(1923-2016)

La vida de Yves Bonnefoy comenzó en el mes de la apoteosis de la luz y en un día pleno de repercusiones simbólicas asociadas al fuego primordial, un 24 de junio, y concluyó un 1 de julio. Entre estos puntos que marcan el periplo vital del poeta sólo media una semana. Así, por estos días celebraremos los 100 años de su natalicio y conmemoraremos los siete de su muerte. ¿No hay, en esta coincidencia, una alusión a ese destino, presente cósmico donde se concatenan las causas, cuya noción articula su poética? Destino que para comprenderse precisa de su ubicación en el tiempo, el término de un ciclo.

Poeta mayor, con la celebración de su centenario diríase posible proponer ya un siglo bonnefoiano, recuperando aquella fórmula de Michel Foucault que avizoró el advenimiento de un siglo deleziano. Pese a tal trascendencia, el último gran poeta del siglo XX fue durante mucho tiempo un desconocido en nuestra lengua. Tal anomalía comenzó a subsanarse paulatinamente con la publicación de antologías y obras individuales, a partir de la década de los noventa –con la Editorial Vuelta como pionera: en 1995 editó Poemas escogidos (1947-1993)–, aunque su bibliografía en castellano no supere la veintena de títulos (escribió una centena) y muchos sean ya imposibles de conseguir. Bonnefoy forma parte de un selecto linaje: la de los poetas pensadores cuyas poéticas cuestionan la esencia del lenguaje y a través de esa crítica aventuran una transformación de nuestra percepción de la realidad. Una tradición que arraiga en el romanticismo alemán –Novalis, Hölderlin–, y encuentra su cristalización en poetas como Baudelaire, pero sobre todo en Rimbaud, sin soslayar la contribución de otros, como Edgar Allan Poe, Gerard Nerval, T. S. Eliot, Paul Celan o algunos surrealistas –André Breton, Pierre Jean Jouve–, a esa empresa titánica de recusar el camino secular del lenguaje para retomar las sendas perdidas que nos dirijan hacia el manantial originario, permitiéndonos reformular nuestro acercamiento al mundo. La tarea de Bonnefoy se revela similar a la derrupción que Martin Heidegger emprendió en la filosofía. Ambos proponen deslindar al lenguaje de la conceptualización, de la identificación de palabra con abstracción, para retomar el principio de nuestro pensar: cómo acceder a la inmediatez para suscitar la aparición, la manifestación de la presencia óntica. Refiriéndose al acto y el lugar de la poesía, el poeta nos dirá que es

“la tarea de tener que volver a pensar, enteramente y tan pronto como sea posible, la relación del hombre con esas cosas ‘inertes’ o con esos seres ‘lejanos’ ”(“El acto y el lugar de la poesía”).

Discípulo de Jean Wahl, las clases de este filósofo –reunidas en un breviario que en español conocemos como Introducción a la metafísica– lo introdujeron a la filosofía como cuestionamiento. Y lo instruyeron en la escuela de la sospecha, en la desconfianza en la metafísica, la primacía del concepto y la reducción de la riqueza de lo real a una idea; al tiempo que le indicaban la dimensión historicista presente en la lengua en detrimento de la inmovilidad intrínseca a la abstracción. Dos de las obras más importantes de Bonnefoy nacieron de esta impronta, el “Anti Platón” y Del movimiento y la inmovilidad de Douve, en las cuales opone el movimiento y la no identidad a la idea de fijeza e identidad inherente a la concepción idealista del arte. No menos determinante será otra noción de Wahl, la filosofía como búsqueda de lo inmediato. En Bonnefoy, se convertiría en la necesidad de que la poesía recupere la inmediatez presente en la condición designativa de las palabras. Sólo de esa manera, los vocablos se desbastarán de su corteza genérica e inadecuada, para posibilitar la presencia de las cosas y permitir la vivencia de la unidad, la armonía.

