Discurso para el ingreso formal como miembro de número a la Academia Dominicana de la Lengua

Buenos días, señoras y señores.

En primer lugar, quisiera expresar, una vez más, mi profunda gratitud al doctor Bruno Rosario Candelier, director de esta prestigiosa Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, y a través suyo, a todos los demás académicos que le respaldaron en su momento, por haberme conferido el honor de proponer mi candidatura para ingresar a esta histórica entidad como miembro de número, por votación mayoritaria de los académicos, durante la sesión que se celebró el 13 de mayo de 2021, aún bajo los efectos de morbilidad y letalidad mundiales provocados por la pandemia de la Covid-19. Fue, precisamente, la pandemia la causante de la demora en la celebración de este evento. Vengo, pues, a compartir algunas ideas en un tiempo crucial, marcado por la persistencia misma de la pandemia y por los desafíos económicos que, generados por la crisis sanitaria global, se agudizan con los efectos colaterales de la amenaza de una nueva guerra hemisférica, otra incertidumbre para la humanidad, provocada por la invasión de Rusia a la nación de Ucrania.

En segundo orden, me honra también manifestar mi regocijo y agradecimiento al académico, notable escritor, poeta, crítico, investigador y exministro de Cultura José Rafael Lantigua, por recibirme hoy como miembro de número de esta institución fundada en 1927. Su propuesta de mi candidatura, sin que siquiera estuviese yo enterado, y las palabras y motivaciones con que me recibe hoy como académico de la lengua, son para mí, dicho con franqueza y humildad, un invaluable reconocimiento a mi modesta trayectoria como un perseverante aprendiz en el difícil oficio de trabajador de la palabra.

Aprovecho este momento para también agradecer la presencia en este solemne acto de académicos, escritores y amigos, a quienes he acompañado, como simple soldado, en prolongadas batallas a favor de una mejor educación para las nuevas generaciones; una educación en la que la lectura y la escritura creativa, como producto de una enseñanza apropiada de la lengua materna, junto al cultivo de las demás artes y lenguajes estéticos, contribuyan a una formación integral, con cimientos humanísticos y científicos, de nuestros niños, adolescentes y jóvenes. La patria sentimental de un escritor radica en la defensa de su lengua, la lengua en que escribe, la lengua que dimensiona su cultura, su sociedad, su historia, la lengua que le faculta para ser y estar en el mundo.

Y para finalizar con los agradecimientos, permítanme reiterar mi inmensa gratitud a los miembros de mi familia, a los aquí presentes, como también a los que viven en el exterior; a mi esposa Soraya, nuestros hijos, sus esposas, nuestros nietos; a mis hermanos y demás familiares, porque su apoyo incondicional, su constante estímulo y su grata compañía han hecho de estos decenios como artesano del lenguaje y desvelador sigiloso de asombros y sortilegios, ahí donde habitan y palpitan las emociones y las ideas, un camino lleno de hermosas aventuras y de experiencias, una travesía similar a la que sugiere el poeta griego Constantino Cavafis (1863-1933) en su poema Ítaca. Mi Ítaca, la que he tenido siempre en mi mente y en mi corazón, es mi lengua, y con ella, desde ella, por ella y para ella, la poesía y el pensamiento. 

Ocupar el sillón N de esta Academia Dominicana de la Lengua tiene para mí un significado inmenso, profundo, es más, invaluable. Porque fue este el sillón que ocupó Marcio Veloz Maggiolo (1936-2021), extraordinario hombre de letras y de ciencias; el poeta, primero, que luego devino narrador de manera irreversible, pero también arqueólogo, antropólogo, historiador, periodista cultural, académico, maestro y diplomático, cuya obra alcanzó en nuestro suelo los más encumbrados lauros, incluyendo el Premio Nacional de Literatura 1996, así como una merecida proyección internacional, tanto en el ámbito de la cultura hispana, como mediante la conquista de otras lenguas occidentales a las que fue traducida y dada a la estampa una parte de su prolífica obra. 

En Veloz Maggiolo nuestra literatura ha tenido uno de sus más altos vuelos en todos los tiempos y uno de sus autores más fecundos. Su memoria, su imaginario, su saber enciclopédico y su exquisito dominio de la palabra hicieron del barrio capitalino de Villa Francisca un espacio universal. En un trabajo de reciente publicación, uno de sus estudiosos más acuciosos, el escritor, diplomático y académico Guillermo Piña-Contreras, al profundizar en la lectura de la obra La memoria fermentada, ensayos bioliterarios (2000), sustenta que hay en ella toda una teoría de la literatura y del arte, cuya exposición, más allá de lo explicado por Veloz Maggiolo en el prólogo, descansa en la mezcla estética, al hilo del relato, de recuerdos reales y memorias inventadas, en los que además ocupan un lugar importante las lecturas de múltiples imaginarios y saberes, y el conocimiento de otras culturas. Por medio de la memoria que fermenta, la memoria inventada, el creador, a partir del lenguaje, es capaz de borrar su propia memoria vital. La memoria es, pues, un elemento fértil en buena parte de la obra de este inmenso escritor.

Entre los rasgos de su particular bonhomía estuvo la celebración y cultivo de la amistad. Su último gesto de consideración para conmigo tuvo lugar en febrero de 2021, cuando de su puño y letra me dedicó un ejemplar de su novela Palimpsesto (Búho, Santo Domingo, 2020), en la que resaltaba su admiración hacia mí y su apreciación de mi poesía. El propio autor, apelando a sus conocimientos arqueológicos e historiográficos, define la palabra que da nombre a la novela: “Un palimpsesto es algo escrito, dibujado, grabado o impreso sobre un texto o un estampado existente y a veces descifrable, una imprimatura hecha encima de una superficie anteriormente usada. Por estas razones, un palimpsesto puede tener una lectura múltiple. Los palimpsestos pueden proporcionar una información, una historia, o una visión paralela, simultánea, y a veces fundamental, de modos de vida pertenecientes a sociedades anteriores o de personajes cuya biografía murió de inanición” (Veloz Maggiolo, 2020:15).

En el prólogo a esa, la última obra de Veloz Maggiolo publicada en vida, el escritor y catedrático italiano Danilo Manera subraya que la novela va aun más allá de lo que ese concepto abarca. “Es –nos dice– la aventura del creador ante el poder y los límites de la palabra: es la vicisitud febril de cualquier lector ante los libros que le acompañaron durante toda la vida y amenazan con diluirse en un charco donde predomina el olvido, es la vejez olvidándose ella misma. Los libros ya biológicos que una vez penetraron en su cuerpo y su alma” (2020:13). Se trata de una reflexión personificada sobre la escritura a través de la escritura misma y de saberes que van desde el esoterismo o las ciencias naturales, a la filosofía, la mitología y la poesía.

Este incomparable ser humano, este singular artífice de la palabra y del pensamiento, perdió la batalla contra el coronavirus el 10 de abril del año pasado. Su vasto y relevante legado, además de quedar vivo en nuestras letras, en las ciencias humanas y en nuestros corazones, seguirá siendo difundido por la Fundación Marcio Veloz Maggiolo para la Ciencia y la Cultura, a cargo de sus herederos. Podré humildemente ocupar el sillón de este gigante de las letras y el pensamiento en el seno de esta Academia Dominicana de la Lengua y por mandato de ella. Pero jamás podría yo aspirar a alcanzar la altura de su vuelo.

