1. SER AMOR

Tenemos la impresión general de que el amor es un estado. De allí la frase “estoy enamorado”, que fija al amor en el tiempo. Sin embargo, parece que el amor es algo mucho más profundo, independiente incluso de la persona que amamos: no un estado, sino una condición permanente del ser.

Así lo describe esta frase de Galeano: “Aún no te conozco y ya te extraño”. Es decir, el apetito de amor siempre está allí; el corazón, digamos, ama incluso sin un objeto preciso. Cuando alguien específico llega a nuestra vida, no hace sino materializar esa sombra, encarnándola en el tiempo.

Por eso, en el amor, nadie es imprescindible. Todos somos reemplazables. Encarnaciones que el tiempo deteriora y excreta. 

El corazón, en realidad, lo que ama es la posibilidad, ese umbral donde su deseo se posa en una multiplicidad de seres, hallando en cada uno cierta cualidad espiritual o física que los otros no tienen. Elegir una pareja específica, reclamar fidelidad absoluta, atenta contra esta apertura del corazón hacia el amor plural e infinito.

Pensar que hemos hallado la persona ideal, el amor que resume en sí todo aquello que el corazón buscaba en la variedad, es una ilusión costosa que el tiempo castiga sin clemencia. Nadie puede sustituir a esa sombra que llevamos dentro porque ella aspira a la totalidad y lo eterno. Por eso, en el arca sentimental de la memoria, cada uno de nosotros guarda amores que sencillamente “fueron”. Ni siquiera tienen la estatura del fantasma: son más bien como juguetes descompuestos y viejos, títeres rotos, chatarra que la memoria recicla cuando la soledad nos aplasta. Los celos del pasado, tan común entre los nuevos amantes, son por eso absurdos; no así la suspicacia con respecto al futuro, puesto que perder en el amor es solo cuestión de tiempo. 

  1. UN AMOR MUSULMÁN

Allá por el año 2005 me fui a vivir, para ahorrar, al barrio polaco de Chicago. Para entonces, ya el barrio era mixto, pero asustaba ver en tantas casas, como carta de presentación, la bandera americana, signo de la reacción y el chovinismo.

Se sabe que todos los países de la órbita soviética generaron, tras el derrumbe del socialismo, hordas innumerables de fachos y nazis. Pero no es bueno generalizar. En la calle en que viví, mi casera rumana me trataba como a un hijo y me traía comida los domingos. Y mis vecinas polacas tocaban mi puerta para acariciar a mis gatos. 

Pero a quien más recuerdo es a una chica musulmana que vivía a cinco casas de la mía, con una familia numerosa. Era bellísima, muy posiblemente la mujer más bella que he visto en mi vida. Casi tan alta como yo, que mido 6 pies, no ocultaba la precisión y esbeltez de su cuerpo, porque usaba bluejeans. A este signo de modernidad, sumaba el de la tradición, con el velo musulmán cubriendo casi siempre su cabello. La veía casi siempre de lejos, porque salía varias veces al día para alimentar a un gato callejero naranja, al que daba las caricias con que yo, maullando, comenzaba a soñar.

Cuando nos cruzábamos en la vereda la miraba directamente a la cara, ya enamorado, y ella se ponía rojísima y nerviosa, procurando en vano mantener el paso sin acelerar. Estos encuentros eran muy frecuentes, casi diarios, porque yo los buscaba y planeaba con malicia romántica. A veces, salía al jardín de mi casa y me paraba allí con uno de mis gatos en los brazos, y ella, regresando de la tienda, al verme, esbozaba una media sonrisa de complicidad.

Nunca intenté hablarle, a pesar de que por entonces era bastante atrevido, porque tenía la horrenda sensación de pertenecer a un universo diametralmente diferente al suyo. Lo único que veía en común eran los gatos. Ahora, cuando miro el pasado con nostalgia, sé que estaba equivocado. El amor mandaba por todos lados sus signos. Los dioses ya no sabían qué hacer para unirnos. Ese gato naranja callejero era su mensajero. El amor, quizás, era común, y los dos fuimos cobardes.

  1. AMOR MÍO

No sé si recuerdan una canción pegajosa de Paolo Zavallone, muy popular allá por los años 70: “Amada mía, amore mío”. Es una canción interesante por la avalancha del posesivo “mía-mío”, porque en la canción popular, como en la vida, el amor se vive con un profundo sentido de pertenencia: yo soy tuyo, tú eres mía. La canción que mejor expresa esta condición comercial del amor es un vals criollo que interpreta como nadie la gran Lucha Reyes:

El gran problema aquí es que el amor no es un objeto cuantificable o con valor económico, separado objetivamente de nosotros, sino una parte del ser. De allí que su conexión con la propiedad privada no refleje el sentido de la posesividad apropiadamente: poseemos las cosas; pero el amor nos posee.

El amor libre, en todas sus vertientes, busca liberar al amor del lastre de la posesividad. Pero para hacerlo, le asigna erróneamente el valor del objeto: se deja al amor libre para que se marche donde quiera, como se acepta resignadamente la pérdida de una casa, una joya o un mueble.

En realidad, no hay fórmula ni sabiduría que ayude a liberarnos de la posesión del amor, porque el mismo está instalado en el dominio de las pasiones, cuya naturaleza es estar fuera de nuestro control. Rousseau y muchos otros pensadores, confiados en la grandeza de su inteligencia o su espíritu, creían que las pasiones podían ser controladas por medio de la filosofía. Pero eso es una ilusión.