Para Bonnefoy, la identificación de la palabra con el concepto, de la cosa con la idea, que excluye ese elemento desconocido que es el devenir en la formulación platónica (poder-ser, lo llama el poeta), es un obstáculo para acceder a la verdad, que en su caso, siguiendo la terminología filosófica, sólo puede entenderse como alétheia, como desocultamiento, como aparición. Por ello, en su errancia vital, que es también estética, irá de la desconfianza en el lenguaje por su generalización distintiva al descubrimiento de la nada y la muerte, articuladas en una suerte de teología negativa, que arraiga en el aquí, en la tierra, necesaria para la transformación y la redención de la poesía. El acto creador será despojar a la conceptualización de su carga anquilosada. Douve es el relato de este fracaso lingüístico y la necesidad de aceptar la muerte para encontrar un nuevo sentido en la obra de arte. Para transformarse, el lenguaje debe aceptar su finitud, retomar su corporeidad que es asunción de la muerte:

Tendrás que atravesar la muerte para vivir

Que el frío de mi muerte se levante

Y tome al fin sentido.

(Del movimiento y la inmovilidad de Douve)

Douve, la enigmática presencia de atributos ambiguos, se configura como un ser signado por la muerte –el ser que va a morir, diríamos evocando a Coral Bracho–, porque sólo cuando se advierte la condición mortal, finita, de toda obra de arte es posible acceder al encuentro verdadero.

Escéptico e inquisitivo, Bonnefoy entendió que abstracción e imaginación no se oponen; tal antinomia es equívoca ya que la verdadera oposición es entre movilidad e inmovilidad, entre fijeza y cambio, entre prejuicios y experiencias. Si al fijar el sentido, el lenguaje excluye la singularidad de las cosas, sometiéndolas a formulaciones abstractas, y reduciendo la vastedad de lo real a una generalización, de igual modo opera la imaginación, la estética, con la creación al encausarla hacia el culto de un saber-hacer formal, la entronización de la belleza como derrotero y la conversión del arte en norma e imagen. Tal conciencia motivará una crisis que llevará al poeta a abandonar el credo surrealista, al reconocer que la misión por transformar la vida y acercarnos al mundo, heredada de Rimbaud, el lema cifrado en el estandarte del movimiento, se había convertido en los años cuarenta en una tarea hueca que dejaba entrar a esa “literatura” condenada por Rimbaud y Verlaine (recordemos el remate de su “Arte poética”), por la ventana del baño. Igualmente, el esteta Bonnefoy –lúcido crítico de pintura, no lo olvidemos– comprendió que mucho del arte más admirado y enaltecido, como el que surgió en las ciudades italianas santuarios del peregrinaje estético –Roma, Florencia, Siena, Venecia–, pergeña una suerte de engaño metafísico. Razonó Bonnefoy que detrás de la forma acecha el engaño, que esta empresa, celebrada por una mal lectura romántica, multiplica los simulacros, las imágenes; trampa gnóstica que impide al hombre el acceso a la verdadera vida. Por ello, uno de sus versos más célebres, convertido en apotegma, enseñará que “la imperfección es la cima” y que el poeta auténtico debe martillar la idea de belleza, la inmarcesibilidad. 

Las uvas de Zeuxis plantea lúcidamente este problema. La empresa de Zeuxis, pintor legendario del siglo V a. de C., es una alegoría de la impotencia de la poesía, y por ello del lenguaje, para aprehender el esplendor de la materia. Seducidas, engañadas por la representación, por el artificio de la imagen, las aves, no sólo aquellas que se alimentan de frutos (las “aves hambrientas” del principio), sino también (sobre todo) las rapaces, se precipitan contra la tela, la desgarran, desaparecen esas uvas que el pintor apenas acaba de pintar, como si asistiéramos a la instauración de un nuevo mito de tormentos que concluyen para recomenzar, en un ciclo sin término ni salida, como los que padecen Sísifo o Prometeo. Mito del fracaso del poeta por nombrar el acontecimiento, por trasmitir la experiencia, ese atisbo de la realidad, las uvas recién pintadas, desaparecen tan pronto se les plasma. Y en su lugar queda la oquedad, el vacío, el testimonio de la imposibilidad de toda representación sin menoscabo del estilo ni la disciplina con que se emprenda.

