La primera ciudad arrasada por un arma de destrucción masiva no fue Hiroshima; fue Sodoma según la tradición hebrea. En cuanto al arma, no se trató de un artefacto nuclear sino de la exterminadora decisión del dios del Génesis. De esa catástrofe el Libro no abunda en detalles; apenas cita un testigo ocular, pero se trata de un testigo impecable. Abraham. El patriarca que viviera en Canaán y que es el padre de los creyentes en las tres religiones del Libro. El trágico acontecimiento es contado de esta manera:

Abraham miró hacia Sodoma y Gomorra, y hacia toda la tierra de aquella llanura miró; y he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un horno.

A menos que la frase “como el humo de un horno” esconda un sentido profético y señale un lejano porvenir de crematorios alemanes en el siglo XX, resulta curioso que ante aquella escena apocalíptica el autor del Génesis pensara en un horno, porque no se trataba de preparar el pan de cada día, sino de un holocausto en donde todos los seres vivientes en las dos ciudades del valle, al este del río Jordán, acababan de perecer: los hombres, las mujeres, las aves de corral, las mascotas, las abejas, las luciérnagas, los olivos, las viñas y hasta las criaturas que esperaban la luz del sol en el vientre de sus madres… De aquellas ciudades quedó sólo el viento que pasaba por ellas, para decirlo con el dolor y las palabras de Bertolt Brecht.

Pero hubo una excepción. Siempre las hay. Una familia salvó su vida; la familia de Lot. La noche anterior, unos jóvenes luminosos que no parecían de este mundo –y había una buena razón puesto que según el Génesis eran ángeles– le habían advertido a Lot:

Escapa por tu vida; no mires tras de ti, ni pares en toda la llanura; huye al monte, no sea que perezcas.

Esa noche, antes del alba, Lot y su familia iban camino a las colinas, lejos de los muros de Sodoma. Se dirigían a Zoar, una aldea que quedaba al otro lado de las lomas. Caminaban unos detrás de otros por un sendero estrecho en la penumbra de la madrugada, cuando de pronto un inusual resplandor encendió los cielos. Ese resplandor no era el sol. Era la cólera del dios de los hebreos que había hecho estallar en llamas la ciudad de Sodoma.

Para mí, lo más conmovedor de ese episodio –si exceptuamos el holocausto en sí– no es el destino de Lot, sino el de su mujer; porque la mujer de Lot nunca llegó a Zoar. Ella no logró salvarse. Vencida por la curiosidad, la angustia o quizás el temor, desobedeció a los ángeles y giró su cabeza hacia la luz, hacia el atroz resplandor del aniquilamiento.

En ese momento caminaba detrás de su esposo y de sus hijas, llevada de la mano por uno de los mensajeros del Edén. Se encontraba a pocos pasos de la salvación; casi vislumbraba el oasis de Zoar; venteaba ya el sereno perfume del agua bajo el trasluz de las palmas datileras y sentía el aroma del pan sin levadura que cocía sobre el barro caliente. Podía escuchar el arrullo de las palomas, el rebuzno de los asnos, el canto de los gallos y hasta un tenue desgranar de preces mañaneras que parecían un riachuelo de palabras recitadas sin pausas en aquel oasis de Israel. 

Para salvarse, ella sólo tenía que caminar un poco más. Aferrarse a la mano tibia y vaporosa del ángel que la guiaba. Sólo tenía que cerrar los párpados y luchar contra el tonto deseo de mirar hacia el valle. Era todo lo que tenía que hacer. No lo hizo.

Lot y sus hijas adivinaron el fin de aquella mujer, de aquella madre, de aquella esposa, sin necesidad de voltear sus cabezas. En ese instante el mundo se transformó y todos ellos quedaron atrapados en una pesadilla que no era un sueño. Una pesadilla que era real. En ese intervalo de tragedia no pudieron respirar: el aire se tornó en una nube de cristal, en un translúcido panal de infinitos alvéolos.

No pudieron ver: un ardiente resplandor de granadas maduras les laceró las pupilas. No pudieron caminar: el peso de los cielos los aplastó contra el sendero. No pudieron hablar: sus lenguas, sus labios, sus gargantas se impregnaron con la amargura del Mar Muerto; la salazón de sus aguas se había concentrado en la saliva de sus bocas. El perfume del oasis fue remplazado por el vaho del azufre; la frescura del viento por el soplo de los infiernos; no podían escuchar sino el sordo, el inmenso, el poderoso clamor de destrucción que subía desde Sodoma. A sus espaldas la mujer, la esposa, la madre se había transformado –como una amarga advertencia– en una estatua de sal.

Digo advertencia porque creo que, en algún momento del tiempo del ser humano, a cada hombre y a cada mujer sobre la tierra se nos presenta la oportunidad de continuar nuestro viaje, nuestra vida en otros valles, a condición de no mirar hacia atrás, como si estuviéramos condenados a convertirnos, en cualquier momento, en un indeciso Lot repetido en el tiempo y en el espacio de la humanidad. Un recordatorio de que la nostalgia puede ser más peligrosa que la temeridad y más despiadada que el impredecible porvenir.

Sabemos que volver no es más que una ilusión, un espejismo de la memoria, que los caminos del tiempo sólo nos pueden llevar hacia adelante y que todos terminan, no importa la dirección que tomemos, todos terminan en el mismo lugar. Podríamos acariciar la fantasía de un posible retorno, de una vida que es dable repetir, quizá porque en cierta forma nada desaparece por completo y porque el pasado es lo que define y conforma nuestro presente, ese presente tan fugaz donde la vida derrama en nosotros sus delirios y destila gota a gota sus entusiasmos y sus agonías; este presente tan inasible y sin embargo tan absoluto que nos embruja con sus sueños de eternidad como si no estuviéramos condenados a pasar, a pasar como el agua, como los caminos o como este preciso instante que aquí y ahora se escurre y se esfuma…

Podríamos tener la impresión de que el mundo de ayer –gracias a los sueños y a las palabras– puede repetirse, de que el pasado puede resucitar en cada uno de nosotros, aunque sólo sea por el tiempo de una novela y en el espacio de unas pocas páginas, pero esa dulce sensación de retorno y de repetición puede venir acompañada de la amenaza siempre latente, siempre real, de convertirnos… en estatuas de sal.

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Juan Carlos Mieses (El Seibo, 1947), es poeta, ensayista y narrador. Sus obras más recientes son Caminos como agua. Entrevistas y ensayos en torno a la literatura y el oficio de escritor (Santuario, 2015), y La resurrección del Dr. Blagger. Cuentos especulativos. (Santuario, 2019).