El año pasado por estas fechas traté de entrevistar a Elena Ferrante. Tras un intercambio de mensajes con una intermediaria que me advirtió de mis pobres esperanzas, di el asunto por terminado. Elena Ferrante no asiste a entregas de premios, ni a festivales literarios, ni a congresos, ni a presentaciones de sus libros, no tiene cuenta oficial en Twitter y, salvo las pocas ocasiones en que accede a responder un cuestionario a través de sus editores italianos y sin posibilidad de réplica, no da entrevistas. A propósito de que había hecho algunas averiguaciones –por si acaso–,  le estuve dando vueltas a una idea. Elena Ferrante nació en Nápoles. De vez en cuando visita la iglesia napolitana del Pio Monte della Misericordia, donde hay una figura por la que siente fascinación: Nuestra Señora de la Soledad, una religiosa que tiene los ojos cerrados y las manos juntas, obra de un artista desconocido. Tal vez podría viajar a Nápoles para plantar guardia en la puerta de la iglesia. Pero, en caso de que existiera una mínima posibilidad de coincidir con ella, ¿cómo la iba a reconocer? Se ha dicho que Elena Ferrante es, en realidad, la traductora Anita Raja. Hay fotos suyas en internet, pero no es un dato confirmado. Ella dice que tiene la apariencia de una señora común. Que es una italiana que come poca pasta, que no gesticula cuando habla y que no va por ahí voceando: ¡Mamma Mia! 

Doña Fina me preguntó sobre mis planes para aquel verano. Estaba sentada en la terraza de su casa, con su perro labrador, el gran Draco, tumbado a sus pies. Yo le hablaba del caso Ferrante, de mi interés por saber qué piensa la italiana sobre la amistad y ese asunto delicado de su identidad secreta. Doña Fina bregaba con el calor agitando frenéticamente un abanico de encaje. Lo cerró de golpe y se quedó mirándome con cierta inquietud.

—¿Dónde has dicho que vive esa señora?

—En realidad, no se sabe dónde vive todo el año. Es italiana, de Nápoles.

—De Nápoles…

—Sí

—¿Y tienes que ir hasta allí? ¿Por qué no consigues su teléfono?

—No he dicho que voy a ir. Estoy delirando.

—Pues… yo que tú, me quedaba con eso.

—¿Con qué?

—Con el delirio.

—¿Por qué lo dice?

—Imagínate que vas allí y te secuestran los de la mazmorra.

—¿Qué mazmorra?

—Los de la mafia.

—¿La Camorra?

—Da igual. La Camorra, la mazmorra, o la madre que los parió.

Llegó septiembre y me olvidé de Nápoles. 

***

Elena Ferrante escribía en la clandestinidad. Los cambios de escondite le permitieron mantener a salvo su secreto: tenía un diario que ocultaba con recelo de la intrusión materna. A los 20 años lo tiró a la basura. Cuando la ficción irrumpió en su vida, empezó a contar historias que de otro modo no se hubiera atrevido a compartir con nadie. Era incapaz de escribir sin su aura de humo: llegó a fumar hasta 40 cigarrillos por día. Tuvo que parar. Pero a los 30 años adquirió un nuevo hábito: las pastillas para dormir. Su adicción a la lectura, y el incontrolable deseo de escribir que le provoca, es la causa de su insomnio crónico. Si Elena Ferrante tiene una historia entre los dedos puede escribir sin pausa, en cualquier lugar, de día y de noche. La italiana siente que escribir es algo que los devotos de la palabra no pueden posponer.

Intuyo que Elena Ferrante es una mujer que domina el arte de saber mirar. Una de las características de su literatura es su pericia para conectar vivencias del día a día con las grandes preguntas sobre la condición humana. Sin pretensiones pedagógicas ni moralizantes. Sus historias muestran exploraciones minuciosas de temas como la maternidad, el amor, las difíciles relaciones entre madres e hijas, los celos, el abandono, la desigualdad y la amistad. La escritora italiana ha llevado la amistad femenina a un nivel de disección poco frecuente en la literatura. En una entrevista publicada en 2015 por El País de España, dijo que “la amistad masculina cuenta con una larga tradición literaria y un código de comportamiento muy elaborado. En cambio, la amistad femenina cuenta con un mapa de tanteo que no ha comenzado a definirse hasta hace poco”. 

Desde la infancia aprendemos a asociar la amistad entre mujeres con los mitos y leyendas de una rivalidad célebre. Se espera que nuestras alianzas no sean duraderas, que acabaremos compitiendo por la belleza, el poder o por la gracia de ser “la elegida”, como las diosas del Olimpo, o como las princesas y las malvadas de los cuentos de Disney. Sería ingenuo pensar que la afinidad entre mujeres es un regalo que recibimos de las hadas al nacer. Y sería injusto negar que, cuando la amistad sobrevive a nuestras pequeñas miserias, surge una extravagancia maravillosa. “Una amiga es tan rara como un verdadero amor –dice Elena Ferrante–. La palabra italiana para ‘amistad’, amicizia, tiene la misma raíz que el verbo ‘amar’, amare, y una relación entre amigas tiene la riqueza, la complejidad, las contradicciones y las inconsistencias del amor”. 

