a flote y seguir siendo París.

Esa resistencia a las catástrofes naturales y sociales datan de cuando se ajustó la corona de capital cultural en el siglo XVIII con la Revolución que estremecería las resistentes bases de la sociedad feudal proclamando orbi et urbi, la igualdad entre los hombres, y por consecuencia, la abolición del vasallo de la gleba y de la esclavitud. Un pasado que, como el fénix, le permite renacer de sus escombros como lo hizo después del millón de muertos de la Gran guerra y la humillación de ser ocupada por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra mundial.

Los escritores latinoamericanos se sienten reconocidos cuando sus obras son traducidas al francés. Después de su liberación en 1944, coincidieron en París casi todos los escritores latinoamericanos del boom alimentando considerablemente el mito de la Ciudad Luz.

Siempre ha habido dos París: el de la tarjeta postal, que comienza en el Arco de Triunfo, pasa por los Campos Elíseos, la Catedral de Notre Dame y continúa en un paseo por el Sena, hasta luego observar toda la ciudad desde el último piso de la Torre Eiffel. Y, más tarde, un buen restaurante y saborear la buena comida francesa. Luego, al siguiente día, ya recuperado, se sube a Montmartre, se camina por la Place du Tertre, por Pigalle; se visitan los museos: Louvre, Orsay, Picasso, Pompidou. La lista es larga. De ese París hay una queja: los franceses son odiosos, al menos aquellos que están frente al turista.

Hay otro que no se inicia en los Campos Elíseos ni en Montmartre. Comienza en una buhardilla del último piso de un edificio de un barrio chic en donde sanitario y cuarto de baño no son comunes. No hay calefacción. Si la hay no funciona. En verano, para colmo, hace calor. Ese París continúa en cualquier barrio donde haya un restaurante universitario, donde los alimentos son al menos correctos, pero no se saborean. Luego se deambula por la ciudad y todo parece vacío. Es en ese momento cuando el parisiense toma conciencia de su soledad entre más de cuatro millones de habitantes.

Al principio es difícil de entender aquellos versos de Lamartine: “Un solo ser te falta y todo está despoblado”. Esa es la soledad en una de las metrópolis culturales del mundo. La miseria, diferente a la del tercer mundo, es tener acceso únicamente a contemplar las fachadas de los monumentos. Sin dinero, París se cierra como una ostra. La cultura se hace inaccesible. Imposible tomar una cerveza en una brasserie ni pensar en una pieza de teatro ni una película. Semejante situación, aunque parezca increíble, es real.

Como Londres, New York, Berlín, Tokio, etc., podría llevar algunos a “morir en París con aguaceros/ Un día del cual tengo ya el recuerdo”, según escribió el gran poeta peruano César Vallejo a finales de los años 30 y de su vida. Ese es el París de ilusiones y sueños truncados, el que no aparece en los álbumes de souvenirs.

En ese París han muerto en las buhardillas de barrios elegantes innumerables jóvenes que sucumbieron al embrujo de la literatura y la historia de Francia. Y se comprende. Se comprende por los siglos de historia que respaldan y alimentan el atractivo que ilumina el aura mítica de la ciudad. Desde la baja Edad Media tenemos le Roman de Renart, los Fabliaux, La chanson de Roland, las novelas de caballería de La table ronde en la que se cuentan las hazañas y proezas de los caballeros de la corte del rey Arturo. Novelas y fábulas que le dieron categoría de lengua al francés antiguo junto con la poesía provenzal que cantaba al amour courtois tan del gusto de los trovadores de la langue d’Oc.

Al final de la Edad Media surgen François Villon y su Ballade du pendu, François Rabelais y su hiperbólico Gargantua y otros grandes humanistas y pensadores del siglo XVI como Michel de Montaigne con sus Ensayos, La Boétie y La servidumbre voluntaria, a los que hay que agregar los poetas de la Pleyade encabezados por Pierre de Ronsard y du Bellay.

El Renacimiento francés cimentó las bases de lo que dos siglos más tarde sería la Revolución Francesa, tal vez el acontecimiento social más importante de la historia contemporánea de cuyas ideas se nutrieron los libertadores de la América hispánica y que explica por qué París, en particular, y Francia en general, han jugado un papel tan importante en los pensadores, escritores y políticos latinoamericanos.

El París revolucionario de 1789, de los enciclopedistas, de los novelistas del siglo XIX, de Víctor Hugo, de Alexandre Dumas y del visionario Jules Verne; de los poetas Alphonse de Lamartine, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, el franco-cubano José María de Heredia y de toda esa gran literatura que, desde la Edad Media, pasando por Gargantua y Pantagruel, por los matemáticos del Siglo de las Luces, los geniales inventores de la fotografía Niepce y Daguerre, de los científicos y sus contribuciones a la electricidad, al telégrafo, al descubrimiento del radio por los esposos Pierre y Marie Curie, en esos finales del siglo XIX cuando los hermanos Lumière proyectaron por vez primera L’arroseur arrosé, de Louis Lumère, en el café de La Paix del bulevar de Capucine. Imágenes en movimiento consideradas como la primera película, una corta ficción que ni el propio Louis Lumière sospechó que daría nacimiento a un nuevo arte que se alimentaría en sus inicios por el teatro y la novela hasta que, a mediados del siglo XX, Jean-Luc Godard y los cineastas franceses de La nouvelle vague demostraran que tenía su propia escritura.