La escritura es un acto de dolor. Escribir duele porque exige pensar, retar al lenguaje, procurar en la lengua lo sublime de la lógica y, además, recordar. Escribir duele porque nos vacía, de un tirón, lo pensado y lo sentido. Escribir nos conduce por la angustiante senda de imprimirle un sentido al horizonte de la nada. Ezra Pound se quejaba de que el oficio de escribir era maldito, porque hacía que cada vez tuviese el escritor que exprimirse el cerebro. También para Clarice Lispector (2021:156) escribir es una maldición. Pero, al mismo tiempo, una salvación. La escritura es maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso, porque es una condena, una impenitente penitencia. “Escribir es procurar entender, es procurar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último fin el sentimiento que permanecería solo vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no ha sido bendecida” anotó en su crónica la escritora brasileña más influyente del siglo XX. Por si fuera poco, la escritura es también un misterio. No es posible conocer en profundidad la certeza inmaterial de su implacable mecanismo, su engranaje a veces mórbido y otras veces letal. Porque la escritura no es mero proceso de factura, de plasmación material de la precisión morfológica, la belleza del sonido y los misteriosos pasajes de una lengua. Es, más bien, la magia de un nacimiento, la manifestación de un acontecimiento del lenguaje, el concreto de pensamiento y sentimiento de una lengua, un individuo, una cultura, una sociedad y una historia. 

La metafísica ha tejido, a través de su propia historia, una urdimbre intrincada, a veces abstrusa, demasiado cargada de conceptos y caminos metódicos muchas veces sinuosos. Aun así, la metafísica posible es la realidad cotidiana, la vida y la acción de la humanidad explicada y profundizada a partir de su estar en el mundo. El poeta portugués Fernando Pessoa (1888-1935), a través de su heterónimo Alberto Caeiro llega a afirmar que hay bastante metafísica en simplemente no pensar en nada. Byung-Chul Han sostiene hoy día que la historia de la metafísica es la historia de una escucha falsa o deficiente (2021:11). La pregunta ontológica por excelencia aquí sería la que se plantea la cuestión fundamental y única de la exclusiva capacidad humana para hacer de la articulación entre pensamiento y lenguaje la vía más expedita para formular las preguntas acerca de la sustancia matriz del ser, de la vaciedad del no ser, del mundo y del trasmundo. Mal haría yo si viniese ante ustedes con la intención de hablarles acerca de esencias, que no fuesen las propias de la sinestesia en la línea de un verso, o de sustancias; a no ser aquellas que hacen del lenguaje la materia prima y la céntrica problemática de la creación literaria. Sin embargo, para hablar en torno a la relación dialógica, es decir, a veces opuesta y otras veces unida, entre poesía y pensamiento, sí tendremos que apelar a argumentos de carácter filosófico, asumiendo, en términos aristotélicos y de corte, precisamente metafísicos, que la filosofía “constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma” (Metafísica, cit. por Gómez Pin, 2019:20). Se acercan y entrecruzan filosofía y poesía. Y es que somos, en definitiva, “animales de palabra y de razón” (Gómez Pin, 2020:10). O lo que es igual decir, seres de pensamiento, sentimiento y lenguaje, porque son los actos de pensamiento, el pathos de la distancia entre un sujeto y su alter ego, el otro, y el poder simbólico del lenguaje los que en definitiva nos hacen ser lo que somos.

De acuerdo con el poema de Parménides, en el contexto presocrático de la filosofía jónica naturalista, a la altura del fragmento número 5, “una misma cosa es la que puede ser pensada y puede ser”. Y en el fragmento 6 afirma: “Necesario es que aquello que es posible decir y pensar, sea. Porque puede ser, mientras que lo que nada es, no lo puede” (Gaos, 2000). Nótese aquí, que solo aquello que puede ser pensado es; pero es, en definitiva, por cuanto puede ser dicho. De manera que no solo hay identidad entre pensar y ser, sino, además, entre pensar, decir y ser. Tan temprano como en el pensamiento mito-poético, la trabazón entre pensamiento y lenguaje, en forma de poema, para explicar la problemática de la existencia, de las palabras y del pensamiento mismo, ya había alcanzado un estatuto relevante. Yeguas son las que tiran del carruaje que conduce a Parménides, en su poema, por el camino de la deidad, por el que solo transita el hombre iniciado en el saber. Pero, lo más importante es que hacia donde ese camino conduce es hacia la meta de su corazón. Es llamativo cómo se rozan pensamiento y sentimiento. Parménides es un poeta que piensa, un filósofo poeta. En este tenor, se asume que existe unidad entre pensamiento y poesía en el pensar mito-poético o naturalista presocrático. Este ángulo de miras variará conforme esa civilización antigua vaya dando lo que se conoce como el tránsito de physis a polis, es decir, el tránsito del mito al logos, del imaginario de la oralidad a la racionalidad escrita, de la naturaleza y la cosmogonía al Estado y el orden social.

La separación o querella acerca de la polémica relación entre filosofía y poesía data de la más remota antigüedad. Heráclito y Jenófanes, desde su propia escritura poética, lanzan críticas a importantes poetas como Homero y Hesíodo. Ya sonsacado Platón por seducción de Sócrates, para que abandonara la poesía y se colocase del lado de la filosofía, en la República pone en voz de su maestro la siguiente afirmación: “la poesía y la filosofía están en conflicto desde antiguo” (Aguirre, 2013:15).  De hecho, Sócrates tilda a la poesía de “perra arisca que ladra a su dueño”. Aristóteles, que valoró la importancia de la poesía en su relación con la filosofía, es quien, no obstante, construye un muro separador de un tipo de saber y otro, cuando especifica la Metafísica para el lenguaje de la filosofía y la Poética para el de las artes de la palabra escrita.

La característica mimética de su lenguaje y su completa dependencia del entusiasmo o inspiración divina son la base para la desventaja del lenguaje poético frente al filosófico, de acuerdo con Platón. Por cuanto es un imitador, el poeta no tiene acceso a la verdad y esto lo aleja de la filosofía. Sin embargo, y porque la polémica se centraba en la problemática de la educación, el propio Platón no descarta el valor de la poesía como vehículo para la transmisión de conocimientos y de la propia tradición filosófica. En lo que no ceja el autor del Banquete y del Ion es en el requerimiento de que la poesía esté sometida a la filosofía. Aunque, paradójicamente, en el Fedro este filósofo sostiene que la condición de verdadero poeta corresponde al filósofo (Aguirre, 2013:43). Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1871-1872), vendrá a zanjar la cuestión al sustentar que son los mismos diálogos platónicos los que salvaron del naufragio a la vieja poesía, aunque significaron el origen del prototipo de la novela como nueva forma de arte, en tanto que fábula esópica amplificada hasta el infinito. Allí, la poesía mantendrá con la filosofía una relación jerárquica equivalente a la que mantuvo la filosofía con la teología, es decir, de esclava (cit. por Aguirre, 2013:46). 

En la medida que es inspiración divina y los artífices de la poesía son seres faltos de instrucción, inspirados y poseídos, por demás, ajenos a la razón y vacíos de espíritu propio, los poetas son, en definitiva, para Giordano Bruno, simples recipientes del espíritu divino. En tanto que los filósofos, dado que les impulsa un estímulo interior y un fervor espontáneo en favor de la justicia, la verdad y la gloria, tienen facultad cognitiva, lo que les permite elevar su visión “por encima de la media ordinaria” (De los heroicos furores, cit. por Aguirre, 2013:113). Se rastrea en Bruno la viciada influencia platónica según la cual el rapsoda es un delirante, poseso de fuerzas ajenas a él, especialmente de origen divino, y persona sospechosa de tener a buen recaudo su sano juicio por depender de la inspiración provocada por las musas.

Para Hermann Diels, quien lleva la presea de ser el primer editor de Heráclito en el siglo XX, el pensador presocrático era, al mismo tiempo que filósofo, un poeta. Además, cabe subrayar, siguiendo la especificidad referencial, evidentemente explícita en algunos poemas importantes de ambos autores, que Heráclito fue un talismán inspirador de escritores como Unamuno y Borges, en los que la relación tiempo-espacio-lucha de contrarios-autorreferencialidad identitaria y movimiento fluvial conjuga su pensamiento y su poesía con el lenguaje metafórico y las intuiciones mito-poéticas del oscuro pensador de Éfeso. George Steiner (2012:35) sostiene, por otra parte, que es de un “magma metafórico” desde donde hace erupción la filosofía presocrática. El camino de la filosofía empezó en la poesía y no ha estado nunca lejos de ella.

