“Todo lo que es profundo ama el velo del silencio.”
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
El silencio rara vez es comprendido. En una época que idolatra el ruido –sea el estruendo publicitario, el zumbido persistente del scrolling, o la cacofonía de opiniones urgentes– el silencio se percibe casi como una provocación. Y, sin embargo, el silencio ha sido desde siempre una de las formas más refinadas de lo estético. Es, en verdad, un acto creador. Un espacio de cultivo donde la palabra germina, donde el sonido adquiere contorno, donde el gesto teatral se carga de significados que ninguna voz podría articular.
El silencio en la música: cuando el vacío habla
John Cage entendió esto mejor que nadie cuando, en 1952, estrenó su pieza 4’33”, una composición sin una sola nota, en la que el intérprete y los músicos simplemente no tocan. Muchos la recibieron como una broma avant-garde o una burla al público. Pero Cage –provocador, sí, pero también místico– estaba invitando a escuchar el mundo: las toses, los suspiros, el rozar de los abrigos, el latido mismo de la sala. El silencio no era una ausencia; era la materia misma del arte, un lienzo sobre el cual se proyecta la conciencia del oyente.
Mucho antes que Cage, el silencio ya había sido el gran aliado de los compositores. ¿Qué sería del crescendo en las composiciones de Beethoven sin esas pausas que lo preparan, esos instantes en los que el corazón del público se suspende, como al borde de un abismo? ¿Y qué sería del jazz sin esos silencios juguetones que la trompeta o el saxo dejan caer, casi con picardía, invitando al oído a completar la melodía?
El silencio en la música no es vacío, sino tensión. Un abismo que, por breves segundos, reclama ser llenado por la imaginación del escucha.
Kafka y la escritura como silencio
Franz Kafka escribió en una carta célebre: “Creo que solo se puede escribir en soledad, en la noche, cuando no hay nadie cerca, ni siquiera uno mismo. Entonces se escribe, entonces se calla.” Para Kafka, la literatura era un oficio de la sombra y del silencio. Sus narraciones parecen brotar del silencio mismo, de un espacio mental tan apartado del bullicio humano que cada frase resuena como un eco en una cueva. Sus personajes, acosados por tribunales sin rostro o transformados en insectos, habitan un mundo donde el silencio es sinónimo de desamparo, pero también de revelación.
El acto de escribir –incluso el de leer– es un pacto silencioso. ¿Qué mayor ejemplo que el lector solitario, con un libro abierto, mientras la ciudad ruge a su alrededor? Es allí, en ese espacio sin palabras pronunciadas, donde ocurre el milagro: dos conciencias (la del autor y la del lector) dialogan en un silencio cómplice que trasciende el tiempo y el idioma.
El teatro y el silencio del cuerpo
El silencio en el teatro tiene otra textura. No es solo el mutismo literal, sino un lenguaje que habla a través del cuerpo, de las miradas, de las respiraciones contenidas. En una escena de Antón Chéjov, el silencio puede durar tanto como el texto; el dramaturgo ruso sabía que a veces un personaje dice más cuando calla.
Piensa en Samuel Beckett y su Esperando a Godot: un teatro del absurdo donde los silencios se hacen tan densos que casi se pueden palpar. Esos huecos en el diálogo son abismos existenciales que obligan al espectador a confrontar su propia espera, su propio vacío.
Y en la danza, el silencio del cuerpo se vuelve aún más elocuente. El bailarín que se queda inmóvil un segundo antes de saltar no está haciendo “nada”: está acumulando un universo de fuerza y de promesa. Es un silencio muscular, un lenguaje sin palabras que encontramos en el physical theatre Strange Fish del australiano Lloyd Newson, o en el teatro checo de la Linterna Mágica de Alfréd Radok y en el Teatro Negro de Praga del checo Jiří Srnec. Allí, el silencio no es ausencia, sino un espacio encantado donde la luz y el movimiento corporal de los danzantes y actores cuentan historias imposibles de articular con voces humanas. Es en ese vacío vibrante donde el espectador completa el relato con su propia respiración y sus propios latidos.