Difícil sería, más allá de esta somera semblanza, circunscribir la vasta y compleja labor de Bonnefoy a un puñado de páginas porque, además de la complejidad intrínseca, sus propias posturas, en auténtica congruencia con sus postulados –“compromiso que consiste en buscar siempre”, asentó al reflexionar sobre el lugar de la poesía– fueron variando, en tanto esa vocación, ese empeño por retomar la lanza donde la dejara Rimbaud y permitir con ello que el poema se convirtiera en la llave de acceso a la verdadera vida, fue auténtica y no una postura inmutable, una de esas poses que anquilosa a los creadores. Baste decir que entre las peculiaridades de su recepción en español una de ellas sea que no se hayan advertido los parentescos entre sus nudos intelectuales y la poética de Octavio Paz –la presencia, el presente, la revelación más allá de las apariencias, son decisivos para las obras de ambos–, o entre la consideración gnóstica de la existencia y su repercusión en la esfera estética que comparte con Jorge Luis Borges. Hay incluso otras afinidades entre estos, como la consideración de Bonnefoy de la labor del traductor, que para reconstruir una obra debería compartir los acontecimientos que originaron su escritura, al modo en que Borges concibió la labor de Pierre Menard. 

Añadiré que a la vocación ontológica, auténtica prolongación del juicio a la metafísica que realizaron sus maestros Wahl y Heidegger, unió una vocación moral. Para Bonnefoy, la trascendencia de la revolución poética de Rimbaud, atraviesa por esa dimensión o deber moral de encontrar una vía hacia la realidad. Precisamente, su reflexión sobre Baudelaire y Rimbaud postula que los unía una ambigüedad esencial: “la confrontación entre la esperanza y la necesidad de verdad”. Ambigüedad, la llama el poeta; habría que reconocer, sin embargo, en esa aparente pareja mal avenida, una relación inherente: sólo quien percibe los engaños, la falsedad en la palabra, será capaz de redimirla, de trascenderla. Y esa es la promesa del amanecer, la esperanza en un territorio posible donde el ser, finalmente, se manifestará.

Por ello, es digno de encomiar que Sexto Piso publicara las dos últimas obras de Bonnefoy, La bufanda roja (2018) y Juntos todavía (2019), que constituyen, más que un testamento poético, como recita el tópico disfrazado de crítica literaria, una auténtica recapitulación, el cierre de un ciclo, la constatación de un destino. Para un poeta en quien la vuelta al origen resulta axial, se trata de un recorrido hacia un pasado donde encontrará su presente y también su porvenir.

Es significativo que concluyera La bufanda roja en marzo de 2016, apenas unos meses antes de su muerte, como si se tratara de una manda que debería cumplir antes de retornar a la nada. El lugar común, ese sentido que se imposta como el correcto, lo sitúa como un relato autobiográfico, acaso para inducir a su lectura, temeroso de que el eventual lector huya despavorido si se le anuncia que tal ensayo es una recapitulación, un análisis mediante la exégesis de un par de escritos. Y anoto un par porque si el texto homónimo explora el sentido del poema inconcluso, “La bufanda roja”, el tomo se complementa con la presentación de un relato, “Dos escenas, y su exégesis”. Convertido en otro, en un lector, presencia especular pero contraria a la del autor, Bonnefoy descubre una clave para penetrar en otro texto, tan complejo y elusivo como el literario: su propia vida. Así, si en principio La bufanda roja es una exploración de los motivos y los significados que se agitan detrás de ese relato inconcluso –es significativo como el autor se rehúsa a llamarlo poema–, pronto se convertirá en un análisis de la relación del poeta con sus padres y, finalmente, en una indagación más profunda que ahonda en las nociones de su propia poética. Significativamente, sólo la publicación de ese pequeño relato, Dos escenas, le revelaría a Bonnefoy la clave para comprender la significancia de ese poema comenzado en 1964 y que durante varios años intentó retomar, incluido el año 2008 en que publica el libro de las escenas. Comprende entonces que ambos relatos, con su atmósfera fuertemente imbuida de onirismo –que evoca las apariciones de ese Chirico tan querido por él–, son complementarios. Y con tal clave, el texto se le revelará y de paso le permitirá escrutar en sus intenciones más hondas:

No se trataba ya de continuar el relato que había quedado en suspenso, sino de escuchar lo que decía de mí, en sus páginas ya escritas. (BR, 30)