El hallazgo principal de la poesía moderna en la filosofía antigua y la cultura clásica radica en la reinvención del mito, pero sin desmedro de la preeminencia del logos como sello de modernidad. El pensamiento mito-poético originario se renueva. Un poeta como T.S. Eliot, especialmente en el proceso creativo de Cuatro Cuartetos (1935-1942), hará una relectura del pensamiento presocrático. Recordemos que Eliot estudió filosofía en Harvard, además de literatura, y muy particularmente, profundizó en los fragmentos heracliteanos. Aunque hay que reconocer que, contrario a la armonía que encontró Parménides entre poesía y filosofía, dado que su escritura es versificada, Heráclito, más bien, escribe en prosa y sobrepone la función del logos en la escritura, pasando la cnemotecnia, o memorización, a un plano secundario. La memoria es suplantada por el raciocinio que propicia la palabra escrita, el logos.

Para la filósofa española, discípula de Ortega y Gasset, María Zambrano (1904-1991) el pensamiento y la poesía, doble necesidad irrenunciable del humano, se han enfrentado a lo largo de toda nuestra cultura. Tiene lugar, pues, un enfrentamiento, una colisión, un choque, que, desde mi óptica, no deja de ser una forma de diálogo. Aunque reconoce que filosofía y poesía son dos formas de la palabra, al inicio de su ensayo de 1939, Zambrano parecería, aunque de fondo no es así, tomar partido por la “condenación” platónica de la poesía. Así, la poesía es providencia de lo divino, mientras que la filosofía construye su propio camino como búsqueda del espíritu. De esta manera se fundamenta la dualidad de los caminos de la cultura y la historia humanas de Occidente. Por un lado, el camino de la filosofía y por el otro, el camino del poeta. La sumisión de la poesía al “camino más claro” de la filosofía tiene como eje el logocentrismo socrático, que da al traste con el pensar mito-poético o naturalista, dando pie a lo que conocemos como el tránsito de physis a polis, de la naturaleza explicada como mito a la organización lógica y racional concebida por el orden del logos.

En Zambrano, el de la poesía es un saber humilde, que se conforma con lo hallado en sí misma. El de la filosofía, en cambio, es un saber violento, que busca, procura, irrumpe, transmuta. La poesía “no nació en la polémica, y su generosa presencia jamás se afirmó polémicamente. No surgió frente a nada” (1998:25). Ahora bien, es Platón, sobre todo en la República, quien condena a la poesía por ir, supuestamente, contra la justicia en la medida que va contra la verdad, y la justicia, téngase muy claro, “no es sino el correlato del ser, en la vida humana” (1998:29). Y es que para Platón la poesía es la mentira por excelencia; mentira porque el lenguaje poético representa la no sujeción a los límites y posibilidades del ser, a los que sí se pliega la razón. La razón es, entonces, correlato del ser, pasando la poesía a ser correlato del no ser. La poesía escapa a la fuerza del ser. De ahí que Bataille procure que la poesía supere verbalmente al mundo y que sea allí donde instale su dominio. La poesía elude, burla, engaña al ser. Dice Zambrano (1998:30): “Solo ella finge, da lo que no hay, finge lo que no es; transforma y destruye. Porque, ¿cómo va a ser posible que el engaño exista en la razón, si la razón no hace sino ajustarse al ser? ¿Cómo va a desviarse la razón de la realidad, si la realidad es ser y el ser es de naturaleza análoga a la de la razón?”  Esto así, porque desde su ángulo de miras, que es eminentemente platónico en este momento, la poesía es ajena a la razón, es la palabra irracional que escinde al logos, es el sentido de la embriaguez, es la consumación del delirio. 

El filósofo, en cuanto que es leal a la unidad del ser, rechaza las apariencias que idolatra el poeta y se hace responsable de las decisiones humanas. Esa es la base de la ética del filósofo. El poeta, en cambio, no ha querido tomar una decisión trascendental, a no ser la de abandonar la propia condición de ser poeta. Esto hace del poeta un ser inmoral y, desde la poesía, ahuyenta la ética. Así se teje la urdimbre platónica para condenar al ostracismo a la poesía y a los poetas. Sin embargo, en la modernidad el poeta se reviste de una ética, una que le atañe por oficio y por labor esencial. Es la ética de la forma de la que nos habla Paul Valéry.

En los tiempos antiguos la poesía representaba la inmediatez instintiva; era la negación de la esperanza, de la que la filosofía era portadora. No obstante, en la modernidad, los roles han cambiado. Ahora es la filosofía la que carga con la desolación de la tragedia, mientras que la poesía se hace dueña del consuelo. De la importancia, aun para la ciencia, de la sabiduría poética, porque así la llama, nos habla también Vico en su Ciencia nueva (1725), asociándola a una metafísica sentida e imaginada, no abstracta y racional como la de hoy, propia de una civilización arcaica en la que lo sensorial y las fantasías tenían un enorme peso cultural. Aunque pareciera, en algunos momentos de la historia, trillar otro camino distinto al de la poesía, lo cierto es que cuando más la filosofía se encumbra en la búsqueda del ser y de las sinuosidades del pensamiento y del espíritu, más próximo se encuentra de fundamentar una poética.

Desde la óptica de Montaigne (2007:799) la filosofía nos es más que una poesía sofisticada. Los filósofos antiguos sacaron de los poetas la autoridad de sus saberes. Los primeros filósofos fueron poetas ellos mismos. Y remata la idea expresando: “Platón no es más que un poeta deshilvanado”. 

Respecto de la palabra como materia de la poesía y del pensamiento, la perspectiva platónica aduce que el poeta es esclavo de esta, se consagra y consume en la palabra misma. El filósofo, por su parte, se propone poseer la palabra, quiere adueñarse de ella. Dado que el único hacer del poeta es el “hacerse en él” mediante su consagración a la palabra, se asume que este no toma decisión y se vuelve irresponsable. Pero, en realidad, el consagrarse a la palabra implica de por sí una grave responsabilidad. Esa es la base de la ética del poeta, que carece del sosiego propio de la ética del filósofo y se alza sobre la conciencia del sufrimiento, de lo trágico, del martirio. De ahí que Zambrano reivindique la conciencia del poeta moderno en la figura de Baudelaire.

A la altura del siglo XVIII, Alejandro Teófilo Baumgarten, quien fuera alumno del filósofo Wolff y éste, a su vez, discípulo directo de Leibniz, impulsa, con fundamentos filosóficos y estéticos, en su obra Reflexiones filosóficas acerca de la poesía (1735), la denominada “filosofía poética”, definida como ciencia capaz de dirigir el discurso sensible, es decir, el lenguaje estético, a su perfección. Proclama la unidad, la estrecha unión, entre la filosofía y el arte de componer un poema que en la tradición filosófica se habían tenido por antitéticos. Instaura, además, este filósofo de corte racionalista, desde su propia acepción de “discurso” y de “poética”, las nociones de “conocimiento poético” y “método del poema”. Lega al campo del discurso sensible o la poética lo que entiende por representaciones sensibles, que apuntan, esencialmente, hacia la claridad. De modo que, “arte poética” se llama a la disposición de componer el poema, mientras que “filosofía poética” es la “ciencia poética”. 

Con Baumgarten se pone de relieve, nuevamente, el equívoco de quienes han adoptado una postura segregacionista en la relación entre pensamiento y poema, entre filosofía y poesía. Abre el camino que, siglos después, abordarán los formalistas rusos, para centrar la cuestión de la poética en la forma de pensamiento que se detiene en la estructura del poema, además de dar una clara señal acerca de la potencialidad cognitiva o gnoseológica del lenguaje poético. Esto así, a pesar de que para él las “cosas conocidas o inteligibles” lo son solo por una facultad superior como objeto de la “lógica”, mientras que las “cosas percibidas” o “cosas sensibles” son cognoscibles mediante una facultad inferior como objeto de la “Estética”. Se concluye, de todas formas y más allá de los límites retóricos aristotélicos en su pensar presentes, que un poema está en facultad de generar un tipo de conocimiento, aunque sea considerado sensible o inferior, respecto de la lógica racionalista.

