Hay realidades que solo el arte puede descifrar. Los pueblos, en su devenir, no se reconocen tanto en los datos de la historia ni en los conceptos de la filosofía, como en el pulso íntimo de su palabra creadora.
La literatura dominicana –desde sus orígenes patrióticos y románticos del siglo XIX hasta la experimentación cosmopolita y mestiza de nuestros días– ha sido el espejo al que el dominicano ha recurrido para indagar quién es.
En ese espejo se revela la dominicanidad: una mezcla de memoria, lengua, paisaje, dolor y esperanza que, más que una definición fija, constituye una búsqueda constante. Ser dominicano, en la literatura, ha sido un ejercicio de afirmación e interrogación; una voz que se reinventa frente a la historia, la colonia, la diáspora y el Caribe.
En sus páginas, la dominicanidad no se define: se siente, se sueña, se descubre y se interroga. En un solo verso.
I. En aquel tiempo, cuando la patria se descubrió en la palabra
El siglo XIX fue, para la República Dominicana, un tiempo de fundación y esperanza. La nación nacía y, con ella, una literatura que debía imaginarla. En ese contexto, la escritura se transfiguró en un acto de creación patriótica.
Salomé Ureña de Henríquez, gran voz del civismo romántico, comprendió que la educación y la poesía eran instrumentos de emancipación. En su poema A la Patria, eleva un canto de fe en el porvenir:
¡Oh Patria! En tus confines se encierra un mundo nuevo…
En su obra, lo dominicano se confunde con lo moral: la patria no es solo un territorio, sino una vocación espiritual, casi una forma de redención.
Un sentimiento similar late en la obra de José Joaquín Pérez, quien llevó la naturaleza al centro del poema. Su Canto a la Tierra respira el olor del trópico, el rumor del mar, el verdor de la caña. Pérez fue el primero en intuir que el alma nacional vivía en el paisaje, en esa geografía solar donde la palabra se vuelve cuerpo.
Más adelante, Pedro Henríquez Ureña elevaría esas intuiciones al rango de pensamiento cultural. En Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), proclamó:
América no debe ser simple eco de Europa: ha de buscar en sí su expresión.
En esa búsqueda de voz propia, don Pedro vislumbra una dominicanidad que ya no es solo patriótica, sino también lingüística y espiritual, hermanada con la conciencia continental. Su llamado inaugura una modernidad reflexiva: la de un país que comienza a reconocerse a través del otro y del lenguaje.
Así, en aquel tiempo, la dominicanidad aprendió a decirse en verso: primero promesa, luego fe, finalmente voluntad de existir.
II. La patria en tensión y la dominicanidad como interrogante y no celebración
Hubo un momento en la historia literaria nacional en que el espejo de la dominicanidad devolvió un reflejo sombrío. Fue el tiempo del llamado “gran pesimismo dominicano”, cuando la palabra dejó de celebrar y comenzó a doler. Los escritores de la primera mitad del siglo xx –Américo Lugo, Francisco Moscoso Puello, Peña Batlle– y, más tarde, Federico Henríquez Gratereaux, enfrentaron el drama del país con la lucidez del desengaño. Su obra no canta la nación: la interroga, con ribetes de amargura.
Américo Lugo, con su verbo grave y filosófico, entendió que la nación era un proyecto moral antes que político. En sus Ensayos filosóficos escribió: “No hay patria sin conciencia, ni conciencia sin dolor.” Y comprendió –lo que en su propia carne llegó a padecer– que “la historia de Santo Domingo es a la vez testimonio de grandeza y de fracaso”, reconociendo que el sueño nacional convive con la herida. Su idea de nación estaba cargada de exigencia ética: el país debía mirarse a sí mismo sin espejismos.
En esa línea, Francisco Moscoso Puello llevó el desencanto al ámbito de la literatura social. En Cartas a Evelina (1935), el médico y narrador disecciona la moral del pueblo dominicano con amarga ironía: “Mi país es lo que es y no puede ser de otra manera.” El humor encubre una desesperanza radical: el país enfermo no tiene cura posible; la herida es colonial y el desconcierto, mestizo.
Más político y doctrinal fue Manuel Arturo Peña Batlle. Desde la historia y el ensayo, intentó rescatar la dignidad nacional frente al fantasma haitiano. En su Historia de la cuestión fronteriza dominico-haitiana (1946) sentenció:
Para los dominicanos la frontera es una valla […] absolutamente infranqueable; en cambio, para los vecinos, la frontera es un espejismo,
y concluyó:
No hay paz posible para la República Dominicana si se olvida su frontera viva.
La dominicanidad pasó entonces a ser una defensa de la soberanía espiritual y territorial. Su nacionalismo buscó preservar la identidad frente al otro inevitable.
En el ocaso del siglo, Federico Henríquez Gratereaux heredó ese tono elegíaco –por tantos ciclones en un vaso–, pero lo transformó en reflexión crítica sobre la cultura.