Anamnesis llama el poeta a su ejercicio, evocando una resonancia heideggeriana, Andenken, el lugar donde ocurre la diferencia y permite distinguir al ser de los entes. La rememoración posee dos facetas, que en su perspectiva se revelan sólo una. El poeta reconoce en su poema inconcluso tres alusiones –vínculos inter e intratextuales–: Dánae y la lluvia de oro, la muchacha de los jacintos de T. S. Eliot y la historia del caballero Balin, el Salvaje, contado en La muerte de Arturo de Thomas Malory. Siguiendo estos hilos de Ariadna, conjetura que los enigmas del tejido poético entrañan una reflexión sobre la poesía y la rememoración de sus remordimientos e inquietudes, y gracias a dicho discurrir comprende que la aparente dicotomía en realidad encubre una sola preocupación o problemática: la indagación sobre los límites del lenguaje y la misión del poeta. Asimilando esa clave, este ensayo se despliega como una hermeneusis de los motivos de un texto; perfila los conflictos personales del poeta, y permite, finalmente, la confrontación con la propia poética. Mediante una vía indirecta –esos caminos tan bien aludidos en El territorio interior–, la reflexión de por qué no concluyó el poema de la bufanda, iniciado tantos años atrás y cuya resolución siempre se le dificultó –“larga cadena de intentos y de abandonos”, asienta–, el poeta deshila los lazos con sus padres, y al proseguir esta senda, desemboca en el patio central de su relación con el lenguaje y su percepción del arte y la poesía. Simbólico movimiento, rito de paso: a través de la escritura, el poeta entra en su personalidad –para el sicoanálisis, el inconsciente es otro texto–; y se encuentra, inesperadamente, frente al problema central: cómo sería posible convocar el ser mediante la palabra. Por ello, hablo de una recapitulación más que de un relato, de un análisis más que de una evocación, si bien todo se filtra a través de la memoria. “Sólo hay realidad humana a través de la memoria, siempre y cuando esta se separe de los fantasmas que la deforman” (BR, 31).

La bufanda roja no sólo explora, de manera casi confesional, los conflictos entre el hijo y sus progenitores, sino a través de su compleja relación con el padre, representante en su lectura tanto del conocimiento analítico como del silencio, desentraña el origen de su destino poético. En esa suerte de interpretación de la escena primigenia planteada por Freud, como en una esfera borgiana, Bonnefoy encontrará los trazos de su destino. Y de esta manera, un ensayo que partía de un motivo personal deviene una exposición de la empresa ontológica del poeta. Es tanto la exégesis de una vida como el prontuario de una filosofía. Por metonimia –y Bonnefoy se ha ocupado de demostrarnos que esta figura es más importante que la metáfora en la poesía–, la bufanda no sólo indica el vínculo entre el padre y el hijo, sino también la manifestación del ser en el mundo. Todo reside en esa condición textual, en el tejido de la prenda, en los hilos del relato que permiten sortear el laberinto de los enigmas y arribar a la tierra natal del texto primigenio: el verbo, la palabra fundadora que proponen diversas religiones. De ahí, entonces, que la verdadera misión del poeta sea recuperar el espíritu de la infancia (“En una existencia la infancia no termina”, nos dice, 174) y devolver a la poesía su potencial vinculante, la convicción de que sólo “el tiempo vivido puede devolverle su vida a la palabra”, como bien sabía Heidegger.

Con su especularidad, con la relación simbiótica que entablan “La bufanda roja” –el poema– y Dos escenas –el relato–, Bonnefoy advirtió que para iluminar y comprender el mensaje de aquel texto largamente retomado y nunca concluido, “era necesario que transcurriera el tiempo”. Y ese tiempo, lo advertimos nosotros, fue la conversión de su tarea en un destino –la relación entre correspondencias no causales, “un sistema de ecos, estribillos y resonancias” diría Deleuze: escuchar la voz del origen.

(Una versión más breve de este trabajo apareció en el suplemento cultural Confabulario del diario mexicano El Universal de fecha 19 de agosto de 2023).

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José Homero (Veracruz, México, 1965). Poeta, ensayista, crítico literario, editor, narrador, articulista y periodista cultural. Licenciado en Letras Españolas por la Universidad Veracruzana (UV). Fundador y editor de varias revistas y publicaciones dedicadas a la literatura y la crítica del arte y la sociedad, la más conocida de ellas Graffiti (1989-2000).