La condenación de la poesía por parte de platón va a tener en su propio discurso un punto de inflexión. Serán la ascética en la Antigüedad y la mística y la religión en la era moderna las que tejerán un mismo y único manto con las madejas de la filosofía y la poesía. Aquella dicotomía ahora se vuelve unidad. Y el arte renacentista constituirá la mejor expresión de esa unidad entre el pensamiento y la poesía por medio de la representación del universo religioso cristiano en la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura y la música. Entonces, el arte se transforma en revelación de la verdad, en manifestación de lo absoluto, y el poema es ahora hallazgo de lo verdadero del ser y no embriaguez, delirio o sinrazón. 

Un momento importante de la relación dialógica entre poesía y pensamiento, y de la vuelta a su unidad integradora, lo constituye la lectura que, desde el fundamento de su propia ontología, lleva a cabo Martin Heidegger del poeta Friedrich Hölderlin (1770-1843), como también de poetas como Rainer María Rilke y Georg Trakl. El volumen Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin (1983), contentivo de conferencias dictadas por el filósofo entre 1936 y 1968, representa la aproximación heideggeriana a la escritura poética de Hölderlin, a partir de la noción de experimentación poética de la dimensión filosófica del poema. Heidegger se refiere a un “pensar poético” que se halla en los poemas mismos del creador de los Himnos (1793), las Elegías (1793) e Hiperión (1797-1799). Se trata, pues, de un diálogo entre poetizar y pensar, que remarca una singularidad histórica que probablemente la historia misma de la literatura nunca podrá demostrar, aunque sí podrían hacerlo las implicaciones filosóficas, lingüísticas y culturales de ese mismo “diálogo pensante”. 

Su llamado consiste en que, si prestamos oídos a la poesía de Hölderlin, entonces, esta se constituye, para nosotros, en un destino. A la meditación y al pensamiento “les incumbe una cosa: pensar por adelantado el poetizar para después poder retraerse ante él” (2009:221). En las palabras preliminares a una de las lecturas de los poemas, Heidegger insiste en la sentencia: “La poesía de Hölderlin es para nosotros un destino. Está esperando que los mortales le correspondan” (2009:219). Porque la palabra del poeta representa lo sagrado. Es ahí donde tiene sentido la proximidad, esa a la que, en principio, y por nuestro actuar en el mundo, no llegaremos. “Pues no existe calcular o hacer humano que pueda por sí mismo y por sí solo producir un giro del actual estado del mundo; y no podrá, para empezar, porque el hacer humano ya está a su vez completamente marcado por ese estado del mundo, porque ya ha caído en sus redes” (219-220). No hay, pues, forma ni vía de que el hombre llegue a ser dueño y señor del mundo y su destino. Solo convirtiéndonos en sujetos pensantes podemos hacer “perceptible” (1983:50) la palabra de los que poetizan. 

En la búsqueda de la esencia de la poesía, el filósofo toma como lema la paráfrasis suya a un fragmento del poeta y escribe: “Para eso se le ha dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que atestigüe lo que es” (55). Porque el lenguaje, que es al mismo tiempo, la morada del ser, si bien es “la más inocente de todas las ocupaciones” es, también, “el más peligroso de los bienes” (57). 

Cuando Martin Heidegger procura la necesidad de dotar al pensamiento de un “prestar-oídos” y un “a-vistar” (La proposición del fundamento, cit. por Han, 2021:109), de manera que el pensar mismo consiga mirar oyendo y oír mirando, lo que sustenta al mismo tiempo es la vinculación íntima entre pensamiento y sentimiento, que desde nuestra perspectiva equivaldría a una homologación entre concepto e imagen, entre lenguaje filosófico y lenguaje poético. Así entra en juego, en un espectro antropológico-filosófico cuyo filosofar tiene como centro el lenguaje, la dialéctica entre pensamiento y sentimiento propia, por ejemplo, de Miguel de Unamuno, para quien el hombre, más allá de ser un “animal racional,” es, distintivamente, un “animal afectivo o sentimental” (2014:224).

Pensar el lenguaje no es asunto nuevo, aunque se tiene claro que con Baudelaire el trabajo metalingüístico vinculado a la poética se torna, como hemos dicho, una cuestión de la modernidad. Pensar el lenguaje, ese que se vive en el habla, que se siente y que se piensa en ella como atributo esencialmente humano, y hacerlo desde la concreción del poema como manifestación expresiva, evocativa y estética del individuo, como un hecho de lengua y cultura sujeto a un tiempo histórico y un posible devenir, esto sí que hay que reconocer que lo hace Heidegger con inédita peculiaridad. Desde este ángulo de enfoque, la modernidad se empeñará en asumir la poesía, y particularmente, la concreción del poema, como significación del ser y como hecho, vestigio o huella dirían Ockham y Leibniz, y fundamento del lenguaje mismo. La modernidad, para pensar sobre el lenguaje poético, hace del poema la cosa en sí vista desde la fenomenología de Husserl.

“La poesía –escribe Heidegger– crea sus obras en el dominio del lenguaje y a partir de su ‘materia’” (1983:56). El lenguaje es en el ser humano una manifestación de su propia existencia. Y añade: “para que sea posible la historia, es para lo que se le ha dado el lenguaje al hombre” (58). De manera que es la concesión del lenguaje, el asumirlo como su propiedad, y la conversión de este en poema manifiesto lo que “hace patente al ser como tal y custodiarlo. Por ello, en el ser de lo humano “puede llegar a ser palabra tanto lo más puro y lo más escondido, como lo enredado y común”. Porque lo que hace esencial al lenguaje es su sentido de bien común. “El lenguaje no es solo una herramienta –acota Heidegger– que el hombre posee también entre otras muchas, sino que el lenguaje es lo que obtiene la posibilidad de estar en medio de lo abierto del ser. Solo donde hay lenguaje hay mundo” (Ibíd.). El ser del hombre tiene su fundamento en el lenguaje. 

Y, lo común propio del lenguaje mismo, su esencia solo tiene lugar, a su vez, en la conversación, porque, a partir de la interpretación de los versos de Hölderlin, “solo como conversación es esencial el lenguaje” y nosotros “somos una sola conversación” (59); somos “la voz del pueblo” (65). La poesía pasa de este modo a reconocerse como “fundación lingüística del ser” (62). No hay otra esencia de la poesía que no sea el lenguaje. “Por eso la poesía nunca toma el lenguaje como una materia preexistente, sino que la poesía misma es la que posibilita el lenguaje” (63). Tiene la poesía el carácter de constituirse en un lenguaje fundacional, cuya esencia no es ahistórica, sino que forma parte de un tiempo determinado. Esta poesía es histórica, por cuanto anticipa un tiempo histórico. Y “como esencia histórica, es la única esencia esencial” (67). Por esta razón tiene respuesta, aunque no explícita, la famosa pregunta del verso del Hölderlin “¿para qué ser poetas en tiempo menesteroso?” Porque es en el poetizar como pensar donde acontece “la fundación del permanecer” y poetizar “es recordar”, y recordar “es fundación” (161); de lo que deriva que, si bien el mar y la existencia nos quitan, nos arrebatan, con el viento que sopla en los versos de Hölderlin, lo cierto es que “lo que permanece / lo fundan los poetas”.

El poema, como hecho de lengua y cultura, es ese espacio donde la poesía se manifiesta y el ser del poeta se abre como escritura, como voz, como habla. El poeta queda depositado en el poema. Entendida de esta forma, como un pensar poético, la poesía no será ni solo palabra ni solo pensamiento. No será únicamente lenguaje. Será, también, “creación y conocimiento, descubrimiento e identificación; un saber y por tanto un ser ahí de la verdad, de la verdad del ser o del ser como verdad. La poesía es un ‘pensar poético’, es un ‘lenguaje dentro del lenguaje’. Poesía es ‘llevar el habla con el habla al habla’, lenguaje en estado puro, palabra original, originaria”. Así resume Óscar González César (2009:75), algunos conceptos clave en la cuestión heideggeriana del poetizar como pensar.