La amiga estupenda fue el libro que inauguró la serie Dos amigas, una tetralogía con tintes autobiográficos en la que Elena Ferrante cuenta la historia de Lenù y Lila, protagonistas del fenómeno popularmente conocido como “La fiebre Ferrante”. Recuerdo algo que sucede en La amiga estupenda durante una competición de fin de curso. El director de la escuela les propone a los niños finalistas un problema de matemáticas difícil de resolver. Lila dice que no consigue dar con la solución del problema porque hay un error en el planteamiento. Mientras la profesora de la clase recrimina el atrevimiento de Lila con palabras maliciosas, un sentimiento de angustia se adueña de Lenù: “Notaba su sufrimiento, no lograba soportar cómo le temblaba el labio inferior y estuve a punto de estallar en lágrimas”. Es la seña de identidad de los amores raros: sufrimos el dolor del otro como si no fuera ajeno.  

Pero no esperemos que el vínculo entre Lenù y Lila conserve la lisura de un canto rodado. Sufrirá la corrosión de las traiciones sutiles, las envidias, los cambios de humor, los alejamientos y las desavenencias de dos que perseveran en el difícil oficio de amar. Con el telón de fondo de una violencia íntima y colectiva, en una Nápoles que la autora rescata de su memoria –ciudad que vibra y sufre, añorada y odiada–, Elena Ferrante retrata una amistad que dura toda una vida, que en esencia es hermosa, pero sin esconder su cuota de antagonismo y oscuridad. Puede que esta sea la mayor hazaña de la autora, mostrar las partes de nuestra naturaleza que preferiríamos mantener ocultas, sosteniendo un sabio equilibrio entre sensibilidad y franqueza.  

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 A la publicación de El amor molesto (1992), Los días del abandono (2002) y La hija oscura (2006), reunidas en español bajo el título Crónicas del desamor (Lumen, 2011), le siguieron las cuatro novelas de la serie Dos amigas: La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida, publicadas por Lumen entre 2011 y 2014. Veintiséis años después de aparecer en la escena literaria italiana, y después de haber conquistado a millones de lectores, entre los que se cuentan admiradores entusiastas como Hillary Clinton, el escritor Jonathan Franzen y la mamá de mi amigo Juan, Elena Ferrante se mantiene firme en su decisión de permanecer ausente, que, insiste, no es lo mismo que ser una escritora anónima: “Mis libros están firmados”.

En 1995, Mario Martone hizo una adaptación cinematográfica de El amor molesto. La película del cineasta napolitano contribuyó a que aumentara el interés del público por la ópera prima de Elena Ferrante, y al mismo tiempo atrajo el olfato de los periodistas. ¿Quién estaba detrás de la novela que inspiró la película de Martone? ¿Quién escribió la historia de esa mujer que regresa a Nápoles para recomponer el pasado de su madre, encontrada muerta en una playa? Ante el revuelo que empezaba a provocar el misterio de su identidad, la  autora italiana optó por borrarse del mapa, aunque ella lo llamaría de otro modo: “Sustraerse sistemáticamente a las ansias del propio ego hasta convertirlo en un modo de vida”. Durante 10 años no volvió a publicar otro libro. Había establecido una separación definitiva entre su vida privada y la de sus novelas. Ella sería la gran ausente en la fiesta de su popularidad mundial: “Sigo siendo Elena Ferrante o no publico más”.

Elena Ferrante dice que a los medios de comunicación la literatura les importa poco. “¿A quién iba a interesar mi pequeña historia personal si podemos prescindir de la de Homero o la de Shakespeare? ¿La resonancia del autor, o, mejor dicho, el personaje del autor que sale a escena gracias a los medios de comunicación, es un apoyo fundamental para el libro?”. La italiana ha construido un espacio creativo que le permite moverse con libertad. Sus editores se han resignado: no pueden contar con ella para acompañar el viaje comercial de sus libros. Una vez que ha dado a luz una historia, su cuerpo deja de ser una casa habitada por los personajes que ha creado. La novela queda a merced de los lectores que salgan a su encuentro. Elena Ferrante considera que un libro es más que una cara sonriente ante el público. Más que la cosecha de premios y alabanzas que colocan a su autor tras un atril. Más que un puesto en una lista. Y mucho más que una firma. No es su rastro el que debemos seguir. Según su criterio, la noticia realmente importante debería ser otra: “Se ha publicado un libro que vale la pena leer”.

* Publicado por gentileza de El Espectador. Colombia, Agosto 2019.

Sorayda Peguero Isaac, periodista dominicana residente en Barcelona. Actualmente es una destacada columnista del periódico colombiano El Espectador, para el cual también escribe crónicas, perfiles y reportajes de gran despliegue, y sobre distintos temas. Sus trabajos han sido publicados en medios de distintos países, como Revista Arcadia, Listín Diario, Yorokobu y Periodismo Humano. sorayda.peguero@gmail.com