En Ensayos de la memoria y el tiempo (1990) legó su observación definitiva: “El dominicano vive entre la nostalgia y el asombro, entre lo que fue y lo que teme ser.” No hay pesimismo, sino introspección. Su alma no denuncia al país: lo medita con fina elegancia, sobre el tapete.
Y como cierre simbólico de esta constelación del desengaño, Joaquín Balaguer, poeta y, aún más, político, expresó en La isla al revés (1983) una amarga síntesis del destino nacional:
La historia dominicana ha sido un largo esfuerzo por no naufragar.
Su prosa convierte el pesimismo en una estética donde, dada la tonalidad claroscura de su canto, contempla desde lejos la patria, como Nerón a Roma en llamas, entre la ruina y la fe.
Así transcurre la época de una dominicanidad pensada desde la herida: el país como pregunta más que como respuesta, la nación que sobrevive entre la lucidez, la voluntad decidida y la esperanza suspendida.
III. La palabra mestiza y popular
En el siglo de las luces dominicano, la literatura criolla descendió del pedestal heroico para escuchar el latido popular. El país rural, mestizo y desigual exigía su representación. La identidad dejó de ser idea para volverse materia viva, en medio de tantas dudas como heridas.
Manuel del Cabral, con su Compadre Mon (1943), transformó el habla del pueblo en arte. Sus versos suenan al machete y al tambor, al sudor de la caña y a la ironía criolla:
Soy de un país caliente como un relámpago… / donde la caña es dulce y amarga la vida.
Cabral consagró el rostro negro y campesino de la nación y reveló que la dominicanidad se cifra tanto en el color de la piel como en el ritmo de la palabra.
Tomás Hernández Franco, en Yelidá, convirtió el mestizaje en mito. La hija del español y la negra encarna la fusión que da origen al pueblo dominicano. Con él, la identidad deja de ser descripción social para volverse símbolo: la belleza de lo mezclado.
En la narrativa, Juan Bosch recogió esa raíz en su literatura moral y humanista. Sus cuentos, breves y luminosos, retratan al dominicano humilde con una ternura sin condescendencia. “El pueblo dominicano ha sido un pueblo de esperanza, aunque lo hayan hecho vivir de paciencia”, escribió el Profesor, resumiendo un viacrucis de ética nacional: dignidad en la adversidad, bondad frente a la historia.
Y por ahí andaba Pedro Mir, que convirtió esa experiencia colectiva en canto inmortal. En Hay un país en el mundo (1949), proclamó:
Hay un país en el mundo / colocado en el mismo trayecto del sol.
Con él, el país alcanza su voz definitiva: solar, dolida, inmensamente humana y solidaria. La dominicanidad se reconoce entonces en el paisaje y en la herida, en el trabajo, en la injusticia y en el amor.
La palabra cívica halló, en mi mentor para estos entuertos, Héctor Incháustegui Cabral, un tono distinto: más sobrio, más interior. Poeta de la contención ética, escribió con la lucidez de quien ama su país y, al mismo tiempo, sospecha de sus espejismos. En libros como Poemas de una sola angustia o El hombre del acordeón, su verso se carga de melancolía y lucidez. No canta la patria desde la exaltación, sino desde la conciencia:
Yo he visto el rostro de mi tierra / dormido bajo una bandera ajena.
En él, la dominicanidad se convierte en desvelo moral: el deber de pensar el país sin renunciar a la belleza del lenguaje. Entiende la identidad como una inquietud, no como una consigna.
Así, ese siglo XX trajo una palabra más terrenal, más mestiza, al alcance de la mano, con una voz que ya no glorifica la patria, sino que la discute. Desde entonces, todo llega doblado en su espejo, en la paradoja de todo lo que es paralelo.
La dictadura del Jefe fue una herida mortal. Permanece abierta como la principal cicatriz de aquel país caliente. El fin de la dictadura en 1961 abrió una nueva etapa. El escritor ya no cantaba la patria: la interrogaba. La literatura se convirtió en memoria, resistencia y, sobre todo, conciencia de sí.
Antonio Fernández Spencer, predilecto poeta de tono metafísico, llevó la búsqueda de lo dominicano a un plano espiritual:
Soy el hijo del polvo, del viento y de la palabra.
En él, la isla es símbolo del alma humana: un reflejo cósmico del ser.
Manuel Rueda, el admirado de siempre, hermanó historia y mito. En Las metamorfosis de Makandal, el espíritu africano se une al cristianismo, y de esa unión nace una poética de identidad plural. Su obra canta la multiplicidad del ser dominicano, entre la cruz y el tambor, sin resentimiento ni ilusión.
Desde la narrativa, Marcio Veloz Maggiolo excava la memoria colectiva en novelas como El hombre del acordeón o De abril en adelante. La cultura dominicana aparece como un palimpsesto de raíces taínas, africanas y españolas: capas superpuestas de un mismo clamor y temblor.
Esas voces –diversas, desgarradas, lúcidas– transformaron la literatura dominicana en conciencia crítica. La dominicanidad dejó de ser obligación o celebración para volverse aceptación y vigilia.