Ser humano equivale a animal de palabra. Una palabra, que más que nombrar, hace que la cosa, la realidad, el mundo se presenten en ella misma. Cuando la voz poética llama, provoca que lo llamado acontezca en el mundo. En este aserto radica la relación de pertenencia entre palabra y cosa, habida cuenta del carácter arbitrario del signo y de la convencionalidad de lo simbólico. Además, ahí es donde habita la esencialidad poética del lenguaje originario.

Para Heidegger, el pensamiento es poesía originaria que antecede, que precede al decir poético. Asimismo, una poesía que piensa establece y dimensiona la topología del ser del ente. Ahora bien, es en el silencio primigenio, ese que origina el pensar fundacional, donde pensamiento y poesía establecen su identidad, su evocación sintética, su unidad. 

En sus múltiples respuestas a lo que significa el acto de pensar Heidegger insinúa una diferencia entre “la palabra poética” y “el decir del pensar”, aduciendo que este último “no recurre a imágenes”. Ahonda la reflexión al afirmar que, tratándose del decir del pensar, donde pareciera haber una imagen como recurso para ilustrar un sentido, lo que en realidad hallamos allí es el “ancla de emergencia de una ausencia de imágenes que se ha intentado pero no se ha logrado” (cit. por Han, 2021:93). Sin embargo, la riqueza metafórica y la enorme carga de recursos retóricos y preceptivos o literariamente evocativos de que está dotada la escritura filosófica del autor de Ser y tiempo (1927) evidencia la búsqueda de una armonía entre esos lenguajes, antes que una dicotomía o una disyunción. Porque, en definitiva, el pensar armoniza con el poetizar. 

Su definición filosófica de la palabra descansa sobre la metáfora de un pozo, ese del que el agua surte, muchas veces, sin que siquiera nos demos cuenta. No es una gratuidad la proposición del propio filósofo según la cual toda obra proveniente de la mano –sea un dibujo, una pintura, una composición musical o un poema–, se basará siempre en el acto de pensar. ¿Acaso no se da aquí el milagro de una equivalencia entre la génesis del arte y la del pensamiento? Hay en la relación entre poesía y pensamiento más armonía, más articulación que distancia o divergencia. Porque es en la obra de arte, es en el poema como concreto de pensamiento, como construcción lingüística, donde tiene lugar el acontecer objetivo de la verdad. Aunque, de acuerdo con el argumento de Sergio Givone (1999:121), poesía y filosofía, opuestas en la medida de la verdad y la mentira, más allá del antagonismo que habría de separarlas, se encuentran vinculadas por una profunda y originaria solidaridad, por una intensa relación dialógica. Queda, pues, una inocultable sospecha en la suposición de que filosofía y poesía constituyan dos aproximaciones divergentes al fenómeno de la verdad.

En la lectura de Beltrán, Ortiz-Osés, Rodríguez y Romo Feites (2015), a Heidegger se debe, entre otros aportes, la idea del diálogo entre poesía y filosofía, dado que su búsqueda estriba en el hallazgo, la revelación, el desvelamiento de una palabra, un decir que piense al margen del sistema categorial de la metafísica. Es que, para el autor de Caminos del bosque (1950), el pensar y el poetizar son dos vertientes de una misma actividad humana, con lo que pone a la par la palabra del poeta y el pensamiento. 

En ocasiones me he apoyado, para intentar dar a la comprensión el fenómeno poético y su hondo valor estético y gnoseológico, en la definición que de la poesía dio alguna vez J.L. Borges, quien apela a la idea de que la poesía es aquello que permite ver con asombro donde los demás ven con costumbre. El poetizar es, pues, un mirar asombroso, desde cuya naturaleza lingüística tiene lugar la generación del asombro mismo, en tanto que pensamiento. Un asombro que deslumbra, porque piensa. Conocemos acerca de la prístina relación entre filosofía, conocimiento y asombro que Platón y Aristóteles legaron a la tradición filosófica occidental. En los diálogos platónicos el Banquete y Fedro, como en la Metafísica de Aristóteles, queda manifiesta la postura de acuerdo con la cual es en el asombro donde tiene su origen la filosofía. Asombro y contemplación van de la mano por las sendas del pensar y del poetizar. En sus meditaciones acerca de la poética contenidas en El arco y la lira (1956) el poeta y ensayista Octavio Paz establece, con meridiana claridad, que la poesía es conocimiento, por cuanto el acto de crear, la poiesis, implica un conocer y reconocerse.

La poesía se nos revela como otra forma de pensamiento, que en los tiempos de la filosofía natural fue base para la génesis del pensamiento y la cosmogonía, al punto de que originar y nombrar mito-poéticamente eran una misma cosa. No sustentaría una separación tajante entre filosofía y poesía, hasta llegar a presentarlos como opuestos o antípodas, a las maneras de Leopardi o de Paul Celan. He sido temprano partidario de una relación dialógica, lo cual vemos en María Zambrano (1998) como referente, y en autores dominicanos más recientes como Bruno Rosario Candelier, en volúmenes como Metafísica de la conciencia (2016), El lenguaje de la creación (2019) y La sabiduría sagrada (2020), entre otros. Además, Basilio Belliard y su texto El ojo de Ion. Poesía versus filosofía (2021). También reflexiona sobre esta materia Mateo Morrison en su ensayo titulado Poesía, filosofía y ciencia a través de varios textos fundamentales (2019). La poesía es filosofía, por cuanto en su concreción como poema, resulta un hecho de lenguaje y, consecuentemente, también de pensamiento. Se trata pues, de otro modo de pensar, que lejos de separar el sentir, más bien lo atrae hacia sí. El de la poesía es un pensamiento que, más allá de la agudeza racional, estremece al ser humano en su agónica búsqueda de sí mismo, su esperanza y su libertad.


La diferencia mayor, solo analítica, entre filosofía y poesía estribaría, en todo caso, en que la primera, a partir de los apogeos del logocentrismo en la Antigüedad y el racionalismo en la modernidad, emprendió el derrotero de la búsqueda de la certeza, de la verdad absoluta, mientras que la segunda se mantuvo fiel al asombro, a la relatividad del conocimiento de las emociones y el imaginario, al desasosiego y la angustia que toman cuerpo en el trabajo con el lenguaje, desde el lenguaje y por el lenguaje. La filosofía se asienta en la afanosa búsqueda del concepto como principio del ser y del pensar, y la poesía toma posesión del amplio horizonte de la imagen, su multivocidad y su riqueza de sentidos.


Sin embargo, será el propio Heidegger quien, por ser su filosofía ontológica una de particular corte lingüístico y filológico, tenderá nuevamente un puente para la armonía dialógica entre pensar y poetizar. Lo hará al convertir el corazón, como fundamento de la vivencia y por tanto de la sentimentalidad, en el lugar que ocupa, en la morada misma del pensar. Vivencia se aproxima a recuerdo. El término corazón viene del latín cor, cordis, que está íntimamente asociado a recordar, y este verbo también proviene del vocablo latino recordaris, a su vez compuesto de re (de nuevo) y cordis (corazón), de acuerdo con el Diccionario de la lengua española (2001). El corazón pensante mitiga la radicalidad del poder de la razón y del logocentrismo, abriendo espacio a la poiesis, a la creación amorosa, a la vivencia poética acorde a los surcos de la estética vitalista de Dilthey. Este corazón pensante, que abandona la “univocidad rectilínea” del decir racionalista va a colindar con la “ambigüedad” (Han, 2021:207), la multivocidad propia del decir poético. La esencia de la humanidad está templada y determinada, según el propio Heidegger en su Parménides (1942-1943), por la esencia de la palabra, la que a su vez remite a la humanidad misma por los caminos de su propia historia. Pensar es atender a lo esencial, y en esa atención es donde reside el saber esencial. La unidad entre pensamiento y poesía en Parménides viene dada porque, de acuerdo con Heidegger, este escribe un poema didáctico; es decir, un poema, porque son versos los que sustentan la escritura, que fundamenta una abstracción, un pensamiento, un saber esencial. 

