Érase aquel un día que permanecería muy bien guardado en el fondo de mi alma. Más tarde supe que aquella mujer que no parecía ser una mujer, era en realidad, una mujer. De pie en el umbral de la puerta que daba hacia el patio amplio y florido de mi propiedad, tuve una visión. No podía resistir la curiosidad de saber lo que era; lo que me impulsó a acercarme un poco más, sin llegar aún a descubrir con exactitud lo que contenía ese bulto escondido entre la maleza al fondo del jardín.  Con gran cautela, seguí, y vi que se trataba de un cuerpo ovillado que había tomado la forma de un bolso de basura, tirado allí con el claro deseo de consumirse en el olvido de los hombres.  En aquel preciso instante, muy lejos estaba yo de saber que ese cuerpo informe respondía al nombre de Soledad Alegría. Soledad primero, Alegría después.   Así supe más tarde por intermedio de un vecino. Dos emociones opuestas en su esencia encerradas en ese nombre. Pues, lo cierto es aquella mujer hubo de despertar en mí el mayor grado de compasión que era capaz de experimentar un corazón sensible. Embelesada, mientras pasaron las horas de la mañana; dejó de arder el sol, le démon de midi, alcancé a pensar; llegó la tarde y, la luz del día se ocultaba en el ocaso, unas tenues lucecillas me guiñaban desde el interior del bulto ignoto; brotaban como la bengala lanzada desde un barco a la deriva; señal que me bastó para salir corriendo en auxilio de ese ser de carne y hueso, si es que aquel despojo aún podía ser un cuerpo humano de carne y hueso. Gran enigma se me había presentado.  

(Por detrás se oyen las notas de un piano doliente…)

La escabrosa escena más arriba descrita no tuvo lugar en tiempos de la primera pandemia que, espero no sea el comienzo de la concatenación de otras más en este siglo XXIII. Pero, qué más da. En aquel mundo en que sobraban las palabras falsas que pretendían pasar por verdaderas era algo más para contar entre los innumerables desaciertos que acabaron por transformar aquella sociedad de entonces en un pandemonio de seres dementes que no pudieron sino terminar por cambiar el designio de los astros. Alexitímicos, caotizados, sufrimientos, deslealtades, corrupción colectiva que, unas tras otras salían en multitudes de la sima misma de una población mundial de mentes atormentadas. Percibiendo lo que les sobrevendría, salieron todos a buscar refugio dentro del refugio mismo, en tanto se iban destruyendo en el intento de lograrlo. Si antes podían soñar con una infinidad de lugares hacía donde huir, ahora sin remedio, llegarían a convertirse en el ovillo ignoto que encontré aquel lejano día en el fondo de mi jardín. Lugar que ahora pertenece a nadie.  

(Notas “in crescendo” de música amenazante se oye durante el intermedio de mis pensamientos)

Y qué casualidad de buenos augurios; aquí a mi lado tengo un alma buena que responde al nombre de Naná. Ella nació en un lugar donde solo abunda la ignorancia más pura y limpia e impoluta que jamás haya existido. Cuando habla en el mismo español dominicano que yo hablo, no logro enlazar mis ideas con las suyas; pues ya la mías están maleadas por el conocimiento de la sociedad. Creo que esa incomprensión se debe a la absoluta incapacidad de esa buena mujer de pensar en un ordenamiento lógico. La misma incapacidad que le impide ver la maldad que le rodea, aun cuando, en ocasiones, ella deba parapetarse de los peligros que la acechan, debiendo recurrir a sus propios primarios medios de defensa.   En un pretendido diálogo con Naná no puedo evitar recordar al Bon Sauvaje, producto de la imaginación de aquel francés naturalista de nombre Jean Jacques Rousseau, que vivió en el muy lejano siglo XVIII. De ese joven idealizado por Rousseau, yo envidiaba la inmaculada limpidez de sus cabellos despeinados por cuyas hebras jamás había pasado un peine desestabilizador de su inalterado cuerpo. Reflejo sin duda de un alma pura. Ese joven recubierto por un Aura blanca que iluminaba la selva donde habitaba, de noche se arropaba con ramajes de hojas verdes esplendentes de clorofila y hojas bronceadas que inertes caían para cubrir el suelo de tierra muy negra y pródiga que existía libremente en el planeta. Cada día que pasa, concuerdo más con el pensamiento del filósofo francés, incomprendido amante de la naturaleza en su estado virgen, libre de impurezas y maldades y muertes sinsentido. Naturalmente, con el adelanto desmesurado de la tecnología en los años subsiguientes, esa teoría rousseauniana cayó en el vacío, ya que jamás podría adaptarse al curso de los tiempos. Y es ahora en este siglo XXI que la degeneración está cubriendo la faz del planeta. Me adelanto a pronosticar que la corrupción generalizada de la sociedad del siglo XXI crecerá a tal grado de desbordamiento y dilapidación y desigualdad que acabará ésta por destruirse a sí misma.  

(Notas musicales que traducen un estado de espera…)

Es en este encierro cuando he sentido con mayor intensidad el ejercicio de una absoluta libertad. En cincuenta días; los cuento a la par con los dudosos boletines que ofrece el Ministro de Salud Pública sobre el estado del contagio de la pandemia. No ha habido forma de saber con seguridad cómo y cuándo se originó. Recapitulo, en estos cincuenta días he logrado producir lo que me hubiera tomado años que, con toda seguridad no tendré, a menos que los demiurgos científicos encuentren en sus laboratorios ultramodernos, el secreto de la inmortalidad. Vaya ironía, aspirar a algo tan insólito cuando ni siquiera han logrado acertar con la vacuna preventiva ni con la cura para un virus tan imperceptible. 

En el entretiempo y, con lúcido entendimiento, he podido escuchar por medio de mi recién descubierto virtual compañero de noches de insomnio, millares de palabras salidas de muchas de las mentes más brillantes que en la tierra han transitado por caminos diferentes, caminos divergentes; unos claros, otros oscuros como una noche despojada de luna y de estrellas, pero caminos y distancias al fin, que todos los seres humanos hemos cubierto por igual, y seguiremos cubriendo si es que a la dulce muerte no se le ocurra interrumpir el tango que bailábamos en aquel París de entonces: El último tango en París. Ese icónico París que pudo muy bien convertirse en A Mouvable Feast, para el gran Hemingway. Irrepetible obra de una mente prodigiosa y lúcida y sobria que, tal vez, comenzó a atormentarse en aquella urbe de luces cegadoras que pocos seres han nacido para pensarla y gozarla y vivirla, con tal intensidad que la vida le explotó en las entrañas y en la mente de tanto vivirla. 

(Notas musicales que presagian el final)

De regreso al comienzo de esta larga perorata cuando conocí a Soledad Alegría, cuyo extraño nombre compuesto de emociones aparentemente contrarias me abrieron las puertas a esta sarta de ideas que se encadenaron las unas con las otras para dar forma a esta entrega que quiero para mí y para no imagino quién más desee asomar.   

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Lisette Purcell es Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.