IV. Al final de un siglo sin fin, pensar la identidad
Con la modernidad –sí, con los retazos de esa ignota modernidad– los escritores por fin comenzaron a pensar la identidad como un problema ético y estético, lejos de la ontología del ser y del no ser.
Andrés L. Mateo lo expresó con claridad: “Cada palabra del dominicano traza su aventura particular en el encuentro que se produce entre indígenas y españoles.”
El idioma mismo es mapa de la dominicanidad: mezcla de acentos, herencias y resistencias. En novelas como La balada de Alfonsina Bairán, explora la historia como territorio de culpa y, atrevidamente, de redención.
Aída Cartagena Portalatín abrió la mirada hacia la mujer y el mundo urbano antes que muchos otros. Su voz anticipa el cambio de foco: lo dominicano como experiencia individual, no solo colectiva. Jeannette Miller retoma esa senda: en su obra, el país se vuelve ciudad, deseo y memoria.
Desde la poesía y el ensayo, José Mármol transpira cierta madurez cultural: “La República Dominicana, en términos literarios, hay que definirla como una nación de poetas.”
La palabra se convierte así en forma de habitar el mundo, en respuesta al caos de la historia recién pasada. Sale ilesa del nihilismo ambiente y del vertiginoso correcorre tras el pan nuestro de cada día, aunque no del nominalismo que salpica.
De la nueva generación surge una idea poderosa: la nación no se mide por su territorio, sino por la intensidad de su palabra.
V. Entre dispersiones, tentaciones, hibridez y rebeldía
Con el nuevo milenio, la dominicanidad se desbordó más allá de la isla. La diáspora multiplicó sus acentos y la literatura se volvió más plural, irreverente y urbana.
Junot Díaz, en The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (2007), retrata al emigrante dominicano dividido entre el Bronx y Santo Domingo, entre el inglés y el español. Su prosa híbrida encarna la identidad bicultural del siglo xxi: ser dominicano dentro y fuera de la patria.
Esa hibridez alcanza el extremo en el verbo de Rita Indiana Hernández. “Mi literatura es una bomba de los temas urgentes que debe tratar el Caribe.” En Papi o La mucama de Omicunlé, lo dominicano vibra entre el reguetón y la santería, entre el caos digital y la memoria ritual. Es una identidad desobediente, carnavalesca, libre.
Frank Báez y Homero Pumarol trasladan esa energía al verso callejero. En Postales y El regreso de los charlatanes, Santo Domingo habla con voz de colmadón: veloz, irónica, vital.
Junto a ellos, poetas como Blas Jiménez o Rosa Silverio reformulan la dominicanidad desde la negritud y la feminidad: el cuerpo y la memoria como nuevas patrias interiores.
Así, mientras vivimos el siglo XXI, la literatura dominicana se aventura por el mundo sin perder su raíz. Es global en forma, pero caribeña en el alma.
Epílogo: el alma del pueblo y la intuición artística
De Salomé Ureña a Rita Indiana, de Pedro Henríquez Ureña a José Mármol, la literatura dominicana ha tejido un mismo hilo: el deseo de entender quiénes somos. Cada época ha respondido con una voz distinta –romántica, campesina, metafísica, urbana o exiliada de sí misma–, pero todas coinciden en algo esencial: la dominicanidad no se define, se vive en la palabra.
El país se ha mirado en sus escritores como en un espejo cambiante: primero exaltado, luego doliente, más tarde reflexivo y finalmente múltiple y diverso. En cada reflejo, una verdad diferente; en todas, la misma cuestión de inquietud.
Pero si algo ha demostrado esta tradición es que la palabra –resguardada en la esquina de la literatura– no solo representa la nación: la revela, la cuestiona, la explica y la sostiene.
Además, cuando el ruido de la historia se apaga, siempre queda la voz del poeta, la intuición del narrador, la mirada del ensayista e, incluso, la comprensión de buenos lectores.
Nada como la intuición artística del poeta –ese médium del desasosiego nacional– para recordar que la patria también se sueña, se sufre y, a veces, se contradice y se reinventa.
La dominicanidad –ese misterio solar y mestizo– vive allí: en la voz que canta y pregunta, en la palabra que nombra y sueña el país. Patria chica y grande, donde se reproduce el ADN cultural de la orfandad todo un pueblo, del jolgorio de sus vaivenes sociales, de las contrariedades de su tiempo político y del reconocimiento de la incertidumbre total.
Como diría Octavio Paz, “el lenguaje es la casa del ser”. Y, en esa casa, el dominicano sigue buscando su propio cuarto iluminado. En un interminable peregrinaje, a causa de cada uno de los tres exilios infligidos –primero por un extranjero y luego por dos criollos– al insigne Juan Pablo Duarte, mientras estuvo en esta tierra de tantas emociones como sinsabores.
En verdad, ya hoy lo sabemos: la dominicanidad es a la nación lo que el sueño a la esperanza, es decir, lo que tantas palabras a este verso único.
Anexo: Bibliografía de referencia
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Fernando Ferrán es profesor-Investigador del Centro P. Alemán, PUCMM. Coordinador de la Unidad de Estudios de Haití.