Pero, ese corazón como lugar del pensar no sería posible sin la experiencia según la cual, partiendo de Pedro Salinas (1992) el ser humano solo se posee a sí mismo en la medida en que posee su lengua. “No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje”, dice el poeta español. El ser humano es inseparable de su lenguaje y más que materia, la palabra es espíritu. De igual forma, y por mor del lenguaje mismo, el ser humano es el único capaz de pensar y de expresar lo que piensa y lo que siente. Asimismo, es el ser humano el artífice del ideal de la belleza, del principio de lo sublime. De aquí que sea el poema el espacio donde adviene la íntima relación, la armonía y articulación entre pensamiento y poesía. Porque la poesía hace del lenguaje la posibilidad de que el poeta, incluso, el lector del poema, pueda al mismo tiempo expresarse y escuchar de una vez lo que siente y lo que piensa.

El período del Romanticismo va a reforzar la relación de íntima unidad entre poesía y filosofía, causando la bancarrota de la condenación platónica de la poesía. Es así como Víctor Hugo, sucedido por Baudelaire; y la tríada de Novalis, Hölderlin y Schelling, sucedidos por Kierkegaard, son al mismo tiempo poetas y filósofos. En vez de delirio divino o de musas demonizadas, la poesía pasa a ser conciencia crítica del tiempo moderno. Poesía y filosofía se abrazan a través de la conciencia que unifica y a la vez particulariza o especifica ambos saberes. Del mismo modo en que para Kant la filosofía es un trabajo, para Baudelaire la inspiración poética es también un trabajo: el trabajo de la conciencia del oficio en ambos casos. 

El ensayo de P. B. Shelley (1752-1822) titulado Defensa de la poesía (1821) es quizás uno de los trabajos que mejor define la concepción romántica del hecho poético. Si bien puede prescindirse del peso que sobre la creación poética este autor y el espíritu del Romanticismo atribuyen a lo divino y a la inspiración como elementos que preceden y guían el trabajo del poeta con el lenguaje, los sentimientos y el pensamiento, no es menos cierto que su visión de la poesía contribuye a la comprensión de su especificidad. Establece dos tipos de actividad mental. Una, la razón; otra, la imaginación. Define la primera, la razón, como “el espíritu que contempla las relaciones que existen entre un pensamiento y otro”, que se resuelve en el “principio de síntesis”. Mientras que la segunda, la imaginación, conduce “el espíritu que obra sobre los pensamientos para colorearlos con su propia luz”, pero que puede, a su vez, tomar los otros pensamientos en su integridad, resolviéndose de tal jaez, en el “principio de análisis”, que refiere, además, las relaciones del ser humano con la sociedad, sus pasiones y placeres (1978:15). Y añade: “Razón es la enumeración de cantidades ya conocidas; imaginación es la percepción del valor de aquellas cantidades, tanto separadamente como en conjunto. La razón concierne a las diferencias y la imaginación a las semejanzas de las cosas” (16). En consecuencia, podría definirse la poesía como “la expresión de la imaginación”, siendo esta “congénita” con el espíritu del hombre. El lenguaje metafórico del decir poético será responsable del establecimiento de las relaciones inéditas de las cosas y las percepciones sobre estas. Y es que el lenguaje resulta de una arbitrariedad de la imaginación, estableciendo una relación íntima con el pensamiento (24).

“La poesía –dice– comunica siempre todo el placer que los hombres son capaces de recibir: es siempre la luz de la vida; la fuente de cuanto bello o generoso o verdadero pueda tener lugar en tiempo de dolo” (45). Aquí la frase “tiempo de dolo” acuña un valor moral extraordinario, pues en apenas unas líneas antes el pensador y poeta inglés ha denunciado la “corrupción social”, que tiene por fin “destruir toda sensibilidad para el placer”, y que solo puede ser detenida por la facultad duradera del arte, que se destruye en última instancia. No por casualidad la oración final de este ensayo reza: “Los poetas son los desconocidos legisladores del mundo” (79). Es por ello que entiende que hay en la misión de la poesía “el más infalible heraldo, compañero y seguidor del despertar de un gran pueblo que se dispone a realizar un cambio en la opinión o en las instituciones” (78).

Shelley acusa a Platón de haber establecido una distinción prematura entre filósofos y poetas. Considera un dislate la diferencia entre prosa y poesía. Asume que escritores como Shakespeare, Dante y Milton “son filósofos de altísimo poder” (28). Y proclama, que “Un poema es la imagen total de la vida expresada en su eterna verdad”. El poema, más allá del tiempo, las causas y las circunstancias que conciernen, por ejemplo, a las limitaciones de la historia, crea acciones solo “sujetas a las formas inmutables de la naturaleza humana, tales como existen en la mente del Creador, que es ella misma imagen de todas las demás mentes” (Ibíd.). 

Al proponerse más tarde investigar los fundamentos de la poética, debido a la insuficiencia de las teorías estéticas clásicas y la falta de rigor en las de su propio tiempo, Wilhelm Dilthey (1833-1911) logra articular filosofía y arte, consiguiendo con la primera una teoría de las formas y con la segunda una técnica. Con este recurso, más su visión psicológica y pedagógica, disecciona la imaginación y los sentimientos de su época y su cultura. Lo que este pensador encuentra relevante en la estética, por ejemplo, alemana, que tiene como epígonos a Herder, Goethe, Schiller, Zimmermann y Lotze, entre otros, es que filósofos, como pensadores, y poetas, como artífices del lenguaje, se dan conjuntamente a la tarea de reflexionar sobre “la fuerza creadora, el fin y los medios de la poesía” (1961:36). Encuentra fundamental en Goethe y la poesía alemana del siglo XVIII, el que la poesía ya no es vista como mímesis o imitación de una realidad que la precede; tampoco se la ve reducida a la expresión mediatizada de contenidos espirituales también anteriores. Por el contrario, “la facultad estética es una fuerza creadora que engendra un contenido no dado en ningún pensamiento abstracto, que trasciende la realidad y hasta constituye un modo de contemplar el mundo” (37). La poesía logra, pues, una capacidad “independiente” de contemplar la vida y el mundo, lo que le permitió que se la elevara a “órgano de comprensión del mundo” y se la colocara “junto a la ciencia y la religión” (Ibíd.). Reconoce en Schiller la condensación de esa fórmula de concebir la estética como expresión de la belleza en forma “viviente y palpitante”, de manera que la forma se hace vida y la vida se hace forma. Llama ley de Schiller a este principio, que une lo exterior o naturaleza en lo interior o espíritu la energía viviente del hecho estético y la naturaleza muerta del pensamiento. 

En lo anterior tiene lugar, consecuentemente, una relación de identidad. Se recupera aquí la unidad entre naturaleza y espíritu que promueve Schelling, así como la noción de lo bello definido como “representación simbólica de lo infinito” (39), de acuerdo con la visión del arte y la literatura en Schlegel. La relación entre pensamiento y sentimiento, así como el peso categorial del gusto estético y la vivencia del sujeto, cobran en esta teoría suficiente importancia. Estas manifestaciones reflexivas tienen lugar en el primer decenio de 1800. En esta atmósfera gravita también el pensamiento de Hegel, especialmente con su Fenomenología del espíritu (1807), dado que no será sino hasta 1836-1838 que se publicará su Estética, ya fallecido el filósofo en 1831. Dilthey, que invita a separarse de los planteamientos estéticos de Hegel, subraya cómo el recurso expresivo de la lengua unifica la poesía y las demás artes. Reconoce con ello la función determinante de la lengua como significante mayor de una cultura. Expresa con meridiana claridad que “lo simbólico” es la cualidad fundamental de la materia poética. “Y como en la poesía –arguye– una vivencia, una interioridad representada en una exterioridad, constituyen siempre la materia y el fin de la representación, toda poesía es simbólica. Su forma primitiva es lo figurado; es la poesía que manifiesta un proceso interior en una situación, es la metáfora” (1961:123). Porque la poesía surge en la medida que “una vivencia apremia por ser expresada en palabras, por consiguiente, en el tiempo” (133). 