El siglo XX fue de gran esplendor para París. La mística de la ciudad cobró fuerza au tournant del siglo precedente. El transporte metropolitano subterráneo (metro) se inauguró en 1901, luego entró el automóvil y poco después el avión. Pero París seguía siendo la capital cultural del viejo Continente; capital de las ideas, de la nueva novela con À la recherche du temps perdu de Marcel Proust, una obra que revolucionaría la literatura universal.

Fue en ese París en donde se formaron los médicos dominicanos Salvador Gautier y Francisco Henríquez y Carvajal; seguidos más tarde por Darío Contreras, Heriberto Pieter y Félix Goico, entre otros. La literatura llevó también a París, en busca de la perfección poética, a Tomás Hernández Franco quien en años posteriores a la Gran guerra frecuentó salones literarios, vivió la bohemia efervescente de les années folles, el nacimiento del movimiento surrealista, el novísimo cine expresionista alemán y la nueva arquitectura lanzada por la Bauhaus de Berlín. Sin olvidar al pintor Jaime Colson quien se codeó con la nueva pintura europea de “entre dos guerras”, que encabezaban, entre otros grandes pintores de entonces, Picasso y Henri Matisse.

En el París del primer tercio del siglo XX, a pesar de las secuelas de la Gran guerra, nació el movimiento surrealista encabezado por los poetas Breton y Aragon al que se integraron, entre otros, los poetas Paul Éluard y René Char, así como los españoles Luis Buñuel y Salvador Dalí. El surrealismo revolucionaría la literatura, la pintura y el cine mundial que en 1943 tendría una marcada influencia en el movimiento La Poesía Sorprendida de República Dominicana y años después en el pintor Iván Tovar.

Bajo la mirada austera y exigente de André Gide, uno de los maîtres à penser europeos de mayor influencia entonces, se destacan autores como Louis-Ferdinand Céline y su influyente Voyage au bout de la nuit; La nausée, del filósofo y dramaturgo Jean-Paul Sartre, existencialista de gran influencia intelectual desde 1945 en políticos, pensadores y escritores latinoamericanos. 

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, inspirado en la Revolución de 1789, el Frente popular triunfa en los comicios de 1936, una coalición de izquierda que creía firmemente en el principio de igualdad de la Revolución Francesa. En esos años de preguerra Mundial, se redujo el horario de trabajo a 8 horas y se impuso el derecho a vacaciones pagadas, el seguro social obligatorio para los trabajadores. Conquistas sociales que a pesar de importantes modificaciones siguen vigentes hoy día.

El insaciable expansionismo de Hitler embistió París y Francia en junio de 1940. La mayor humillación que haya sufrido la capital cultural del mundo occidental en la Era moderna. Cuatro años de humillación y colaboracionismo gubernamental con el invasor sin bajar la cerviz. Y, en 1944, a la Liberación, como si despertara de un profundo sueño invernal, sus intelectuales, filósofos, novelistas, cineastas y creadores de todo género se propagan por el mundo. Albert Camus y su homme révolté, su teatro, sus novelas, su filosofía del absurdo; el existencialismo de Sartre, el estructuralismo de Claude Levi Strauss, el cine de André Cayate, de Sacha Guitry, las novelas de Alain Robbe-Grillet, de Nathalie Sarraute, Michel Butor y Claude Simon, entre otros, destacados integrantes del Nouveau roman que con la Nouvellevague del cine liderada por François Truffaut y Jean-Luc Godard revolucionarían la literatura y el cine mundial de las últimas décadas del siglo XX.

Antes de la década 1960-70, París, capital cultural de Occidente, era residencia de escritores como Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y otros latinoamericanos que integrarían lo que hoy se conoce como el Boom de la literatura de América Latina, una pléyade de autores que daría sus letras de nobleza universal a la literatura latinoamericana.

París no podía cerrar el siglo XX sin otra revolución como la que realizaron los estudiantes en mayo de 1968. No tan violenta como la de 1789, pero se levantaba contra el viejo orden de la tercera, cuarta y quinta República. Una revolución que transformaría los antiguos usos y costumbres de la anquilosada sociedad francesa, del sexo, de la enseñanza universitaria y general para que, al concluir el siglo XX, el país ocupe un lugar señero en la Unión Europea y su nombre figure junto a Estados Unidos y Rusia, entre los protagonistas de la Era espacial.

En estas primeras décadas del siglo XXI, cuando se comienza a examinar la superficie de Marte con fines de conquistarlo, es inevitable recordar al visionario Jules Verne y el viaje sin retorno de su novela De la terre à la lune. París, todavía cerrado por el implacable Covid-19: flutuat nec mergitur.

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Guillermo Piña-Contreras es escritor, diplomático de carrera, periodista y traductor.

En portada y dentro del texto: fotografías de Tony Fondeur.