Para algunos, Joe Biden (y con él ese conjunto compuesto por el Estado y la sociedad estadounidenses, sitos todos ellos en la puerta de salida de emergencia en el Afganistán de talibanes legendarios), han devenido diana de burlas e incluso objetivo de críticas y motivo de hazmerreír de buena parte del resto del
mundo occidental, y no solo de éste. Para otros, sin embargo, nada más incierto. “POTUS”, como se le conoce en jerga cifrada, al igual que la sociedad democrática que lo aúpa y soporta, es como cualquier témpano de iceberg: irreducible e inescrutable en función de lo que deja ver de sí.

Obvio, las apariencias y el sentido común son insuficientes para esclarecer de qué lado se inclinará finalmente el juicio de la historia cuando conceda o deniegue razón a uno u otro de esos grupos humanos. 

Ahora bien, antes de que los talibanes cruzaran las puertas de Kabul a mediados de agosto de 2021 y previo a las escenas desesperadas de un imprevisto puente aéreo malamente improvisado e ineptamente ejecutado, el presidente Biden anunció su decisión de poner fin a 20 años de guerra en Afganistán valiéndose de un solo argumento envuelto por dos razones coincidentes.

El argumento para el retiro es hegemónico y audible para cuantos tienen oídos: el interés nacional de los Estados Unidos de América. Y vino envuelto en dos papeles de bulto: Estados Unidos no puede permitirse permanecer sujeto a políticas que responden no al mundo actual, sino al de hace dos décadas, pues “necesitamos enfrentar las amenazas donde están hoy”; y segundo papel de envoltorio, no hay razón humana para que los estadounidenses deban “seguir luchando en una guerra que los afganos no están dispuestos a librar” en favor de su propia causa.

Hasta ahí, la realpolitik tomada de la mano con todo su esplendor y crudeza. Cualquier lector de prensa, como quien esto escribe, entiende el argumento y puede saber que Estados Unidos tiene intereses más importantes que defender fuera de Afganistán. Después de todo, en cualquier balanza que sea, qué pesa más, ¿continuar una batalla contra un Al Qaeda diezmado y venido a menos o cuestiones peliagudas y trascendentales como la proliferación nuclear, la supuesta amenaza china, el inescrutable cambio climático e incluso –¡cómo esconderlo debajo de la alfombra!– el ciberataque al Colonial Pipeline hace unos meses y que dejó al descubierto la nueva vulnerabilidad de la gran potencia del de finales del siglo XX en su propio territorio?

Cierto e indiscutible, es importante luchar y seguir “luchando” por la democratización de la sociedad afgana. No obstante, si bien todo es importante, lo políticamente correcto parece ser admitir que no todo tiene la misma envergadura ni trascendencia. Hay cosas más, mucho más importantes que otras.

De ahí el valor de la decisión presidencial tomada por el presidente Biden al anunciar –respetando la continuidad del Estado– y ejecutar la salida definitiva de las tropas estadounidenses de territorio afgano. 

Tal y como resumió recientemente el New York Times, para el sucesor entre muchos otros de Washington, Jefferson, Lincoln e incluso Trump, las amenazas a la nación norteamericana no se centran hoy por hoy en Afganistán. La amenaza terrorista sigue estando sobre el tablero, pero ya no se disfraza solamente de fuerza bruta como antes. Esa es la primera y principal lección que Biden parece haber aprendido de su larga exposición a la política nacional e internacional. Y ni qué decir de lo que según él determinará el porvenir de su país, de Occidente y del resto del mundo, ese fenómeno que él denomina “la competencia estratégica con China” que es de índole tanto comercial como tecnológica, financiera y militar.

Ni Aristóteles pudiera enseñarle lecciones de lógica al Sr. Biden. Por demás, tampoco se requiere que analistas europeos e israelitas le indiquen con insistencia acerca de otros peligros geopolíticos encarnados ahora mismo en Rusia e Irán. Con la torpe y pueril salida de un país centro asiático de añeja raigambre tribal, el presidente de los Estados Unidos de América es el primero en reconocer y proclamar que sus fuerzas armadas siguen siendo las mejores del mundo –añadamos por prudencia histórica: al menos por ahora–; igualmente, que hay que cerrar el grifo del dinero derramado a cambio de nada que no sea entrenar soldados e invertir en nuevos armamentos y técnicas de combate; y, por ende, prestar nueva vez atención a eso que sus compatriotas procuran cuidar desde antes y después de la II Guerra Mundial: la correlación positiva entre la seguridad nacional estadounidense y el auge de sus intereses y negocios.  