También para Antonio Machado (1875-1939) la poesía va a ser palabra esencial en el tiempo. Y a propósito de tiempo e historicidad, Dilthey, para concluir con sus ideas, advierte al final de su ensayo de 1887 que no es el pasado el que debe ser tomado en cuenta para calcular el porvenir de la poesía, porque precisamente la poética enseña a captar y valorar en base a un criterio histórico, el conjunto de fuerzas vivas del presente y el devenir, que sobre ese mismo criterio descansan. “Pues no es clásico lo que responde a ciertas reglas, sino una obra en la medida en que proporciona una satisfacción total a los hombres del presente, y cuyo efecto se extiende en el espacio y el tiempo” (184).

La agudización de la conciencia en la relación dialógica entre el saber filosófico y el saber poético dio lugar a un nuevo establecimiento de fronteras. La poesía pura de Paul Valéry soltó en el siglo XX los hilos que suturaban la articulación entre poesía y filosofía metafísica. La poesía se hizo de una mayor conciencia crítica de sí misma como conciencia crítica del lenguaje. Se forjó su propia teoría. La filosofía ahondó en su propia noción de sistema. En su teoría acerca de la poesía pura de 1920, Valéry considera dichosos a los geómetras porque, a pesar de los retos que representa la ambición de resolver la cuadratura del círculo, de tiempo en tiempo resuelven algunas nebulosas de su sistema. En cambio, los poetas, menos dichosos, “no están seguros de la imposibilidad de cuadrar todo pensamiento en una forma poética” (1945:110). Una nube de incertidumbre cubría a inicios del siglo XX el objeto de la poesía, aunque el propio autor de El cementerio marino (1920) veía ya en el siglo XIX que por fin se acentuaba una voluntad manifiesta que perseguía aislar la poesía, de forma definitiva, de cualquier otra esencia que no fuera ella misma. En tal virtud apela a que el simbolismo no tenía más intención que “recobrar” de la música como arte lo que correspondía a la poesía como expresión lingüística. 

El dogma religioso y el argumento científico habían llegado a niveles de agotamiento frente a una juventud europea que abordaba apasionadamente nuevas teorías. No obstante, parecía que “el pensamiento abstracto, antaño admitido en el verso mismo, después casi imposible de combinar con las emociones inmediatas que se deseaba provocar a cada instante, desterrado de una poesía a la cual se quería reducir a su esencia propia, amedrentado por los efectos múltiples de sorpresa y de música que el gusto moderno exigía, se hubiese transportado a la fase de preparación y a la teoría del poema” (117). De esta manera, la filosofía se situaba de nuevo en sus territorios precedentes y específicos. Perdería su ser si tratase nuevamente de “tomar la forma del verso”, a tal punto que hablar de poesía filosófica implicaría “confundir ingenuamente condiciones y aplicaciones del espíritu incompatibles entre sí” (118). Entonces, en el horizonte, nada más y nada menos que la poesía pura. Esa poesía que haría de la construcción de su propia forma, a partir del lenguaje, su razón de ser y que tendría en Stéphane Mallarmé (1842-1898) su figura central, de quien, paradójicamente, admite que mientras más hondo llegaba en su arte hacia la construcción, tanto más se acentuaban, en lo que producía, “la presencia y el firme dibujo del pensamiento abstracto” (129). 

Admite y valora, además, la identificación en Mallarmé de la “meditación poética” con la “posesión del lenguaje”, que prácticamente termina convirtiéndose en una suerte de doctrina todavía por conocer. Mallarmé, afirma, “se había formado una especie de ciencia de sus palabras” (144). Denuncia, eso sí, que aquellos que oponen las nociones de fondo y forma en la correspondencia entre el lenguaje y el yo, no hacen sino advertir “que lo que llaman el fondo no es más que una forma impura, es decir, mezclada” (Ibíd.). Rechaza, en oposición a la poesía pura, la lengua vulgar, y da a la metáfora un valor de relación simétrica fundamental entre las figuras que ilustran o refuerzan una intención poética y la sustancia misma del discurso. Atribuye al autor de Un golpe de dados nunca abolirá el azar (1897), la condición del creador que comprendió los fundamentos del lenguaje como si, en efecto, él mismo lo hubiese inventado. 

Pero, siguiendo la argumentación clásica de Zambrano, la poesía no abandona su misión reintegradora, reconciliadora y restauradora de la unidad originaria. Ve en la obra del poeta español Antonio Machado la representación de la unidad entre razón y poesía, entre pensamiento filosófico y conocimiento poético. Es el Juan de Mairena (1936) machadiano el que creará la duda poética, “que es duda humana, de hombre solitario y descaminado” (Martínez Hernández, 2019:194), para superar la duda metódica de Descartes, que será siempre pura contradictio in adjecto, cosa parecida a un círculo cuadrado o un metal de madera.

Guardando las distancias y dicho con humildad, este, precisamente, es el fruto, es la enseñanza que recoge y que cultiva la poética del pensar. La búsqueda de una aguda conciencia del oficio de escribir y de pensar, sobre la base de otorgar al lenguaje la condición de problema supremo y de concebir al ser humano como único ser consciente de su propia existencia y de la lengua como el significante dominador en su propia cultura. No es, pues, la figura del filósofo la que interesa, sino más bien, la del pensador, último que es ajeno a la noción de sistema y a la abstracción a secas, para dialogar con la figura del poeta, hasta fundirse en una sola y misma figura, la del poeta pensador. 

El poeta pensador va de la mano de la meditación, antes que del análisis o del raciocinio en sentido estricto. Le son propios los sentimientos y las experiencias concretas de la vida. Hay en él unidad de lenguaje, pensamiento y poesía. Más que de la poesía como concepto abstracto, el poeta pensador, sin desmedro de ella, se va a ocupar del poema y su estructura como un hecho concreto de lenguaje, como un constructo de lengua y cultura. 

La poética del pensar, aunque se basa en el pensamiento filosófico, no lo subsume, no lo oblitera, no lo tacha, sino que, por el contrario, armoniza con él sobre la base de la especificidad de la diferencia. El pensar filosófico goza de una acendrada especificidad que tiene como eje central el raciocinio logocéntrico. El pensamiento poético hace suyo lo que fue originario del saber filosófico presocrático, aquella magnitud que ofrece el poder simbólico del mito. Heidegger subraya esa especificidad, esa diferencia sutil entre la palabra poética y el decir del pensamiento. Se apoya en el argumento de que en la primera el sustrato es la imagen, mientras que si esta aparece en el decir del pensamiento lo hará solo como una suerte de ancla. Será un recurso y no un fundamento.

La poesía es esa voz única y absoluta en la articulación del sujeto creador, en el acto de enunciación que hace la génesis del texto, para una vez materializado como hecho de lenguaje y constructo de pensamiento, tornarse sintonía de lo polisémico y relativo, sentido de lo múltiple y plural. Así, la lectura del poema se torna, como la diseminación en Derrida, un “zumbido de oídos”, una “fantasmagórica maraña de voces” (Han, 2021:14). La pureza del sentido del poema estriba en su propia diversidad, en su multiplicidad de significados, en su concierto de voces y experiencias. Tan pronto se hace texto, la posesividad del poema por parte de su hacedor se pierde, se diluye, porque con la lectura tiene lugar la multiplicidad, la polivalencia, la entrada de la vida del otro en la escritura del poeta creador y pensador.