En su hermoso cuento “La Marquesa de Pivardiere”, muestra E. T. A. Hoffmann que el amor es una fuerza devastadora que igual se posesiona del alma del culto o el iletrado, el joven o el viejo, el rico o el pobre, el burdo o el exquisito, el mojigato o el libertino. Lo único que nos queda es esperar que se canse de succionar nuestro espíritu y se marche después de un tiempo indefinido, que puede ser meses, años, lustros, siglos. 

Para que sepan todas
Que tú me perteneces,
Con sangre de mis venas
Te marcaré la frente.
Para que te respeten
Aún con la mirada
Y sepan que tú eres
Mi propiedad privada.

  1. ¿DÓNDE ESTÁS, AMOR?

La ubicación geográfica del ser amado es fundamental en el padecer del amor. Para menguar la angustia producida por sus sentimientos, quien ama necesita saber, por lo menos, dónde anda y qué hace el amado. La respuesta puede ser, y por lo general es, terrible, pero es menos dolorosa que la incertidumbre. La canción popular corrobora la aserción inicial. “¿Dónde estás, amor?”, pregunta con una voz desgarrada el rey de la chicha Vico, la noche en que sus amigos celebran su cumpleaños. Y Gordon Lightfood, en “Ordinary Man”, expresa así su ansiedad: “And as I wander through the cities and the towns / I get so lonesome knowing you could be around”.

Cualquier lugar que uno ocupe, con el ser amado ausente, pierde su significado, se convierte en un espacio de exilio existencial, tan indiferente como un desierto de Marte. Por eso, cuando en la película “Gravity” vemos a George Clooney perderse en la oscuridad infinita del cosmos, sentimos algo parecido a lo que sigue a la separación amorosa.

La imagen literaria más terrible de este exilio la he encontrado en Marcel Proust: desde la calle, clavado en una acera, Swann contempla el cuarto iluminado de una casa donde hay una fiesta. Su amada, Odette, está allí; pero él no ha sido invitado. Tal la gran tragedia de los amores no correspondidos: el amado o la amada, está fuera de nuestro círculo de influencia, perdido en un espacio ignoto, sordo a la pregunta que agobia nuestro corazón: ¿Dónde estás, amor?

Y esta pregunta de carácter geográfico es profunda porque lleva en sí preguntas existenciales implícitas: ¿Dónde está tu corazón? ¿Cuál es el lugar de tus sentimientos? Porque el desencuentro en el espacio genera la tristísima premonición de un desencuentro en el ser.

  1. EL AMOR, COMO ENFERMEDAD

El amor, se sabe, tiene un impacto físico considerable. Cuando no va bien, produce inapetencia, debilidad, insomnio, y a veces desfallecimientos. Eso sin considerar la crisis mental que supone, cuyo principal efecto es la separación de la realidad. Por estas características mórbidas, el amor ha sido visto, desde siempre, como una enfermedad, con su respectivo diagnóstico y sus métodos de prevención y cura. Antiquísima es la historia de Antíoco, que cae enfermo de amor y se consume en su alcoba como si padeciera de anemia, hasta que llega el doctor de la corte, Erasistratus, y diagnostica que su virus es Estratonice, su madrastra. El drama lo pintó David en 1774.

Hay muchas visiones del amor, por supuesto, pero esta, en lugar de menguar con la evolución de la ciencia y las ideas, ha persistido por siglos, dejando su huella en casi todas las formas artísticas. En La princesa de Cleves, de Madame de Lafayette, el amor es un padecimiento que solo una combinación de virtud y razón puede curar; lo mismo en el hermoso ensayo que al amor dedica Bacon; y en “La Marquesa de Pivardiere”, aparece el amor como peste, como virus que no respeta límites de clase y ataca por igual a ricos y pobres, ilustrados e ignorantes, nobles y plebeyos. Incluso en las novelas de un realista como Balzac, los personajes femeninos se marchitan, por amor, como flores: tal el caso de Augustina Guillaume y Clemence Desmarets, por ejemplo. Ni hablar de Stendhal, donde amor y locura a menudo convergen: “Jamás podría amar a un hombre que no fuera capaz de matarme”, dice Matilde La Mole en Rojo y negro.

Tenemos que llegar a Flaubert para sangrar al amor y reducirle la plétora. Tanto Madame Bovary como La educación sentimental, son novelas donde el amor es más bien una vivencia común, saturada de idealizaciones que nacen como reacción a una existencia vulgar y mediocre. Los personajes de Flaubert no enferman ni mueren de amor, se diluyen lentamente en circunstancias mucho más extensas y complejas, en una red existencial que implica lo social y lo político. Aunque claro, tanto Emma Bovary como Frederic Moreau, pueden todavía ser materia de estudio psicoanalítico, y sus amores frustrados narrativas poderosas para ilustrar la neurosis.

Pero en conjunto, Flaubert representa un paso hacia el realismo de Chejov, para quien el amor, por fin, no es una enfermedad, sino una realidad potencial necesaria y benéfica. El amor chejoviano permite mirar atrás, contemplar nuestro pasado como cosa llana, desprovista de sustancia, vasija que el amor finalmente llena con esperanza y sentido. Así el amor, lejos de ser una dolencia somática o psíquica, es un remedio concreto para esa enfermedad que es la existencia rutinaria y vacua.

Pero el amor como enfermedad persiste hasta ahora. El otro día, escuchaba a Alan Pauls en YouTube hablar del amor como patología. Y anoche, en el YouTube, escuché al gran Andrés Calamaro cantar: “Soy el remedio sin receta y tu amor… mi enfermedad”.

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Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).