Tan acertado parece ser el proceder lógico de la Casa Blanca que el problema dejó de ser en ese recinto si Estados Unidos es capaz –o incapaz– de ganar una guerra tras el paso por Corea, Vietnam y otros tantos escenarios de batalla luego de las rendiciones de 1945. Incluso no duda en soslayar los pasos de Truman, tanto con un acto nuclear para poner fin a una guerra larga y costosa, como con el esfuerzo exitoso de introducir a sus antiguos adversarios (Alemania, Japón, Italia) al terreno de juego apologético de la democracia. Al nuevo mandatario a orillas del Potomac le basta saber que su ejército está ejercitado y bien aceitado, caso que llegue el funesto día en que deba luchar hasta la última bala, hasta el último hombre o mujer que con brío y valor esté dispuesto a alzar su bandera.

Independientemente de si dicha lección es la parte visible o la invisible del metafórico iceberg, esto no debe ocultar lo que quedó imperceptible ante el punto ciego de la mirada del inquilino y de los allegados de aquella blanca morada. La realpolitik les ocultó una segunda lección. La moral de un pueblo, sea este vencedor o vencido, es decisiva cuando llega la hora de concebir e institucionalizar la construcción y evolución de un Estado, sobre todo si este es de derecho soberano y democrático. Esta temática lectiva es común a la experiencia vital de la nación estadounidense, como del pueblo afgano y del resto del mundo conocido. 

Si la retirada de Afganistán hubiera transcurrido según lo planeado, con una salida relativamente ordenada de los poco más de 2,500 militares y personal estadounidense allá atascados, y si los talibanes hubieran practicado aquello de que a enemigo en retirada puente de plata, entonces un traspaso relativamente sosegado de la defensa del país a las Fuerzas de Seguridad Nacional Afganas hubiera engrandecido la figura de estadista de Biden y nadie pondría en dudas el nacimiento del heredero legítimo, por fin, del germano-estadounidense, además de republicano, Henry Kissinger.

Pero por aquello de que quien no tiene bombas atómicas conoce del poder de la honda bíblica de David, las cosas no resultaron tan evidentes. Si bien Biden ha sido claro y firme sobre sus prioridades, los talibanes supieron concebir e implementar con la finura de un relojero suizo una estrategia brutalmente efectiva”. 

Lograron a simple vista de cualquier observador, primero, que las fuerzas armadas estadounidenses se empantanaran en el agreste suelo afgano; y, segundo, de manera concomitante con el retiro de los últimos “engreídos y malévolos invasores”, el derrumbe del gobierno afgano uno o dos años más rápido de lo que habían previsto esas que se tildan de fuentes de inteligencia.  Y todo aconteció a la vista del mundo entero, sorprendido por la torpeza de los que salían en desbandada y del descaro con el que un presidente –digamos títere– huía cargado de oro hacia otro país situado en una esquina árabe de la esfera islámica y el otro –dignatario– se agotaba defendiendo sus decisiones y prioridades.

Si en Hollywood, al igual que en la imaginación de la gran mayoría de nosotros los mortales, la verdad llega al final con el clásico “the end”, entonces por más tiempo que menos se dirá que Estados Unidos, su pueblo, sus hombres y mujeres de armas y su presidente y asesores han vuelto a ser burlados por aliados y por enemigos y, por tanto, derrotados. 

Pero lo percibido no cambia ni agota la realidad. Esta seguirá siendo lo que es. Solo que, si bien la moral es un hueso duro de roer por cualquier humano –y esto así aunque que con el paso del tiempo devenga vulnerable a cualquier caída–, tantos desafíos presentes y aparentes derrotas en los últimos años en nada contribuyen a endurecer, a fortalecer, en lo inmediato, las certeras decisiones y empeños de algún presidente estadounidense dispuesto a seguir siendo paladín de los derechos humanos, del orden democrático, de la sostenibilidad del planeta tierra y de la paz mundial, en medio de ejecuciones tan disparatadas, como las escenificadas en estos días finales de la presencia de Estados Unidos y de algunos de sus aliados en Afganistán. 

El futuro reconocerá su máxima razón. El presente, no. Y por eso, en cualquier hipótesis de los unos y de los otros, el principio y fundamento del iceberg permanecerá oculto. La gran lucha de este siglo allá (dondequiera sea allende), aquí (adondequiera sea tenida la patria por chica o grande que sea) y en todo lugar, es y seguirá siendo entre las fuerzas de la autocracia y las de la democracia. 

Por eso –a mi limitado entender– Biden hace un favor sublime sacrificándose en aras de esa última causa utópica: la imperfecta democracia estadounidense. Y así lo reconozco, aunque también sepa que está por dejar en ascuas su razón de ser, dada la escurridiza memoria de un crédulo mundo espectador que repite tautológicamente que ganar es ganar y perder no es más que perder. Se trata de todo un mundo que ignora –como los prisioneros de la caverna de Platón desprovistos de palabra y cautivos por las apariencias– la idea oculta detrás de las sombras de lo que perciben: a saber, que en la República platónica, como devela la lógica política de Aristóteles, todo es real e importante, pero solo la identificación y defensa del interés nacional es y vale mucho más que cualquier mote y ridículo político.

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Fernando Ferrán es antropólogo social y filósofo, investigador y profesor del Centro de Estudios Económicos y Sociales Padre José Luis Alemán de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).

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