Como en asociación libre surge la imagen del desahuciado pianista* saliendo de los escombros de la ciudad destruida por la guerra –epígono del malestar de la civilización–, luego de haber sobrevivido al crimen más bajo y a la vez más “noble” (cometido por una raza que se creyó ser la más noble). Esta degeneración de la humanidad se ha explicado en metáforas y en símiles religiosos, a falta de términos filosóficos o científicos, ya que toda pretensión de exactitud quedó descompuesta en el desastre. Porque las leyes adquiridas a través de los milenios, tanto naturales como ideadas, no significaron nada durante la implementación de la solución final, no significarían nada después de los hechos y no significan nada en el presente. Porque toda pretensión de compromiso moral y voluntad espiritual, todo ideal, también pereció en la pira del sacrificio: el holocausto**. Los restos del ser más indigno del mundo quedaron insepultos, su alma en pena, y entre las cenizas, sus confabulaciones. 

Pero será que, de las cenizas mismas del desastre, como la formidable exhumación del ave mítica, comience a alzarse lo que de pronto sea la única prueba de que merecemos reivindicación: el arte, en todas sus formas. El título de una de las primeras obras literarias que describen los hechos de la deshumanización alude a las palabras de Poncio Pilato al ver a Jesucristo a punto de ser crucificado: Se questo è un uomo (He ahí el hombre). Este ecce homo cobra plurivalencia en manos de Primo Levi, quien se conoció por ser un hombre optimista, quien creía que la humanidad habría de superar el terrible trauma de verse con las manos ensangrentadas en el genocidio. Otra obra de la posguerra que también recorrió el mundo fue El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, un ensayo autobiográfico que intenta reivindicar la insistencia humana por encontrarle sentido a la vida. Editado después con el título Desde el campo de la muerte al existencialismo, este importante documento de la finalidad a la que hemos llegado también fue concebido en los campos de concentración. Y no resisto la idea de que su gran éxito se deba, no sólo como lo interpretó el mismo autor (a la necesidad existencial o espiritual), sino a la pordiosera tendencia del humano a procurar obtener absolución y hasta redención luego de cometer los actos más atroces. 

Porque el crimen no sólo lo cometen los genocidas: lo cometemos todos; y quien pretenda lavarse las manos es un cínico o un pordiosero, un animalejo de horda que no ha superado la moralidad infantil del yo no fui. Tanto en la ficción como en las ciencias sociales se aduce nuestra implícita complicidad, y nuestra ceguera, ante el desastre. Pero seguimos siendo ajenos o pretendiendo ser ajenos a la culpa de la especie, como si los genocidas fueran de otra especie. La historiografía del siglo XX casi oculta otras atrocidades acontecidas: entre 1915-1916, a finales del Imperio otomano, Talaat Pasha implementa la sistemática exterminación de más de un millón de armenios; entre 1978-1984; bajo el mando del dictador Ríos Mont se implementa la sistemática aniquilación de indígenas (mayas ixil) que resultó en más de 100,000 asesinados y desparecidos; en 1995, Europa cierra los sentidos ante el genocidio en Bosnia, la sistemática limpieza étnica de más de 7,000  niños y adultos musulmanes en la Masacre de Srebrenica. La sistemática exterminación de seres considerados subhumanos ha existido desde los albores de la civilización hasta nuestros tiempos. Y por supuesto que el genocidio es el acto final del poder, pero la apatía o el tácito otorgamiento de las masas no lo es. Este es el efecto secundario clave del malestar de la civilización***.

No creo que exista metáfora, ni siquiera alegoría que comprenda y a la vez represente el desastre, el final de toda pretensión de humanidad. Quizá por eso las ciencias sociales comenzaron a cuestionar los conceptos naturaleza y humanidad. ¿Acaso no son constructos o coartadas intelectuales con las que por milenios nos hemos, pilatescamente, lavado las manos? No sé con certeza si Blanchot también tenía en mente el relativismo moral como consecuencia, cuando utilizó el término la escritura del desastre para denominar un fenómeno que es difícil de concebir, porque es como salir de repente a la luz luego de estar atrapados entre los escombros. Este concepto puede servirnos para abordar una posible reevaluación de la historia, luego de que ésta ha dejado de tener sentido o significado. 

Las letras, el cine y los medios de masas nos mantienen a diario actualizados con la apatía. Apenas en las dos primeras décadas del siglo XXI hemos sido testigos oculares (vía medios televisivos y sociales) de trata de esclavos en África, de niños y niñas confinados en celdas en la frontera de los Estados Unidos y millares de refugiados africanos y de Oriente Medio arremetidos y colocados en campos de detención por los mismos países que iniciaron la colonización de los territorios de donde proceden. Y esto, todo esto, no es fortuito. Todo es sistémico y sistemático, consecuencia, detrito humano después del continuo desastre. ¿Acaso no es holocausto, sacrificio a fuego lento, lo que sucede ante nuestras narices por todas partes del mundo?  

¿Cuál ha de ser entonces el papel que desempeñe el humanista o el intelectual en nuestros tiempos cuando se descarta el arte o pensamiento comprometido, o el pensamiento y punto? ¿Qué plan de trabajo tendrá el catedrático o la catedrática cuando la Universidad cada vez más se “administra” como un centro vocacional? No sé, quizá peque de anticuado o de iluso, por andar con ínfulas de presenciar un segundo renacimiento humanista: Qué carcajada en el proscenio de este personaje sin actor ni autor. Ante el desastre, sucede el escribir por escribir, vivir por vivir, y la literatura se torna una descarada mimesis del relativismo moral en que vivimos. Las novelas de crímenes o de intrigas de familia no son siquiera sublimación de los hechos, pues les queda muy grande el término. Estas obras son los crímenes y las intrigas mismas elaboradas y glosadas, cual variaciones del tema, para lecturas morbosas y mórbidas. En nuestros tiempos, el concepto dulce et utile de Horacio se ha vuelto risorio y hacer referencia a los fines del escritor y sus fantasmas de Sabato, un flagrante acto de obsoleta intelectualidad.

En mis momentos de pesimismo, que son casi todos, pienso que de pronto sólo nos queden la música y las artes plásticas como refugios de pánico. Pero reconozco que mi parecer es parte de la gran desilusión de otro fin de siècle; pero más que todo, de mi desilusión, por la que, en el día menos pensado, de pronto recurra a la tan popular escritura forense como un desesperado selfie literario.

Notas

* Alusión El pianista, el film de Roman Polanski.

**En Occidente parece haberse encasillado con el término holocausto, cuyo significado entonces era desastre o catástrofe. Etimológicamente, quema total, refiriéndose a la antiquísima incineración del cuerpo humano en su totalidad como sacrificio a los dioses.Luego de utilizarse para referirse al genocidio de los armenios, el término cobra el significado o, mejor dicho, la acepción actual de genocidio. Los judíos sabidos de la inexactitud del término holocausto, le llaman shoah (destrucción), palabra del hebreo que se refiere al exterminio específico de los judíos.

*** Alusión a El malestar de la civilización, ensayo de Sigmund Freud que trata sobre los instintos constructivos y destructivos en el ser humano.

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León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras, 1962). Narrador y poeta. Autor de las novelas Guadalajara de noche (Tusquets Editores, 2006) y La casa del cementerio (Tusquets Editores, 2008). En El pordiosero y el dios (MediaIsla Editores, 2017) reúne una selección de su narrativa breve. Una muestra de su poesía aparece en Tríptico: tres lustros de poesía (MediaIsla Editores, 2015).