Como unidad de pensamiento e imagen, el poema constituye una experiencia singular, única e irrepetible. La relectura será siempre, redescubrimiento, recuperación reinventada de la memoria, repetición como acontecer de algo semejante, pero constantemente diferente. Así va el sentido de lo descubierto, de lo revelado o conocido a partir del texto poético. La noción de conocimiento a través de la poesía y del lenguaje estético en general rebasa aquella noción de intercambio equivalente entre conceptos y objetos que refieren en su diálogo Horkheimer y Adorno (Han, 2021:20-21), para fundir en la metáfora del intercambio de mercancías el acto de pensar, porque a cada concepto en el poema corresponden no uno, sino múltiples objetos de referencia, en función de la experiencia de vida de cada sujeto lector. En poesía, pensar no se limita a la cifra que refleja el balance entre conceptos y cosas. Esa ecuación se quiebra, se dispersa y pluraliza. La relación entre concepto e imagen propia del poema, en vez de cifrar, disemina; en vez de reducir, amplía; en vez de encorsetar, libera. Por eso la poesía simboliza el espacio absoluto de la libertad del lenguaje y se convierte en el dominio simbólico más encumbrado de la imaginación y de las posibilidades expresivas de una lengua. 

Lo poético empuja a la ruptura con la patología de la asimbolia, del déficit del poder de la palabra, de lo mítico, lo absolutamente imaginario, para imponer la soberanía de lo simbólico como atributo de la lengua, en tanto que sistema de símbolos por excelencia en una cultura. El poder de la palabra del poema se resiste a la palabra del poder fáctico. El nombrar del lenguaje poético no es reducto de la precisión represiva del signo; no es un dato; no es un objeto carente de emotividad. Es, al contrario, la puerta de entrada al ámbito de lo simbólico por excelencia, lo polisémico; es el punto de fuga de la imaginación y la sensibilidad, que solo por asomo sugiere la posibilidad de la interpretación como espacio del análisis. El poder simbólico del lenguaje estético significa la abolición de la esclavitud a que el dato reduce al pensamiento y la experiencia imaginativa. Porque, dicho sea en remate, el lenguaje poético no designa arbitrariamente; lo que impera en la génesis de este lenguaje y en el poema como resultado, como constructo de lengua y como concreto de pensamiento, es la simbolización libertaria. Esta función simbólica del decir poético trasciende la dimensión del significado y la función de la interpretación de lo escrito, para colocar al poema como epicentro de una nueva experiencia de lenguaje, pensamiento y sentimiento. 

En el contexto de esa función simbólica, el poema insinúa, sugiere, de acuerdo a la vivencia y sentimientos de cada lector, una multiplicidad de sentidos, cuya causalidad ulterior, en todo caso, es la palabra misma. Este fenómeno da lugar a una especie de metasemántica del lenguaje y el texto poéticos. Y es que, la poesía, aun siendo un hecho de lenguaje tiende a trascender el lenguaje mismo. Es por ello que un poeta pensador como Roberto Juarroz (1980:103) afirma que “la poesía, si bien es un hecho de lenguaje, es también la pretensión de ir con el lenguaje más allá del lenguaje”. El propio Dilthey (1961:79) llega a considerar que por medio de la relación entre los sonidos de su material lingüístico la poesía logra un enorme placer sensorial, prescindiendo del significado de cada palabra. Así se sella la preeminencia de la estructura fónica para diseñar el sentido en la arquitectura del poema. 

Un poema, escribí tiempo atrás (1997:20-24), es un hecho concreto de lenguaje, capaz de articularse sobre la base de fuerzas opuestas; probable de alcanzar la forma de síntesis absoluta, en la que los contrarios pasan a ser –como en Novalis– semejanzas invertidas. El poema es una red de poderes imaginarios que se contraponen en granítica compacidad. El poema conlleva en su misma génesis la potestad para transgredir todas las fronteras de las sistematizaciones racionales y asume el reto de objetivarse como unidad multidisciplinaria. Esta soberana fuerza del poema es anterior a toda pretensión hermenéutica, y sólo esta última da cabida a la secesión esgrimida por la filosofía moderna. Consecuentemente, la autogénesis del poema pone en juego las tensiones propias de la relación entre saber y poder y da lugar a acepciones que traslucen posiciones teóricas encontradas.

Un poema emana de las posibilidades del lenguaje y de una lengua en particular. En el lenguaje se sitúa la especificidad de la obra poética. Todas las formas de conocimiento son lenguajes. La lengua, en particular, es la organización semiótica por excelencia, dice E. Benveniste. “Toda semiología –agrega– de un sistema lingüístico tiene que recurrir a la mediación de la lengua, y así no puede existir más que por la semiología de la lengua y en ella…; la lengua es el interpretante de todos los demás sistemas, lingüísticos y no lingüísticos” (1978:63-64). Se trata, en términos semióticos, de una condición preeminente de la lengua que le da poder de interpretante de todos los demás sistemas de signos, que pasan a ser interpretados, haciendo que la poesía, en la medida que posee las más encumbradas posibilidades expresivas en una cultura, pase también a tomar una posición jerárquicamente privilegiada respecto de los demás lenguajes y respecto del decir o el discurso del pensamiento mismo.

Si el poema es un hecho de lenguaje y el lenguaje es, ya lo hemos visto y argüido, inseparable del pensamiento, ¿acaso no sería simple deducir que, entonces, el poema es también un objeto de pensamiento o de conocimiento? Solo que este conocimiento es particular, en el sentido de que no tiene que representar conceptos o cosas, es decir, referirlos, sino que el lenguaje poético tiene la facultad de fundar esos conocimientos. Para solo citar algunos breves ejemplos, la rosa que cantan en sus distintos poemas Martí, Borges, Martín Adán y Mieses Burgos no es la rosa de algún jardín, sino la que, como exige Huidobro, crece o nace en el poema mismo, en la constelación simbólica de la lengua. El conocimiento de esa rosa es una empresa fundamentalmente sensible, radicalmente estética, antes que racionalmente gnoseológica. La rosa de esos poemas contiene todas las rosas de todos los jardines y callejones del mundo, sin que necesariamente ninguna de estas esté representada en aquélla, en la de los versos.

La división tajante entre poesía y conocimiento apenas tiene validez en el umbral de las abstracciones y de la retórica convencional. El poema se revela como entidad armónica y compleja, y por cuanto es un concreto de lengua, lo es también de pensamiento. El orbe cognitivo del poema está cifrado, no en la exterioridad, sino más bien, en su propia intencionalidad lingüística. “Donde se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible” nos enseña Steiner (2012:17). Y aun en el pensamiento analítico, el lenguaje poético tiene su redoble de tambor. “¿Hay algo que exprese –se pregunta– el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado?”

Esta, entre otras tantas posibilidades, es la forma en que he venido valorando, sin pretensión apodíctica alguna, la fértil y a veces polémica e incomprendida relación dialógica entre pensamiento y poesía. El cuento de nunca acabar, como alguna vez definió Ortega y Gasset la filosofía.

Muchas gracias.

(Discurso pronunciado para su ingreso formal como miembro de número a la Academia Dominicana de la Lengua, el 28 de mayo de 2022, Casa de las Academias, Ciudad colonial, Santo Domingo, D.N.)

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Hemeroteca y fuentes electrónicas

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Gaos, José (1940; 2000). Antología filosófica: la filosofía griega, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, formato html, cervantesvirtual.com, entrada de fecha 21 de mayo de 2022, a las 11:07 a.m.

González C., Óscar (2009). “Poesía y pensamiento en Heidegger”, Martin Heidegger. Caminos, UNAM, México, pp.73-86.

Piña-Contreras, Guillermo, “La teoría literaria de Marcio Veloz Maggiolo”, Diario Libre, viernes 13 de mayo de 2022, p.å31.

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José Mármol es Premio Nacional de Literatura 2013. Autor de Yo, la isla dividida (Visor, 2019).