El silencio en el cine: un lenguaje más allá del guion
En el cine, el silencio no es meramente la ausencia de diálogos ni de banda sonora; es un recurso narrativo tan elocuente como cualquier primer plano. Piensa en las largas pausas contemplativas de Tarkovski, donde el silencio pesa como lluvia inmóvil sobre la pantalla, o en los encuadres del cineasta húngaro Béla Tarr, donde el mundo parece suspender la respiración. Incluso Hitchcock, maestro de la tensión, sabía que un pasillo silencioso podía aterrar más que cualquier grito. El silencio en el cine no sólo construye atmósfera: abre grietas en la narrativa, permite que el espectador habite la imagen sin distracciones, se vuelva cómplice del tiempo detenido. Es en esos silencios –a menudo más inquietantes que un estallido de música– donde el ojo se convierte en oído, y el alma en espectadora de sí misma.
El silencio como resistencia
Hay un silencio que es político. En una sociedad que premia la opinión ruidosa, el silencio puede ser un gesto subversivo. El callar frente a lo banal, el reservar la palabra para lo esencial, se vuelve una forma de resistencia.
Vivimos en la dictadura de la urgencia: cada noticia debe comentarse, cada tema exige tu postura inmediata. ¿Pero acaso no tiene más peso el silencio que revela que algo es demasiado complejo, demasiado doloroso o demasiado sagrado para la inmediatez del comentario?
Hay silencios que son respeto. El que guardan los dolientes frente a un ataúd. El que se impone en los memoriales del Holocausto, donde ni siquiera los niños juegan. Esos silencios son arquitecturas invisibles que sostienen la memoria colectiva.

El silencio interior
Y está, por último, el silencio íntimo. Ese que rara vez logramos conquistar en un mundo de notificaciones y alarmas. El silencio de estar a solas con uno mismo sin buscar escapatoria. Quizá la mayor aventura estética contemporánea sea la de sentarse sin música, sin podcast, sin estímulos, y atreverse a escuchar el murmullo propio: las dudas, los miedos, los recuerdos que llegan como invitados inoportunos.
De allí nacen muchas obras de arte. El pintor ante el lienzo blanco escucha un silencio antes del primer trazo. El compositor, un silencio interior que es más resonante que cualquier sinfonía. El poeta, un silencio donde cada palabra que decide escribir pesa toneladas.
Una estética del mundo desacelerado
Tal vez, más que nunca, necesitamos cultivar el silencio como acto estético y ético. Leer despacio. Escuchar sin interrumpir. Contemplar sin ansias de fotografiar. Dejar que el silencio se haga presente como un invitado incómodo que trae regalos extraños: introspección, pausa, hondura.
El silencio es el reverso del bullicio, pero no su negación. Es lo que le da forma, lo que otorga valor a la palabra, lo que hace que la música sea algo más que una secuencia de notas. Es, en última instancia, lo que nos permite reconocernos en el arte y en los otros.
¿Acaso escribir este ensayo –y tú leerlo ahora– sea un pequeño acto de silencio: un paréntesis casi secreto, donde dejamos al mundo hacer ruido afuera mientras nosotros nos demoramos, callados, en estas palabras?
Coda: la belleza callada
En una sociedad donde todo clama por ser oído, el silencio es un lujo, un arte difícil, una revolución minúscula. Quizá sea tiempo de reaprender a cultivar espacios silenciosos en nuestras vidas, no como huida, sino como afirmación estética: un modo de decir que no todo debe ser dicho, que no todo debe sonar, que el alma –como la música, como el teatro, como la literatura o el cine– necesita a veces de un poco de silencio para existir.
(En portada: Chelsea series #18, acrylic on canvas, 37 x 42 inch, 2022. Derechos: Juan Luis Landaeta)
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Ariosto Antonio D’Meza es escritor en español y checo, además de cineasta. Reside en Praga.