“… Ahí estaba el Bar Roxy, allí el comedor de Paco y detrás de esa parada de guaguas y del puesto de frutas, estaba Radio Guarachita… ¿Quién es el dueño ahora de la casa de la vieja Balila, la que vendía yaniqueques rellenos  en la mañana; sí, esa misma, la hermana de Juana, la que vendía lengua de vaca en las noches, en la 14 con Manuel Ubaldo Gómez, donde los dominicanyork hacían filas para comer de noche…? ¿Está aún el Comedor Alma Llanera en la 20, al lado del Cine Ketty?, ¿La Marisol todavía cierra a las 3 de la mañana?, ¿Aún tiene Blanquiní el mejor mondongo de la capital… quién hace los pasteles en hojas de San Cristóbal… quién tiene el puesto de galletas en Ocoa… venden masa de cangrejo en la Punta Pescadora de San Pedro… quién es el encargado del BByVT… quedan chinos en Bonao…? ¿Todavía Félix el carnicero tiene el negocio en Tenares… y qué es de la vida de Yeya… tiene aún la casa de citas en Romana frente al cine Papagayo… es verdad que en San Juan cerraron el Tupinamba…?”  

Preguntamos y preguntamos a sabiendas de que nos dolerá la respuesta. Porque la vida se marchó irremediablemente; se fue igual que el río griego donde se bañaba Heráclito, pues nadie verá más la ciudad que hemos perdido, como nadie se bañó nunca dos veces en las mismas aguas del río griego.    

Solo quienes partieron, nada más los que nos fuimos, aquellos que se han ido pensando en el regreso, son los que pueden ver la ciudad que ahora les nombro. Los que la habitamos, la tropa nostálgica que se descompone bajos las bengalas del recuerdo, los que nos atragantamos de enojo porque el país sigue igual que cuando nos marchamos, solamente para nosotros existe ese patria suspendida en unas coordenadas del pasado. Los que permanecen en la isla no se han dado cuenta que es otra patria, que la de nosotros está cuajada en la mañana en que nos fuimos en Quisqueyana de Aviación, en la tarde en que nos prestaron unos papeles para buscar el sueño americano, en la noche en que salimos por la puerta grande, porque todo el mar de Miches era nuestro, en la impronta de argonautas improvisados.     

El regreso es imposible. Lo sabemos y mentimos. El retorno que prometía Machado será en otro momento de la historia. Ahora es improbable que detengamos el tiempo y demos marcha atrás para que recuperemos el pasado que nos dice adiós desde las fotos amarillentas de los calendarios, en el cuadro de la niña que no termina de sacarse la espina del dedo de los pies, como nosotros no terminamos de darnos cuentas de que volver es más doloroso que el tango del Morocho, pues llegaremos con la frente marchita, con la nieve del tiempo en el corazón despedazado.   

Ahora tenemos que recomponer los pedazos de ciudad que todos llevamos dentro, rearmar este rompecabezas citadino que nos atosiga, porque nos quedamos petrificados en un recuerdo que nos niega, en una época que solo puede vivir en la memoria y que no será valorada por los que están ahora ni los que vendrán. La nostalgia es un bien que se compra con jirones del alma y los nuevos dueños del espacio que una vez fue la ciudad pertenecen a otra suerte de país que se llama la modernidad… la vida del futuro. 

Algunos volverán al litoral de Nagua, al recuerdo del “pecaoconcoco”, a Matancita, a la Capitalita, a la Poza de Bojolo, al Cachón de la Rubia; otros tantos regresarán a Higüey, con la vieja promesa a la Virgen de que si me da mi rancho voy “vestío de blanco y sin zapato”; otros volverán a Barahona, pues creen que aún está la negra Margot en la playa Saladilla, o que Mecho la del Flaco tiene el puesto de tilapia en Los Patos. Los más volverán a la capital, al Kilómetro Cero, a la serie palito, a donde se hacen los cheques, donde vive Dios, porque todo lo demás es monte y culebra.  

Pero no lo saben, lo doloroso es que no lo saben, que ese país no existe, que ya no lo será nunca más, que somos una suerte de parias porque tenemos que andar con una patria portátil, esa misma que sacamos frente al City Hall, cuando cumple años Duarte, o la que se reinventa como pañuelo o como taparrabos, como adorno tricolor en las fiestas hispanas de Estados Unidos.  

Si, ya lo sé, algunos volveremos de todas maneras, porque solo hay un pedazo de planeta en donde no somos extranjeros. Volveremos para convencernos de que era casi posible el hermoso milagro de ser otra vez dominicano por sangre y por territorio. Volveremos a esa palabra difusa y mal entendida, a ese vocablo manoseado y moribundo, a ese sustantivo que nos une y nos separa… sí, volveremos a la patria alguna vez. Pero mientras tanto: 

Donde quiera que te encuentres, 

podrido de nostalgia

o velado de inocencia,  

si escuchas la palabra extranjero 

reinventa el destino de volver 

que “Dulce et decorum et pro patria mori” 

aunque sea por las banderas del destierro. 

Allí donde te encuentres. 

Sobre nieves de ausencias 

o soles de regresos 

sobre góndolas vírgenes 

o canoas de silencios 

regresa a las morenas 

sonrisas de los puertos 

a las tardes teñidas 

color de azúcar parda 

al campo que guerreando  

despunta en el boyero.   

Donde quiera que el pecho 

se desplome de angustias 

en el momento justo  

de escuchar al recuerdo 

desgarra las banderas, 

desentume los remos 

y regresa a la sangre 

que llama desde el viento 

entona con las velas 

una canción de orgullo 

una canción de peces, 

de flor, de mar Caribe, 

una canción por todos 

los que van de regreso. 

Donde quiera que estés  

no faltes a la cita 

con el deber de ser el mejor de los hijos 

o el peor de los nuestros. 

Allí donde recibas el llamado fraterno… 

no dejes de ser todos nosotros 

cada vez que te digan extranjero.

César Sánchez Beras es poeta, narrador y dramaturgo. Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña 2019. Reside en Lawrence, Massachusetts, en donde ejerce el magisterio.